17. En muchos contextos, especialmente en los occidentales, se abren nuevos retos para la vida de los presbíteros, relacionados con la movilidad actual y la fragmentación del tejido social. Esto hace que los sacerdotes ya no estén insertados en un contexto cohesionado y creyente que apoyaba su ministerio en tiempos pasados. En consecuencia, están más expuestos a las derivas de la soledad, que apaga el impulso apostólico y puede provocar un triste repliegue sobre sí mismos. También por esto, siguiendo las indicaciones de mis predecesores,[16] espero que en todas las Iglesias locales surja un compromiso renovado para invertir y promover formas posibles de vida en común, de modo que "los presbíteros encuentren mutua ayuda en el cultivo de la vida espiritual e intelectual, puedan cooperar mejor en el ministerio y se libren de los peligros que pueden sobrevenir por la soledad".[17]
18. Por otra parte, hay que recordar que la comunión presbiteral nunca puede determinarse como un aplanamiento de los individuos, de los carismas o de los talentos que el Señor ha derramado en la vida de cada uno. Es importante que, en los presbiterios diocesanos, gracias al discernimiento del obispo, se logre encontrar un punto de equilibrio entre la valorización de estos dones y la custodia de la comunión. La escuela de la sinodalidad, en esta perspectiva, puede ayudar a todos a madurar interiormente la acogida de los diferentes carismas en una síntesis que consolide la comunión del presbiterio, fiel al Evangelio y a las enseñanzas de la Iglesia. En un tiempo de gran fragilidad, todos los ministros ordenados están llamados a vivir la comunión volviendo a lo esencial y acercándose a las personas, para custodiar la esperanza que se hace realidad en el servicio humilde y concreto. En este horizonte, sobre todo el ministerio del diácono permanente, configurado con Cristo Siervo, es signo vivo de un amor que no se queda en la superficie, sino que se inclina, escucha y se entrega. La belleza de una Iglesia formada por presbíteros y diáconos que colaboran, unidos por la misma pasión por el Evangelio y atentos a los más pobres, se convierte en un testimonio luminoso de comunión. Según la palabra de Jesús (cf. Jn 13,34-35), es de esta unidad, arraigada en el amor recíproco, de donde el anuncio cristiano recibe credibilidad y fuerza. Por eso, el ministerio diaconal, especialmente cuando se vive en comunión con la propia familia, es un don que hay que conocer, valorar y apoyar. El servicio, discreto pero esencial, de hombres dedicados a la caridad nos recuerda que la misión no se cumple con grandes gestos, sino unidos por la pasión por el Reino y con la fidelidad cotidiana al Evangelio.
19. Una imagen feliz y elocuente de la fidelidad a la comunión es sin duda la que presenta san Ignacio de Antioquía en la Carta a los Efesios: "También conviene caminar de acuerdo con el pensamiento de vuestro obispo, lo cual vosotros ya hacéis. Vuestro presbiterio, justamente reputado, digno de Dios, está conforme con su obispo como las cuerdas a la cítara. Así en vuestro sinfónico y armonioso amor es Jesucristo quien canta […]. Es, pues, provechoso para vosotros el ser una inseparable unidad, a fin de participar siempre de Dios".[18]
Fidelidad y sinodalidad
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20. Llego a un punto que me interesa especialmente. Al hablar de la identidad de los sacerdotes, el Decreto Presbyterorum ordinis destaca ante todo el vínculo con el sacerdocio y la misión de Jesucristo (cf. n. 2) y señala luego tres coordenadas fundamentales: la relación con el obispo, que encuentra en los presbíteros "colaboradores y consejeros necesarios", con los que mantiene una relación fraterna y amistosa (cf. n. 7); la comunión sacramental y la fraternidad con los demás presbíteros, de modo que juntos contribuyan "a una misma obra" y ejerzan "un único ministerio", trabajando todos "por la misma causa", aunque se ocupen de tareas diferentes (n. 8); la relación con los fieles laicos, entre los cuales los presbíteros, con su tarea específica, son hermanos entre hermanos, compartiendo la misma dignidad bautismal, uniendo "sus esfuerzos a los de los fieles laicos" y aprovechando "su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder reconocer juntos los signos de los tiempos". En lugar de destacar o concentrar todas las tareas en sí mismos, "descubran con el sentido de la fe los multiformes carismas de los seglares, tanto los humildes como los más elevados" (n. 9).
21. En este campo aún queda mucho por hacer. El impulso del proceso sinodal es una fuerte invitación del Espíritu Santo a dar pasos decididos en esta dirección. Por eso reitero mi deseo de "invitar a los sacerdotes […] a abrir de alguna manera su corazón y a participar en estos procesos" [19] que estamos viviendo. En este sentido, la segunda sesión de la XVI Asamblea sinodal, en su Documento final, [20] propuso una conversión de las relaciones y los procesos. Parece fundamental que, en todas las Iglesias particulares, se emprendan iniciativas adecuadas para que los presbíteros puedan familiarizarse con las directrices de este Documento y experimentar la fecundidad de un estilo sinodal de Iglesia.
22. Todo ello requiere un compromiso formativo a todos los niveles, en particular en el ámbito de la formación inicial y permanente de los sacerdotes. En una Iglesia cada vez más sinodal y misionera, el ministerio sacerdotal no pierde nada de su importancia y actualidad, sino que, por el contrario, podrá centrarse más en sus tareas propias y específicas. El desafío de la sinodalidad —que no elimina las diferencias, sino que las valoriza— sigue siendo una de las principales oportunidades para los sacerdotes del futuro. Como recuerda el citado Documento final, "los presbíteros están llamados a vivir su servicio con una actitud de cercanía a las personas, de acogida y de escucha de todos, abriéndose a un estilo sinodal" (n. 72). Para implementar cada vez mejor una eclesiología de comunión, es necesario que el ministerio del presbítero supere el modelo de un liderazgo exclusivo, que determina la centralización de la vida pastoral y la carga de todas las responsabilidades confiadas sólo a él, tendiendo hacia una conducción cada vez más colegiada, en la cooperación entre los presbíteros, los diáconos y todo el Pueblo de Dios, en ese enriquecimiento mutuo que es fruto de la variedad de carismas suscitados por el Espíritu Santo. Como nos recuerda Evangelii gaudium, el sacerdocio ministerial y la configuración con Cristo Esposo no deben llevarnos a identificar la potestad sacramental con el poder, ya que "la configuración del sacerdote con Cristo Cabeza —es decir, como fuente capital de la gracia— no implica una exaltación que lo coloque por encima del resto". [21]
Fidelidad y misión
23. La identidad de los presbíteros se constituye en torno a su ser para y es inseparable de su misión. De hecho, quien "pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su interior quizá no encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo, el óleo se vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda". [22] Como enseñaba san Juan Pablo II, "los presbíteros son, en la Iglesia y para la Iglesia, una representación sacramental de Jesucristo, Cabeza y Pastor, proclaman con autoridad su palabra; renuevan sus gestos de perdón y de ofrecimiento de la salvación, principalmente con el Bautismo, la Penitencia y la Eucaristía; ejercen, hasta el don total de sí mismos, el cuidado amoroso del rebaño, al que congregan en la unidad y conducen al Padre por medio de Cristo en el Espíritu" [23]. Así, la vocación sacerdotal se desarrolla entre las alegrías y las fatigas de un servicio humilde a los hermanos, que el mundo a menudo desconoce, pero del que tiene una profunda sed: encontrar testigos creyentes y creíbles del Amor de Dios, fiel y misericordioso, constituye una vía primordial de evangelización.
24. En nuestro mundo contemporáneo, caracterizado por ritmos acelerados y por la ansiedad de estar hiperconectados, lo que a menudo nos vuelve frenéticos y nos induce al activismo, hay al menos dos tentaciones que se insinúan contra la fidelidad a esta misión. La primera consiste en una mentalidad eficientista según la cual el valor de cada uno se mide por el rendimiento, es decir, por la cantidad de actividades y proyectos realizados. Según esta forma de pensar, lo que haces está por encima de lo que eres, invirtiendo la verdadera jerarquía de la identidad espiritual. La segunda tentación, por el contrario, se califica como una especie de quietismo: asustados por el contexto, nos encerramos en nosotros mismos, rechazando el desafío de la evangelización y adoptando un enfoque perezoso y derrotista. Por el contrario, un ministerio gozoso y apasionado —a pesar de todas las debilidades humanas— puede y debe asumir con ardor la tarea de evangelizar todas las dimensiones de nuestra sociedad, en particular la cultura, la economía y la política, para que todo sea recapitulado en Cristo (cf. Ef 1,10). Para vencer estas dos tentaciones y vivir un ministerio gozoso y fecundo, cada sacerdote debe permanecer fiel a la misión que ha recibido, es decir, al don de la gracia transmitido por el obispo durante la Ordenación sacerdotal. La fidelidad a la misión significa asumir el paradigma que nos entregó san Juan Pablo II cuando recordó a todos que la caridad pastoral es el principio que unifica la vida del sacerdote. [24] Es precisamente manteniendo vivo el fuego de la caridad pastoral, es decir, el amor del Buen Pastor, como cada sacerdote puede encontrar el equilibrio en la vida cotidiana y saber discernir lo que es beneficioso y lo que es proprium del ministerio, según las indicaciones de la Iglesia.