La llamada de Dios, como decíamos, incluye el envío. No hay vocación sin misión. Y no hay felicidad y plena realización de uno mismo sin ofrecer a los demás la vida nueva que hemos encontrado. La llamada divina al amor es una experiencia que no se puede callar. «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16), exclamaba San Pablo. Y la Primera Carta de San Juan comienza así: "Lo que hemos oído, visto, contemplado y tocado -es decir, el Verbo hecho carne- se lo anunciamos también a ustedes para que nuestra alegría sea plena" (cf. 1,1-4).
Hace cinco años, en la exhortación apostólica Gaudete et exsultate, me dirigía a cada bautizado y bautizada con estas palabras: «Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión» (n. 23). Sí, porque cada uno de nosotros, sin excluir a nadie, puede decir: «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este mundo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).
La misión común de todos los cristianos es testimoniar con alegría, en toda situación, con actitudes y palabras, lo que experimentamos estando con Jesús y en su comunidad que es la Iglesia. Y se traduce en obras de misericordia material y espiritual, en un estilo de vida abierto a todos y manso, capaz de cercanía, compasión y ternura, que va contracorriente respecto a la cultura del descarte y de la indiferencia. Hacerse prójimo, como el buen samaritano (cf. Lc 10,25-37), permite comprender lo esencial de la vocación cristiana: imitar a Jesucristo, que vino para servir y no para ser servido (cf. Mc 10,45).
Esta acción misionera no nace simplemente de nuestras capacidades, intenciones o proyectos, ni de nuestra voluntad, ni tampoco de nuestro esfuerzo por practicar las virtudes, sino de una profunda experiencia con Jesús. Sólo entonces podemos convertirnos en testigos de Alguien, de una Vida, y esto nos hace "apóstoles". Entonces nos reconocemos como marcados «a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 273).