Una lectura de conjunto más detallada nos aclara algunos aspectos siempre actuales de la misión confiada por Cristo a los discípulos: «Para que sean mis testigos». La forma plural destaca el carácter comunitario-eclesial de la llamada misionera de los discípulos. Todo bautizado está llamado a la misión en la Iglesia y bajo el mandato de Iglesia. La misión por tanto se realiza de manera conjunta, no individualmente, en comunión con la comunidad eclesial y no por propia iniciativa. Y si hay alguno que en una situación muy particular lleva adelante la misión evangelizadora solo, él la realiza y deberá realizarla siempre en comunión con la Iglesia que lo ha enviado. Como enseñaba san Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, documento que aprecio mucho: «Evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial. Cuando el más humilde predicador, catequista o Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia y su gesto se enlaza mediante relaciones institucionales ciertamente, pero también mediante vínculos invisibles y raíces escondidas del orden de la gracia, a la actividad evangelizadora de toda la Iglesia» (n. 60). En efecto, no es casual que el Señor Jesús haya enviado a sus discípulos en misión de dos en dos; el testimonio que los cristianos dan de Cristo tiene un carácter sobre todo comunitario. Por eso la presencia de una comunidad, incluso pequeña, para llevar adelante la misión tiene una importancia esencial.
En segundo lugar, a los discípulos se les pide vivir su vida personal en clave de misión. Jesús los envía al mundo no sólo para realizar la misión, sino también y sobre todo para vivir la misión que se les confía; no sólo para dar testimonio, sino también y sobre todo para ser sus testigos. Como dice el apóstol Pablo con palabras muy conmovedoras: «Siempre y en todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,10). La esencia de la misión es dar testimonio de Cristo, es decir, de su vida, pasión, muerte y resurrección, por amor al Padre y a la humanidad. No es casual que los Apóstoles hayan buscado al sustituto de Judas entre aquellos que, como ellos, fueron "testigos de la resurrección" (cf. Hch 1,22). Es Cristo, Cristo resucitado, a quien debemos testimoniar y cuya vida debemos compartir. Los misioneros de Cristo no son enviados a comunicarse a sí mismos, a mostrar sus cualidades o capacidades persuasivas o sus dotes de gestión, sino que tienen el altísimo honor de ofrecer a Cristo en palabras y acciones, anunciando a todos la Buena Noticia de su salvación con alegría y franqueza, como los primeros apóstoles.
Por eso, en definitiva, el verdadero testigo es el "mártir", aquel que da la vida por Cristo, correspondiendo al don de sí mismo que Él nos hizo. «La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 264).
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