Nuestra existencia en la tierra es el momento de la iniciación a la vida, es vida, pero que te conduce hacia adelante a una vida más plena, una vida que solo en Dios encuentra su realización. Somos imperfectos desde el principio y seguimos siendo imperfectos hasta el final.
En el cumplimiento de la promesa de Dios, la relación se invierte: el espacio de Dios, que Jesús nos prepara con todo cuidado, es superior al tiempo de nuestra vida mortal. He aquí que la vejez acerca la esperanza de esta realización. La vejez conoce definitivamente el sentido del tiempo y las limitaciones del lugar en el que vivimos nuestra iniciación. La vejez es sabia por esto. Los ancianos son sabios por esto.
Por eso ella es creíble cuando nos invita a alegrarnos del paso del tiempo: no es una amenaza, es una promesa. La vejez es noble, no necesita maquillarse para mostrar la propia nobleza, quizá el maquillaje viene cuando falta nobleza. La vejez es creíble cuando nos invita a alegrarnos del paso del tiempo: pero el tiempo pasa, esto no es una amenaza, es una promesa. La vejez, que redescubre la profundidad de la mirada de fe, no es conservadora por naturaleza, como se dice. El mundo de Dios es un espacio infinito, sobre el que el paso del tiempo ya no tiene ningún peso.
Y fue precisamente en la Última Cena cuando Jesús se proyectó́ hacia esta meta, cuando dijo a sus discípulos: "Desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que lo vuelva a beber con ustedes en el reino de mi Padre" (Mt 26, 29). En nuestra predicación, el Paraíso suele estar justamente lleno de dicha, de luz, de amor. Quizá le falte un poco de vida. Jesús, en las parábolas, hablaba del Reino de Dios añadiéndole más vida. ¿No somos, acaso, capaces de esto? La vida que continúa.