Homilía de las Vísperas en el Santuario de Mariazell

(8 de septiembre de 2007)

¡Queridos hermanos en el sacerdocio!
¡Queridos hombres y mujeres de vida consagrada!
¡Queridos amigos!

Nos hemos reunidos en la venerable Basílica de nuestra “Magna Mater Austriae", en Mariazell. Desde hace muchas generaciones piden aquí los hombres el auxilio de la Madre de Dios. Hoy queremos hacerlo también nosotros. Queremos unirnos a ella en la alabanza por la inmensa bondad de Dios y expresar nuestra gratitud al Señor por todos los beneficios recibidos, especialmente por el inmensurable don de la fe. Queremos expresarle también las preocupaciones en nuestro corazón: pedir su protección sobre la Iglesia, su intercesión por el don de buenas vocaciones para nuestras diócesis y congregaciones, su auxilio para las familias y su misericordiosa oración por todos los hombres, que buscan salir de sus pecados y procuran la conversión, y finalmente, confiar a sus maternales cuidados a todos los enfermos y ancianos. Que la gran Madre de Austria y de Europa nos ayude a todos en la profunda renovación de la fe y la vida.

Queridos amigos, vosotros sois, como sacerdotes y religiosos servidores y servidoras de la misión de Cristo. Así como Cristo hace dos mil años llamó algunas personas a seguirlo, también hoy hombres y mujeres jóvenes se abren a esta llamada, fascinados por Jesús y movidos por la nostalgia por colocar sus vidas al servicio de la Iglesia y entregarla al servicio de los hombres. Se arriesgan a seguir a Jesucristo y desean ser sus testigos. La vida de seguimiento a Cristo comporta ciertamente muchos riesgos, pues estamos siempre amenazados por el pecado, por la esclavitud y las caídas. Por ello necesitamos siempre de su Gracia, como María la recibió en plenitud. Aprendemos como María, a mirar siempre a Cristo y a hacerlo nuestro criterio y medida. Queremos participar de la misión salvífica universal de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo. El Señor llama a los sacerdotes, a los religiosos y laicos, a ir por todo el mundo y sus diversas realidades, y colaborar en la instauración del Reino de Dios. Realizan eso de un modo grandioso y diverso: en el anuncio, en la construcción de comunidades, en los diversos ministerios pastorales, en las obras y la vida de caridad, en la ciencia y estudios realizados por su espíritu apostólico, en el diálogo con la cultura de nuestro entorno, en la promoción de la justicia querida por Dios y no menos en la recogida contemplación de la Trinidad de Dios en la alabanza en común a Dios en sus comunidades.

El Señor os invita a la peregrinación de la Iglesia “en su camino a través del tiempo”. Él os invita, a acompañar su peregrinar y a tener parte en su Vida, que es también hoy un camino de cruz y el camino del resucitado hacia la Galilea de nuestras vidas. Es sin embargo siempre el mismo y único Señor, quien nos llama a una misma y sola fe por medio del mismo y único Bautismo. El tener parte en su camino implica entonces ambas cosas: la dimensión de la Cruz –con fracasos, el sufrimiento de ser incomprendidos, así como desprecio y persecución- pero también de la experiencia de una profunda alegría en su servicio y la experiencia del profundo consuelo del encuentro don Él.  Así como la Iglesia, las parroquias, las comunidades y cada cristiano bautizado tienen el origen de su misión en la experiencia del Cristo crucificado y resucitado.

El centro de la misión de Jesucristo y de todo cristiano es el anuncio del Reino de Dios. Este anuncio en el nombre de Cristo significa para la Iglesia, los sacerdotes, los religiosos y para todos los bautizados, estar presentes en el mundo como sus testigos: Dan testimonio de un sentido que tiene sus raíces en el amor creador de Dios y que se opone a todo sinsentido y desesperación. Vosotros estáis del lado de aquellos que luchan por ese sentido, del lado de todos aquellos, que quieren darle una forma positiva a la vida. Rezando y rogando sois vosotros abogados de aquellos, que procuran a Dios. Vosotros dais testimonio de una esperanza que se opone a toda desesperanza silenciosa o ruidosa, apunta hacia la fidelidad y el auxilio de Dios. Por eso estáis vosotros del lado de todos aquellos de espaldas curvadas por los infortunios que se ven impedidos de despojarse de sus fardos pesados. Vosotros dais testimonio del Amor, que se entregó por los hombres y así venció a la muerte. Vosotros estáis del lado de aquellos, que nunca experimentaron el amor, que no creen más en la vida. Vosotros estáis por ello contra los diversos modos de injusticia abierta u oculta, así como contra el extendido desprecio hacia el hombre. Por ello, queridos hermanos y hermanas, toda vuestra existencia debe ser como la de Juan Bautista, una gran testimonio vivo de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Jesús llamó a Juan de “lámpara que arde y alumbra”(Jn 5,35). ¡Sed también vosotros de aquellas lámparas! haced que vuestra luz brille en nuestra sociedad, en la política, en el mundo de la economía, en el mundo de la cultura y de la ciencia  Aun cuando sea apenas una pequeña luz en medio a muchas luces de error, recibe su poder y su brillo de la gran estrella de la mañana, el Cristo Resucitado, cuya luz brilla y será extinguida.

Seguir a Cristo significa asumir el modo de pensar de Cristo, el estilo de vida de Jesús (Fil 2,5). “Mirar a Cristo” es el lema de este día. Mirándolo a Él, el gran maestro de la Vida, la iglesia ha descubierto tres características del modo de ser de Cristo. Estas características  -que llamamos consejos evangélicos- se han tornado los elementos distintivos de una vida de seguimiento radical de Jesucristo: pobreza, castidad y obediencia. Meditemos un poco sobre estas características.

Jesucristo, que era rico con todo el reino de Dios, por nosotros se hizo pobre (2 Cor 8,9). Se despojó de sí mismo, se abajó y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2,6ss). Él, el pobre, ha llamado bienaventurados a los pobres. Lucas nos muestra, que este llamado se refiere a los pobres en el Israel de su tiempo, donde existía una gran división entre ricos y pobres. Mateo aclara en su versión de las Bienaventuranzas, que la simple pobreza material no asegura la cercanía de Dios, aún cuando Dios esté especialmente cercano a estos pobres. Así queda claro: el cristiano debe ver en ellos a Cristo, que en ellos lo espera, y espera su compromiso. Quien desee seguir radicalmente a Cristo, debe decidirse a renunciar a los bienes materiales. Pero debe vivir esta pobreza desde Cristo, para estar interiormente libre para Dios y para el prójimo. Para todo cristiano, pero especialmente para los sacerdotes y religiosos, tanto individual como comunitariamente, el asunto de la pobreza y de los pobres debe ser objeto de un examen de consciencia constante y serio.

Para entender rectamente lo que significa la castidad, debemos partir de su contenido positivo. Y nuevamente nos encontramos en contemplación hacia Jesucristo. Jesús vivió en una doble dirección: hacia el Padre y hacia el prójimo. En las Escrituras descubrimos a un Jesús orante, que pasó noches enteras en diálogo con el Padre. En la oración hizo de su ser hombre y de nuestro ser hombres parte de su relación filial con el Padre. Este diálogo con el Padre se vuelve así una continuamente renovada misión hacia el mundo, y hacia nosotros. La misión de Jesús lo condujo a un compromiso puro y sin reservas hacia los hombres y mujeres. La Sagrada Escritura nos muestra que en ningún momento de su vida traicionó siquiera con el más mínimo rasgo de interés propio o egoísmo su relación con los demás. Jesús amó a los demás con el amor con que amó a su Padre. La interiorización de estos sentimientos de Jesús inspiró en Pablo una teología y un modo de vida en consonancia con las palabras de Jesús respecto al celibato por el Reino de Dios (Mt 19,12). Los sacerdotes y religiosos no viven exentos de relaciones humanas y no exaltan a través de su voto de castidad celibataria el individualismo o el aislamiento, sino que prometen solemnemente colocar al servicio de Dios completamente y sin reservas, las profundas relaciones de las que son capaces y que aceptan como un don.  Así se tornan a sí mismos hombres y mujeres de esperanza: colocando todo en Dios, abren un espacio a su presencia –la presencia del Reino de Dios – en nuestro mundo. Vosotros, queridos sacerdotes y religiosos, prestáis una inmensa contribución. En medio de toda codicia, de todo egoísmo, del consumismo, en medio del culto a la indivualidad, esforcémonos por vivir un amor noble hacia todos los hombres. Vivimos una esperanza cuya satisfacción dejamos en manos de Dios. ¿Qué hubiera sido de no haber existido estas notables personas en la historia del cristianismo? ¿Qué hubiera sido de nuestro mundo si no existiesen los sacerdotes, religiosos y religiosas y congregaciones de vida consagrada, cuyas vidas dan testimonio de la esperanza de un cumplimiento mas allá de todo deseo humano y de una experiencia del amor de Dios que trasciende todo amor humano? También hoy el mundo necesita de nuestro testimonio.

Llegamos a la obediencia. Jesús vivió toda su vida, desde los años ocultos en Nazaret hasta el momento de la muerte en la Cruz, en escucha del Padre, en obediencia al Padre. Lo vemos de modo ejemplar en la noche en Getsemaní.  “No se haga mi voluntad sino la tuya”. Jesús recoge en esta oración filial toda la terca resistencia de nuestra voluntad propia, asume nuestra rebelión en su obediencia. Jesús era un hombre de oración. Para ello era también al mismo tiempo oyente y obediente: “Obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”(Fil 2,8). Los cristianos han experimentado siempre, que no pierden nada al abandonarse a la voluntad del Señor, por el contrario, encuentran su más profunda identidad y libertad. En Jesús han descubierto, que aquellos que se pierden a sí mismos se encuentran a sí mismos: que se hace libre quien a Dios se une en una obediencia que se basa en Él y que lo busca a Él. Escuchar a Dios y obedecerlo no tiene nada que ver con el alienarse y la pérdida de sí mismo. Al ingresar en la voluntad de Dios llegamos a nuestra verdadera identidad. El testimonio de esta experiencia es el que necesita nuestro mundo actual en medio a sus exigencias de “autorrelización”y “autodeterminación”.

Romano Guardini relata en su autobiografía, que en un momento crítico de su camino, en el que cuestionaba la fe de su infancia, la decisión fundamental de toda su vida –la conversión- le fue dada en el encuentro con la palabra de Jesús, de que solo se encuentra quien se pierde a sí mismo (Mc 8,34ss; Jn 12,25); que no hay un encuentro consigo mismo, no hay autorrealización, sin la entrega de sí mismo, sin el perderse a sí mismo. Pero ¿por qué debe uno perderse a sí mismo? ¿A quien entregarse? Le quedó claro, que solo podíamos entregarnos a nosotros mismos cuando en ese intento nos poníamos en manos de Dios: sólo en Él podríamos finalmente perdernos, y solo en Él podíamos encontrarnos. Pero luego surgía la pregunta: ¿Quién es Dios? ¿Dónde está Dios?  Ahí percibió él, que el Dios en el que debíamos perdernos a nosotros mismos, sólo podía ser aquel Dios que se hacía concreto y cercano en Jesucristo. Mas luego surgía la pregunta: ¿dónde encuentro a Jesucristo? ¿Cómo puedo darme entregarme verdaderamente a Él?  la respuesta encontrada por Guardini en su búsqueda decía: Jesucristo esta concretamente presente solamente en su cuerpo, la Iglesia. Por eso la obediencia hacia Dios, la obediencia a Jesucristo debe ser, real y prácticamente, una obediencia humilde a la Iglesia. También en esto deberíamos revisar siempre de manera renovada nuestra conciencia. Es lo que encontramos de manera resumida en la oración de San Ignacio de Loyola, que siempre me sobrecoge tanto que casi no me atrevo a rezarla, y que deberíamos repetir constantemente: “Toma, Señor, y recibe, toda mi libertad, mi memoria y mi entendimiento y toda mi voluntad, todo lo que tengo y poseo Tú me lo diste; a Ti Señor, te lo devuelvo, Haz de ello lo que Tú quieras. Todo es tuyo. Dame tu amor y gracia que eso me basta (Eb 234)”.

¡Queridos hermanos y hermanas! Retornáis ahora a los lugares donde desplegáis vuestra vida eclesial, pastoral, espiritual y humanamente. Nuestra gran intercesora y Madre, María, extienda sobre vosotros y vuestras acciones, su mano protectora. Interceda siempre ante nuestro Señor Jesucristo. Con mi gratitud por vuestra oración y vuestra actividad en la viña del Señor, dirijo mi profunda oración al Señor pidiendo su protección y bendición sobre todos y cada uno de vosotros, por todos los hombres especialmente por los jóvenes, aquí en Austria y en los diversos países de los que algunos de vosotros procedéis. De corazón os acompaño a todos con mi bendición.

Traducción no oficial de ACI Prensa