“La Santísima Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, en donde ella participa ya en la gloria de la resurrección de su Hijo, anticipando la resurrección de todos los miembros de su cuerpo (CEC 974)”. De esta manera recuerda el Catecismo, María asunta ha sido hecha signo viviente de la promesa cumplida, como adelanto y estímulo para quienes esperan en Dios.
Por esta razón Santa María, asunta a los cielos, debe ser siempre celebrada. Creer en que fue elevada de manos de los ángeles al cielo es ya una respuesta a la invitación que Dios hace, desde toda la eternidad, a participar de su vida íntima. Y es que en María toda la grandeza prometida por Dios a la humanidad se ha cumplido. Es necesario, en consecuencia, reparar en la importancia de Nuestra Madre dentro del plan de salvación y acoger su verdad (dogma mariano). La Madre elevada a las alturas, al lado de la Trinidad, permite avizorar la meta a la que aspira el cristiano.
Dios en su infinita benevolencia
“La Inmaculada siempre Virgen María, Madre de Dios, terminado el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Estas líneas pertenecen a la Constitución Apostólica “Munificentissimus Deus” [Benevolísimo Dios], con la que el Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de María el 1 de noviembre de 1950. A partir de entonces, cada 15 de agosto, celebramos la Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María.
La Iglesia Católica ha proclamado cuatro dogmas marianos a lo largo de su historia: María es Madre de Dios (Maternidad Divina), María es siempre Virgen (Virginidad Perpetua), María fue preservada del pecado original (Inmaculada Concepción) y María fue asunta a los cielos (Asunción de María).