Catequesis del Papa Francisco sobre la ayuda de Dios para un buen discernimiento

Catequesis del Papa Francisco sobre la ayuda de Dios para un buen discernimiento
El Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles. Crédito: Vatican Media

En la Audiencia General de este miércoles 21 de diciembre, el Papa Francisco compartió con los fieles 3 ayudas que el Señor pone a nuestro alcance para un buen discernimiento: La palabra de Dios, la relación filial con Jesús y el Espíritu Santo.

A continuación, la catequesis completa del Papa Francisco:

Continuamos -están terminando- las catequesis sobre el discernimiento, y quienes hayan seguido estas catequesis hasta ahora quizá piensen: ¡pero qué práctica tan complicada es el discernimiento! En realidad, es la vida la que es complicada, y si no aprendemos a leerla, por complicada que sea, corremos el riesgo de desperdiciarla, persiguiéndola con expedientes que acaban por degradarnos.

En nuestro primer encuentro vimos que siempre, todos los días, queramos o no, realizamos actos de discernimiento, en lo que comemos, leemos, en el trabajo, en las relaciones, en todo. La vida siempre nos enfrenta a elecciones, y si no las hacemos conscientemente, al final es la vida la que elige por nosotros, llevándonos a donde no queremos ir.

El discernimiento, sin embargo, no se hace solo. Veamos hoy más concretamente algunas ayudas que pueden facilitar este ejercicio de discernimiento, indispensable para la vida espiritual, aunque ya las hayamos encontrado en cierta medida a lo largo de estas catequesis. Pero un resumen nos ayudará mucho.

Una primera ayuda indispensable es la comparación con la Palabra de Dios y la doctrina de la Iglesia. Nos ayudan a leer lo que se mueve en nuestro corazón, aprendiendo a reconocer la voz de Dios y a distinguirla de otras voces, que parecen imponerse a nuestra atención, pero que al final nos dejan confundidos. La Biblia nos advierte de que la voz de Dios resuena en la quietud, en la atención, en el silencio. Pensemos en la experiencia del profeta Elías: el Señor no le habla con viento que rompe las piedras, ni con fuego ni con terremoto, sino que le habla con brisa suave (cf. 1 Re 19,11-12). 

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Es una imagen muy bella que nos hace comprender cómo habla Dios. La voz de Dios no se impone, la voz de Dios es discreta, respetuosa, me atrevería a decir: la voz de Dios es humilde, y por eso mismo es pacificadora. Y sólo en paz podemos entrar en lo más profundo de nosotros mismos y reconocer los auténticos deseos que el Señor ha puesto en nuestro corazón.

Y muchas veces no es fácil entrar en esa paz del corazón, porque estamos ocupados con tantas cosas durante todo el día... Pero, por favor, cálmate un poco, entra en ti mismo. Dos minutos, para. Mira lo que siente tu corazón. Hagámoslo, hermanos, nos ayudará tanto, porque en ese momento de calma oímos enseguida la voz de Dios que nos dice: 'Pero mira, mira con esto, bueno esto que estás haciendo...'. Oigamos en la calma inmediatamente la voz de Dios. Nos está esperando.

Para el creyente, la Palabra de Dios no es simplemente un texto que hay que leer, la Palabra de Dios es una presencia viva, es una obra del Espíritu Santo que consuela, instruye, da luz, fuerza, refresca y da ganas de vivir. Leer la Biblia, leer un trozo, uno o dos trozos de la Biblia, son como pequeños telegramas de Dios que van directos a tu corazón. La Palabra de Dios es un poco -y no exagero- un poco el anticipo del cielo. Y esto lo entendió muy bien un gran santo y pastor, Ambrosio, obispo de Milán, que escribió: "Cuando leo la Divina Escritura, Dios vuelve a caminar por el paraíso terrenal" (Lett., 49.3). Con la Biblia, abrimos la puerta a Dios que camina. Interesante...

Esta relación afectiva con la Biblia, con la Escritura, con el Evangelio, lleva a vivir una relación afectiva con el Señor Jesús: ¡no tengas miedo de esto! El corazón habla al corazón. Muchas veces podemos tener una idea distorsionada de Dios, viéndolo como un juez hosco y duro, dispuesto a pillarnos. Jesús, por el contrario, nos revela a un Dios lleno de compasión y ternura, dispuesto a sacrificarse para salir a nuestro encuentro, como el padre de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32). Una vez, alguien preguntó -no sé si a su madre o a su abuela, me dijeron-: "Pero, ¿qué debo hacer, ahora mismo?". - "Escucha a Dios, Él te dirá lo que tienes que hacer.

Abre tu corazón a Dios": un buen consejo. Recuerdo una vez, en una peregrinación juvenil, que se hace una vez al año al Santuario de Luján, a 70 km de Buenos Aires: se hace todo el día para llegar; yo me confesaba durante la noche. Se acercó un joven de unos 22 años, todo tatuajes. Dios mío", pensé, "¿qué es esto?". Y me dijo: 'Sabes, he venido porque tengo un problema grave y se lo conté a mi madre y mi madre me dijo: 'Ve a la Virgen, haz la peregrinación, y la Virgen te lo dirá'. Y vine. Tuve contacto con la Biblia, aquí, escuché la Palabra de Dios y tocó mi corazón y tengo que hacer esto, esto, esto'. 

La Palabra de Dios toca tu corazón y cambia tu vida. Y así he visto esto, tantas veces. Porque Dios no quiere destruirnos, Dios quiere que seamos más fuertes, mejores cada día. Quien permanece ante el Crucificado siente una paz nueva, aprende a no tener miedo de Dios, porque Jesús en la cruz no asusta a nadie, es la imagen del desamparo total y al mismo tiempo del amor más pleno, capaz de afrontar por nosotros toda prueba. Los santos siempre han tenido predilección por Jesús Crucificado. El relato de la Pasión de Jesús es el camino para afrontar el mal sin dejarse arrollar por él; en él no hay juicio y ni siquiera resignación, porque está atravesado por una luz mayor, la luz de la Pascua, que nos permite ver en aquellos hechos terribles un plan mayor, que ningún impedimento, obstáculo o fracaso puede desbaratar. La Palabra de Dios siempre te hace mirar hacia otro lado: es decir, ahí está la cruz, aquí, es fea, pero hay algo más, una esperanza, una resurrección. La Palabra de Dios te abre todas las puertas, porque Él, el Señor, es la puerta. 

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Toma el Evangelio, toma la Biblia en tu mano: cinco minutos al día, no más. Lleva un Evangelio de bolsillo contigo, en tu bolso, y cuando estés de viaje cógelo y lee un poco, durante el día, un poco, deja que la Palabra de Dios se acerque a tu corazón. Hazlo y verás cómo cambia tu vida con la cercanía de la Palabra de Dios. "Sí, Padre, pero yo estoy acostumbrado a leer las Vidas de los Santos": está bien, está bien, pero no dejes la Palabra de Dios. Lleva contigo el Evangelio y léelo aunque sea un minuto al día.

Es muy bueno pensar en la vida con el Señor como una relación de amistad que crece día a día. ¿Has pensado en ello? ¡Es el camino! Pensamos en Dios que nos ama, que quiere que seamos amigos. La amistad con Dios tiene la capacidad de cambiar el corazón; es uno de los grandes dones del Espíritu Santo, la misericordia, que nos permite reconocer la paternidad de Dios. Tenemos un Padre tierno, un Padre amoroso, un Padre que nos ama, que nos ha amado siempre: cuando experimentamos esto, el corazón se derrite y caen las dudas, los miedos, los sentimientos de indignidad. Nada puede interponerse a este amor del encuentro con el Señor.

Y esto nos recuerda otra gran ayuda, el don del Espíritu Santo, que está presente en nosotros, y que nos instruye, hace viva la Palabra de Dios que leemos, sugiere nuevos significados, abre puertas que parecían cerradas, señala caminos de vida donde parecía haber sólo oscuridad y confusión. Te pregunto: ¿rezas al Espíritu Santo? Pero, ¿quién es este gran Desconocido? Rezamos al Padre, sí, el Padrenuestro, rezamos a Jesús, ¡pero nos olvidamos del Espíritu! Una vez, haciendo catequesis a niños, hice la pregunta: "¿Quién de vosotros sabe quién es el Espíritu Santo?". Y un niño: "¡Sí quiero!" - "¿Y quién es él?" - "El paralítico", me dijo. Había oído "el Paráclito", y pensó que se trataba de un paralítico. 

Y muchas veces -esto me hizo pensar- para nosotros el Espíritu Santo está ahí, como si fuera una Persona que no cuenta. ¡El Espíritu Santo es quien da vida a tu alma! Déjale entrar. Habla con el Espíritu como hablas con el Padre, como hablas con el Hijo: habla con el Espíritu Santo, ¡que no tiene nada de paralítico En Él está la fuerza de la Iglesia, Él es lo que te hace avanzar. El Espíritu Santo es el discernimiento en acción, la presencia de Dios en nosotros, es el don, el mayor don que el Padre concede a quienes lo piden (cf. Lc 11,13). ¿Y cómo lo llama Jesús? "El don": "Quedaos aquí en Jerusalén y esperad el don de Dios", que es el Espíritu Santo. Es interesante llevar la vida en amistad con el Espíritu Santo: Él te cambia, Él te hace crecer.

La Liturgia de las Horas inicia los principales momentos de oración del día con esta invocación: "Oh Dios ven y sálvame, Señor ven pronto en mi ayuda". "¡Señor, ayúdame!", porque solo no puedo seguir, no puedo amar, no puedo vivir... Esta invocación de salvación es la petición irreprimible que brota de lo más profundo de nuestro ser. El discernimiento sirve para reconocer la salvación obrada por el Señor en mi vida, me recuerda que nunca estoy solo, y que si estoy luchando, es porque lo que está en juego es importante. El Espíritu Santo está siempre con nosotros. "Oh, Padre, he hecho algo malo, tengo que confesarme, no puedo hacer nada...". 

Pero, ¿has hecho algo malo? Habla al Espíritu que está contigo y dile: 'Ayúdame, he hecho esta cosa tan mala'. Pero no canceles el diálogo con el Espíritu Santo. "Padre, estoy en pecado mortal": no importa, habla con Él para que te ayude a recibir el perdón. Nunca abandones este diálogo con el Espíritu Santo. Y con esta ayuda, que el Señor nos da, no tenemos por qué temer. ¡Adelante, con valentía y alegría!

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