Las nuevas generaciones se levantarán como jueces de nuestra derrota si hemos hablado de la paz, pero no la hemos realizado con nuestras acciones entre los pueblos de la tierra. ¿Cómo podemos hablar de paz mientras construimos nuevas y formidables armas de guerra? ¿Cómo podemos hablar de paz mientras justificamos determinadas acciones espurias con discursos de discriminación y de odio?
Estoy convencido de que la paz no es más que un "sonido de palabras" si no se funda en la verdad, si no se construye de acuerdo con la justicia, si no está vivificada y completada por la caridad, y si no se realiza en la libertad (cf. S. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 37).
La construcción de la paz en la verdad y en la justicia significa reconocer que «son muchas y muy grandes las diferencias entre los hombres en ciencia, virtud, inteligencia y bienes materiales» (ibíd., 87), lo cual jamás puede justificar el propósito de imponer a los demás los propios intereses particulares. Por el contrario, todo esto constituye una fuente de mayor responsabilidad y respeto. Asimismo, las comunidades políticas, que legítimamente pueden diferir entre sí en términos de cultura o desarrollo económico, están llamadas a comprometerse a trabajar «por el progreso común», por el bien de todos (ibíd., 88).
De hecho, si realmente queremos construir una sociedad más justa y segura, debemos dejar que las armas caigan de nuestras manos: «No es posible amar con armas ofensivas en las manos» (S. Pablo VI, Discurso a las Naciones Unidas, 4 octubre 1965, 10). Cuando nos entregamos a la lógica de las armas y nos alejamos del ejercicio del diálogo, nos olvidamos trágicamente de que las armas, antes incluso de causar víctimas y ruinas, tienen la capacidad de provocar pesadillas, «exigen enormes gastos, detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil, alteran la psicología de los pueblos» (ibíd.).