La piedad de la cual queremos hablar es una manifestación de la misericordia de Dios. Es uno de los siete dones del Espíritu Santo que el Señor ofrece a sus discípulos para hacerlos «dóciles para seguir los impulsos del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1830). Tantas veces en el Evangelio se presenta el grito espontáneo que personas enfermas, endemoniadas, pobres o afligidas dirigen a Jesús: "Ten piedad" (Cfr. Mc 10,47-48; Mt 15,22; 17,15). A todos Jesús respondía con la mirada de la misericordia y el conforto de su presencia. En tales invocaciones de ayuda o pedidos de piedad, cada uno expresaba también su fe en Jesús, llamándolo "Maestro", "Hijo de David" y "Señor". Intuían que en Él había algo extraordinario, que les podía ayudar a salir de la condición de tristeza en la cual se encontraban. Percibían en Él el amor de Dios mismo. Y también si la gente se amontonaba, Jesús se daba cuenta de aquellas invocaciones de piedad y se apiadaba, sobre todo cuando veía personas sufrientes y heridas en su dignidad, como en el caso de la hemorroisa (Cfr. Mc 5,32). Él los llamaba a tener confianza en Él y en su Palabra (Cfr. Jn 6,48-55). Para Jesús sentir piedad equivale a compartir la tristeza de quien encuentra, pero al mismo tiempo a obrar en primera persona para transformarla en alegría.
También nosotros somos llamados a cultivar en nosotros actitudes de piedad ante tantas situaciones de la vida, quitándonos de encima la indiferencia que impide reconocer las exigencias de los hermanos que nos rodean y liberándonos de la esclavitud del bienestar material (Cfr. 1 Tim 6,3-8).
Miremos el ejemplo de la Virgen María, que cuida de cada uno de sus hijos y es para nosotros creyentes el ícono de la piedad. Dante Alighieri lo expresa en la oración a la Virgen puesta al culmen del Paraíso: «En ti misericordia, en ti bondad, en ti magnificencia, en ti se encuentra todo cuanto hay de bueno en las criaturas» (XXXIII, 19-21). Gracias.