Reino de Dios inaugurado por Jesucristo, que encontrará su plena realización cuando Él vuelva en su gloria. Su Reino aún no se ha cumplido, pero ya está presente en aquellos que han acogido la salvación. «El Reino de Dios está en nosotros. Aunque todavía sea escatológico, sea el futuro del mundo, de la humanidad, se encuentra al mismo tiempo en nosotros».[1]
La ciudad futura es una «ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (Hb 11,10). Su proyecto prevé una intensa obra de edificación, en la que todos debemos sentirnos comprometidos personalmente. Se trata de un trabajo minucioso de conversión personal y de transformación de la realidad, para que se adapte cada vez más al plan divino. Los dramas de la historia nos recuerdan cuán lejos estamos todavía de alcanzar nuestra meta, la Nueva Jerusalén, «morada de Dios entre los hombres» (Ap 21,3). Pero no por eso debemos desanimarnos. A la luz de lo que hemos aprendido en las tribulaciones de los últimos tiempos, estamos llamados a renovar nuestro compromiso para la construcción de un futuro más acorde con el plan de Dios, de un mundo donde todos podamos vivir dignamente en paz.
«Pero nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia» (2 P 3,13). La justicia es uno de los elementos constitutivos del Reino de Dios. En la búsqueda cotidiana de su voluntad, ésta debe edificarse con paciencia, sacrificio y determinación, para que todos los que tienen hambre y sed de ella sean saciados (cf. Mt 5,6). La justicia del Reino debe entenderse como la realización del orden divino, de su armonioso designio, según el cual, en Cristo muerto y resucitado, toda la creación vuelve a ser "buena" y la humanidad "muy buena" (cf. Gn 1,1-31). Sin embargo, para que reine esta maravillosa armonía, es necesario acoger la salvación de Cristo, su Evangelio de amor, para que se eliminen las desigualdades y las discriminaciones del mundo presente.