No dejarse confundir por las tempestades. En la lectura del breviario había un buen fragmento sobre el discernimiento espiritual, y decía esto: "Cuando el mar está agitado no se ven los peces, pero cuando el mar está tranquilo, se pueden ver". Nunca podremos hacer un buen discernimiento, ver la verdad, si nuestro corazón está agitado, está impaciente. Nunca.
En nuestras comunidades necesitamos esta paciencia mutua: soportar, es decir, llevar sobre nuestros hombros la vida del hermano o de la hermana, incluso sus debilidades y defectos. Todos. Recordemos esto: el Señor no nos llama a ser solistas, hay muchos en la Iglesia, lo sabemos. No, no nos llama a ser solistas, sino a formar parte de un coro, que a veces desafina, pero que siempre debe intentar cantar unido.
Por último, el tercer "lugar", la paciencia ante el mundo. Simeón y Ana cultivaron en sus corazones la esperanza anunciada por los profetas, aunque tarde en hacerse realidad y crezca lentamente en medio de las infidelidades y las ruinas del mundo. No se lamentaron de todo aquello que no funcionaba, sino que con paciencia esperaron la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la propia comunidad.
Necesitamos esta paciencia para no quedarnos prisioneros de la queja. Algunos son maestros de la queja, son doctores de la queja, son muy buenos en quejarse. No. El lamento aprisiona: "el mundo ya no nos escucha", tantas veces escuchamos esto, "no tenemos más vocaciones", "vivimos tiempos difíciles...". Y así comienza ese dueto de las quejas. A veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia y de nuestros corazones la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato. Ahora o nunca. Y así perdemos esa virtud: la esperanza. Tantos consagrados y consagradas he visto que pierden la esperanza. Simplemente por impaciencia.