Los ancianos tienen mucho que darnos, son la sabiduría de la vida, tienen mucho que enseñarnos. Por eso debemos enseñar, también a los niños, que vayan y acudan a los abuelos. El diálogo entre los abuelos y los pequeños es fundamental para la sociedad, para la Iglesia y para la sanidad de la vida. Donde no hay diálogo entre jóvenes y ancianos, falta algo y crece una generación sin pasado y sin raíces.
Si la primera lección la dio Jesús, la segunda nos la da la anciana, que "se levantó y se puso a servirles". También como ancianos se puede, es más, se debe servir a la comunidad. Está bien que los ancianos cultiven todavía la responsabilidad de servir, venciendo a la tentación de ponerse a un lado.
El Señor no les descarta, al contrario les dona de nuevo la fuerza para servir. Y me gusta señalar que no hay un énfasis especial en la historia por parte de los evangelistas: es la normalidad del seguimiento, que los discípulos aprenderán, en todo su significado, a lo largo del camino de formación que vivirán en la escuela de Jesús.
Los ancianos que conservan la disposición para la sanación, el consuelo, la intercesión por sus hermanos y hermanas – sean discípulos, sean centuriones, personas molestadas por espíritus malignos, personas descartadas… -, son quizá el testimonio más elevado de pureza de esta gratitud que acompaña la fe. Si los ancianos, en vez de ser descartados y apartados de la escena de los eventos que marcan la vida de la comunidad, fueran puestos en el centro de la atención colectiva, se verían animados a ejercer el valioso ministerio de la gratitud hacia Dios, que no se olvida de nadie.