Para afinar nuestro discernimiento sobre el mundo secularizado, dejémonos inspirar por lo que escribió San Pablo VI en Evangelii nuntiandi, su exhortación apostólica que aún tiene vigencia. Para él, la secularización es «un esfuerzo, en sí mismo justo y legítimo, no incompatible con la fe y la religión» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 55), para descubrir las leyes de la realidad y de la misma vida humana dadas por el Creador. Dios, en efecto, no nos quiere esclavos sino hijos, no quiere decidir en nuestro lugar ni oprimirnos con un poder sagrado en un mundo gobernado por leyes religiosas. No, Él nos ha creado libres y nos pide que seamos personas adultas, personas responsables en la vida y en la sociedad. Otra cosa ―distinguía Pablo VI― es el secularismo, una concepción de vida que separa totalmente del vínculo con el Creador, de modo que se vuelve «superfluo y hasta un obstáculo» y se generan «nuevas formas de ateísmo» sutiles y variadas: «una civilización del consumo, el hedonismo erigido en valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones de todo género» (ibíd.). A nosotros como Iglesia, sobre todo como pastores, del Pueblo de Dios, como consagradas, como consagrados, como seminaristas y como agentes pastorales, nos toca saber hacer estas distinciones, discernir. Si cedemos a la mirada negativa y juzgamos de modo superficial, corremos el riesgo de transmitir un mensaje equivocado, como si detrás de la crítica sobre la secularización estuviera, por parte nuestra, la nostalgia de un mundo sacralizado, de una sociedad de otros tiempos en la que la Iglesia y sus ministros tenían más poder y relevancia social. Esta es una perspectiva equivocada.
En cambio, como advierte un gran estudioso de estos temas, el problema de la secularización, para nosotros cristianos, no debe ser la menor relevancia social de la Iglesia o la pérdida de riquezas materiales y privilegios; más bien, esta nos pide que reflexionemos sobre los cambios de la sociedad, que han influido en el modo en el que las personas piensan y organizan la vida. Si nos detenemos en este aspecto, nos damos cuenta de que no es la fe la que está en crisis, sino ciertas formas y modos con los que la anunciamos. Por eso, la secularización es un desafío para nuestra imaginación pastoral, es «la oportunidad para recomponer la vida espiritual en nuevas formas y también para nuevas maneras de existir» (C. Taylor, A Secular Age, Cambridge 2007, 437). De este modo, mientras la mirada que discierne nos hace ver las dificultades que tenemos en transmitir la alegría de la fe, a la vez nos estimula a volver a encontrar una nueva pasión por la evangelización, a buscar nuevos lenguajes, a cambiar algunas prioridades pastorales, a ir a lo esencial.
Queridos hermanos y hermanas, necesitamos anunciar el Evangelio para dar a los hombres y a las mujeres de hoy la alegría de la fe. Pero este anuncio no se hace principalmente con palabras, sino por medio de un testimonio rebosante de amor gratuito, tal como Dios hace con nosotros. Es un anuncio que pide encarnarse en un estilo de vida personal y eclesial que pueda reavivar el deseo del Señor, infundir esperanza, transmitir confianza y credibilidad. Y sobre esto me permito, en espíritu fraterno, proponerles tres desafíos que ustedes podrán llevar adelante en la oración y en el servicio pastoral.
El primero de los desafíos: dar a conocer a Jesús. En los desiertos espirituales de nuestro tiempo, generados por el secularismo y la indiferencia, es necesario volver al primer anuncio. Lo repito: es necesario volver al primer anuncio. No podemos presumir de comunicar la alegría de la fe presentando aspectos secundarios a quienes todavía no han abrazado al Señor en sus vidas, o bien solo repitiendo ciertas prácticas, o reproduciendo formas pastorales del pasado. Es necesario encontrar nuevos caminos para anunciar el corazón del Evangelio a cuantos todavía no han encontrado a Cristo. Eso presupone una creatividad pastoral para llegar a las personas allá donde viven, no esperando que vengan, descubriendo ocasiones de escucha, de diálogo y de encuentro. Es necesario volver a lo esencial y al entusiasmo de los Hechos de los Apóstoles, a la belleza de sentirnos instrumentos de la fecundidad del Espíritu hoy. Es necesario volver a Galilea. Es la cita de Jesús resucitado, que vayan a Galilea. Permítaseme la palabra, para recomenzar después del fracaso. Volver a Galilea, y cada uno de nosotros tiene su propia Galilea, la del primer anuncio, recuperar esa memoria.