Por eso, ahora el profeta se dirige directamente a este pueblo con palabras severas para ayudarlo a entender la gravedad de su culpa: «¡Ay, nación pecadora, […] hijos pervertidos! ¡Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto atrás!» (v. 4).
La consecuencia del pecado es un estado de sufrimiento, del cual sufre las consecuencias también el país, devastado y convertido en un desierto, al punto que Sión – es decir, Jerusalén – se hace inhabitable. Donde existe el rechazo a Dios, a su paternidad, no hay más vida posible, la existencia pierde sus raíces, todo aparece pervertido y destruido. Todavía, incluso este momento doloroso está en virtud de la salvación. La es dada para que el pueblo pueda experimentar la amargura de quien abandona a Dios, e luego confrontarse con el vacío desolador de una opción de muerte. El sufrimiento, consecuencia inevitable de una decisión autodestructiva, debe hacer reflexionar al pecador para abrirse a la conversión y al perdón.
Y este es el camino de la misericordia divina: Dios no nos trata según nuestras culpas (Cfr. Sal 103,10). El castigo se convierte en un instrumento para inducir a la reflexión. Se comprende así que Dios perdona a su pueblo, le da la gracia y no destruye todo, pero deja abierta siempre la puerta a la esperanza. La salvación implica la decisión de escuchar y dejarse convertir, pero permanece siempre como un don gratuito. El Señor, pues, en su misericordia, indica un camino que no es aquel de los sacrificios rituales, sino más bien el de la justicia. El culto es criticado no porque sea inútil en sí mismo, sino porque, en vez de expresar la conversión, pretende sustituirla; y se convierte así en búsqueda de la propia justicia, creando falsas convicciones que sean los sacrificios a salvar, no la misericordia divina que perdona el pecado. Para entenderla bien: cuando alguien está enfermo va al médico; cuando uno se siente pecador va al Señor. Pero en vez de ir al médico, va al curandero no sana. Muchas veces preferimos ir por caminos equivocados, buscando una justificación, una justicia, una paz que nos es donada como don del propio Señor si no vamos y lo buscamos a Él. Dios, dice el profeta Isaías, no le agrada la sangre de toros y de corderos (v. 11), sobre todo si la ofrenda es hecha con las manos manchadas por la sangre de los hermanos (v. 15). Pero yo pienso en algunos benefactores de la Iglesia que vienen con sus ofrendas – "Tome para la Iglesia esta ofrenda" – es fruto de la sangre de tanta gente explotada, maltratada, esclavizada con el trabajo mal pagado! Yo diré a esta gente: "Por favor, llévate tu dinero, quémalo". El pueblo de Dios, es decir la Iglesia, no necesita dinero sucio, necesita de corazones abiertos a la misericordia de Dios. Es necesario acercarse a Dios con manos purificadas, evitando el mal y practicando el bien y la justicia. Que bello como termina el profeta: «¡Cesen de hacer el mal – exhorta el profeta – aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!» (vv. 16-17).
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