Alcanzado por la Palabra de Jesús, «el muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre» (v. 15). Esta frase es tan bella, indica la ternura de Jesús: "Lo restituyó a su madre". La madre encuentra al hijo. Recibiéndolo de las manos de Jesús ella se hace madre por segunda vez, pero el hijo que ahora le es restituido no es de ella de quien ha recibido la vida.
Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra poderosa de Jesús y a su gesto amoroso. Así, especialmente en el Jubileo, la madre Iglesia recibe a sus hijos reconociendo en ellos la vida donada por la gracia de Dios. Es en virtud de tal gracia, la gracia del Bautismo, que la Iglesia se hace madre y que cada uno de nosotros se hace su hijo.
Ante el joven resucitado a la vida y restituido a la madre, «todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: ¡Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo!». Cuanto Jesús ha hecho no es por lo tanto solo una acción de salvación destinada a la viuda y a su hijo, o un gesto de bondad limitada a aquella ciudad.
En la ayuda misericordiosa de Jesús, Dios va al encuentro de su pueblo, en Él surge y continuará a surgir para la humanidad toda la gracia de Dios. Celebrando este Jubileo, que he querido que fuera vivido en todas las Iglesias particulares, es decir, en todas las iglesias del mundo, y no solo en Roma, es como si toda la Iglesia extendida por el mundo se uniera en un único canto de alabanza al Señor. También hoy la Iglesia reconoce ser visitada por Dios.