Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y pongan toda su confianza en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18). Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido de nuestra existencia. Usando una imagen, se podría decir que estas lecturas se presentan como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida: nos recuerdan que en este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero hay cosas importantes que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un tamiz. ¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo demás ?el cielo, la tierra, las cosas más bellas, también esta Basílica? pasa; pero no debemos excluir de la vida a Dios y a los demás. Sin embargo, precisamente hoy, cuando hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es vuestro Jubileo, y con vuestra presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios, para ver lo que él ve: Él no se queda en las apariencias (cf. 1 S 16,7 ), sino que pone sus ojos «en el humilde y abatido» (Is 66.2), en tantos pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro que es excluido y rechazado (cf. Lc 16,19-21). Es darle la espalda a Dios. Un síntoma de esclerosis espiritual es cuando el interés se centra en las cosas que hay que producir, en lugar de las personas que hay que amar. Así nace la trágica contradicción de nuestra época: cuanto más aumenta el progreso y las posibilidades, lo cual es bueno, tanto más aumentan las personas que no pueden acceder a ello. Es una gran injusticia que nos tiene que preocupar, mucho más que el saber cuándo y cómo será el fin del mundo. Porque no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta; no hay paz en la casa del que está bien, cuando falta justicia en la casa de todos.