Miles de nuestros niños han caído en manos de pandilleros, de mafias, de mercaderes de la muerte que lo único que hacen es fagocitar y explotar su necesidad.
A modo de ejemplo, hoy en día 75 millones de niños –debido a las emergencias y crisis prolongadas– han tenido que interrumpir su educación. En 2015, el 68 por ciento de todas las personas objeto de trata sexual en el mundo eran niños. Por otro lado, un tercio de los niños que han tenido que vivir fuera de sus países ha sido por desplazamientos forzosos. Vivimos en un mundo donde casi la mitad de los niños menores de 5 años que mueren ha sido a causa de malnutrición. En el año 2016, se calcula que 150 millones de niños han realizado trabajo infantil viviendo muchos de ellos en condición de esclavitud.
De acuerdo al último informe elaborado por UNICEF, si la situación mundial no se revierte, en 2030 serán 167 millones los niños que vivirán en la extrema pobreza, 69 millones de niños menores de 5 años morirán entre 2016 y 2030, y 60 millones de niños no asistirán a la escuela básica primaria.
Escuchemos el llanto y el gemir de estos niños; escuchemos el llanto y el gemir también de nuestra madre Iglesia, que llora no sólo frente al dolor causado en sus hijos más pequeños, sino también porque conoce el pecado de algunos de sus miembros: el sufrimiento, la historia y el dolor de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes. Pecado que nos avergüenza. Personas que tenían a su cargo el cuidado de esos pequeños han destrozado su dignidad. Esto lo lamentamos profundamente y pedimos perdón. Nos unimos al dolor de las víctimas y a su vez lloramos el pecado. El pecado por lo sucedido, el pecado de omisión de asistencia, el pecado de ocultar y negar, el pecado del abuso de poder.