Ante este contenido tan esencial de la fe, la Iglesia no puede permitirse actuar como lo hicieron el sacerdote y el levita con el hombre abandonado medio muerto en el camino (cf. Lc 10,25-36). No se puede mirar para otro lado y dar la espalda para no ver muchas formas de pobreza que piden misericordia. No sería digno de la Iglesia ni de un cristiano «pasar de largo» y pretender tener la conciencia tranquila sólo porque se ha rezado. El Calvario es siempre actual; no ha desaparecido ni permanece sólo como un hermoso cuadro en nuestras iglesias. Ese vértice de compasión, del que brota el amor de Dios hacia la miseria humana, nos sigue hablando hoy, animándonos a ofrecer nuevos signos de misericordia. No me cansaré nunca de decir que la misericordia de Dios no es una idea bonita, sino una acción concreta; y que la misericordia humana no será auténtica hasta que no se concrete en el actuar diario. La admonición del apóstol Juan sigue siendo válida: «Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad» (1 Jn 3,18). De hecho, la verdad de la misericordia se comprueba en nuestros gestos cotidianos que hacen visible la acción de Dios en medio de nosotros.
Hermanos y hermanas, vosotros representáis el gran y variado mundo del voluntariado. Entre las realidades más hermosas de la Iglesia os encontráis vosotros que cada día, casi siempre de forma silenciosa y oculta, dais forma y visibilidad a la misericordia. Vosotros manifestáis uno de los deseos más hermosos del corazón del hombre: hacer que una persona que sufre se sienta amada. En las distintas condiciones de indigencia y necesidad de muchas personas, vuestra presencia es la mano tendida de Cristo que llega a todos. La credibilidad de la Iglesia pasa también de manera convincente a través de vuestro servicio a los niños abandonados, los enfermos, los pobres sin comida ni trabajo, los ancianos, los sintecho, los prisioneros, los refugiados y los emigrantes, así como a todos aquellos que han sido golpeados por las catástrofes naturales... En definitiva, dondequiera que haya una petición de auxilio, allí llega vuestro testimonio activo y desinteresado. Vosotros hacéis visible la ley de Cristo, la de llevar los unos los pesos de los otros (cf. Ga 6,2; Jn 13,24). Sed siempre diligentes en la solidaridad, fuertes en la cercanía, solícitos en generar alegría y convincentes en el consuelo. El mundo tiene necesidad de signos concretos de solidaridad, sobre todo ante la tentación de la indiferencia, y requiere personas capaces de contrarrestar con su vida el individualismo, el pensar sólo en sí mismo y desinteresarse de los hermanos necesitados. Estad siempre contentos y llenos de alegría por vuestro servicio, pero no dejéis que nunca sea motivo de presunción que lleva a sentirse mejores que los demás. Por el contrario, vuestra obra de misericordia sea la humilde y elocuente prolongación de Jesucristo que sigue inclinándose y haciéndose cargo de quien sufre. De hecho, el amor «edifica» (1 Co 8,1) y, día tras día, permite a nuestras comunidades ser signo de la comunión fraterna.
Mañana, tendremos la alegría de ver a Madre Teresa proclamada santa. Este testimonio de misericordia de nuestro tiempo se añade a la innumerable lista de hombres y mujeres que han hecho visible con su santidad el amor de Cristo. Imitemos también nosotros su ejemplo, y pidamos ser instrumentos humildes en las manos de Dios para aliviar el sufrimiento del mundo, y dar la alegría y la esperanza de la resurrección.