Los Evangelios nos dicen que cuando algunas personas con discapacidad conocieron a Jesús, sus vidas cambiaron profundamente y comenzaron a ser sus testigos. Es el caso, por ejemplo, del ciego de nacimiento que, curado por Jesús, afirmó con valentía delante de todos que era un profeta (cf. Jn 9,17); y muchos otros proclamaron con alegría lo que el Señor había hecho por ellos. Sé que algunos de ustedes viven en condiciones extremadamente frágiles.
Pero me gustaría dirigirme a ustedes -quizá pidiendo, cuando sea necesario, a sus familiares o a las personas más cercanas a ustedes que les lean estas palabras o que les transmitan este llamamiento que hago- y pedirles que recen. El Señor escucha atentamente la oración de los que confían en Él. Que nadie diga: "No sé rezar", porque, como dice el Apóstol, «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, porque como no sabemos orar como conviene, él mismo intercede por nosotros con gemidos inexplicables» (Rm 8,26).
En los Evangelios, de hecho, Jesús escucha a los que se dirigen a Él incluso de forma aparentemente inadecuada, quizá sólo con un gesto (cf. Lc 8,44) o un grito (cf. Mc 10,46). En la oración hay una misión accesible a todos, y me gustaría encomendársela a ustedes de manera especial. No hay nadie tan frágil que no pueda rezar, adorar al Señor, dar gloria a su santo Nombre e interceder por la salvación del mundo. Ante el Todopoderoso todos nos descubrimos iguales.
Queridos hermanos y hermanas, su oración es hoy más urgente que nunca. Santa Teresa de Ávila escribió que «cuando los tiempos son recios, son necesarios amigos fuertes de Dios para sostener a los flojos». La época de la pandemia nos ha mostrado claramente que todos somos vulnerables, «nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos»[6]. La primera forma de hacerlo es rezar.