5 de diciembre de 2025 Donar
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TEXTO COMPLETO: Homilía del Papa León XIV en la Misa en Beirut

El Papa lee su homilía en la Misa de este 2 de diciembre en Beirut/ Crédito: Captura de pantalla/Vatican Media

El Papa León XIV se despidió del pueblo libanés con una profunda homilía cargada de esperanza, en la que les recordó que siempre existen motivos para dar gracias al Señor. 

A continuación, la homilía del Santo Padre en el Beirut Waterfront este 2 de diciembre, su última cita antes de regresar a Roma:

Queridos hermanos y hermanas: 

Al finalizar estos días intensos, que hemos compartido con alegría, celebramos nuestra acción  de gracias al Señor por tantos dones recibidos de su bondad, por el modo en que se hace presente  entre nosotros, por su Palabra que se nos ofrece en abundancia y por lo que nos ha permitido vivir  juntos.  

También Jesús, como acabamos de escuchar en el Evangelio, tiene palabras de gratitud para  el Padre y, dirigiéndose a Él, reza diciendo: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra” (Lc 10,21). Sin embargo, la dimensión de la alabanza no siempre encuentra espacio dentro de nosotros. A  veces, agobiados por las fatigas de la vida, preocupados por los numerosos problemas que nos rodean,  paralizados por la impotencia ante el mal y oprimidos por tantas situaciones difíciles, nos sentimos  más inclinados a la resignación y a la queja que al asombro del corazón y al agradecimiento. 

La invitación a cultivar siempre actitudes de alabanza y gratitud la dirijo precisamente a  ustedes, querido pueblo libanés. A ustedes, que son destinatarios de una belleza singular con la que  el Señor ha adornado su tierra y que, al mismo tiempo, son espectadores y víctimas de cómo el mal,  en sus múltiples formas, puede empañar esta maravilla. 

Desde esta explanada que se asoma al mar, también yo puedo contemplar la belleza del Líbano  cantada por la Escritura. El Señor ha plantado aquí sus altos cedros, los ha alimentado y saciado (cf.  Sal 104,16), ha perfumado las vestiduras de la esposa del Cantar de los Cantares con el aroma de esta  tierra (cf. Ct 4,11) y, en Jerusalén, ciudad santa revestida de luz por la venida del Mesías, anuncia: “Hasta ti llegará la gloria del Líbano, con el ciprés, el olmo y el abeto, para glorificar el lugar de mi  Santuario, para honrar el lugar donde se posan mis pies” (Is 60,13). 

Al mismo tiempo, sin embargo, esa belleza se ve oscurecida por la pobreza y el sufrimiento,  por las heridas que han marcado su historia —acabo de rezar en el lugar de la explosión, en el puerto— ; se ve oscurecida por los numerosos problemas que los afligen, por un contexto político frágil y a  menudo inestable, por la dramática crisis económica que les oprime, por la violencia y los conflictos  que han despertado antiguos temores. 

En un escenario de este tipo, la gratitud cede fácilmente paso al desencanto, el canto de  alabanza no encuentra espacio en la desolación del corazón, la fuente de la esperanza se seca por la  incertidumbre y la desorientación. 

Sin embargo, la Palabra del Señor nos invita a encontrar las pequeñas luces que brillan en lo  hondo de la noche, tanto para abrirnos a la gratitud como para estimularnos al compromiso común en  favor de esta tierra. 

Como hemos escuchado, el motivo del agradecimiento de Jesús al Padre no es por obras  extraordinarias, sino porque revela su grandeza precisamente a los pequeños y humildes, a aquellos  que no llaman la atención, que parecen contar poco o nada, que no tienen voz. De hecho, el Reino que Jesús viene a inaugurar tiene precisamente esta característica de la que nos habló el profeta Isaías: es un brote, un pequeño retoño que surge de un tronco (cf. Is 11,1), una pequeña esperanza que  promete el renacimiento cuando todo parece morir. Así se anuncia al Mesías y, al venir en la pequeñez de un brote, sólo puede ser reconocido por los pequeños, por aquellos que sin grandes pretensiones saben percibir los detalles ocultos, las huellas de Dios en una historia aparentemente perdida. 

Es también una indicación para nosotros, para que tengamos ojos que sepan reconocer la  pequeñez del retoño que surge y crece incluso en medio de una historia dolorosa. Pequeñas luces que  brillan en la noche, pequeños brotes que despuntan, pequeñas semillas plantadas en el árido jardín de  este tiempo histórico, también nosotros podemos verlos, aquí y también ahora. 

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Pienso en su fe sencilla y genuina, arraigada en sus familias y alimentada por las escuelas cristianas; en el trabajo constante de las parroquias, las congregaciones y los movimientos para responder a las preguntas y necesidades  de la gente; me vienen a la mente los numerosos sacerdotes y religiosos que se dedican a su misión en medio de múltiples dificultades; así como también los laicos, comprometidos en el campo de la  caridad y en la promoción del Evangelio en la sociedad. 

Por estas luces que con esfuerzo tratan de  iluminar la oscuridad de la noche, por estos brotes pequeños e invisibles que, sin embargo, abren la  esperanza en el futuro, hoy debemos decir como Jesús: “¡Te alabamos, Padre!”. Te damos gracias  porque estás con nosotros y no nos dejas vacilar. 

Al mismo tiempo, esta gratitud no debe quedarse en un consuelo íntimo e ilusorio. Debe  llevarnos a la transformación del corazón, a la conversión de la vida, a considerar que es precisamente  en la luz de la fe, en la promesa de la esperanza y en la alegría de la caridad donde Dios ha pensado nuestra vida. Y, por eso, todos estamos llamados a cultivar estos brotes, a no desanimarnos, a no ceder a la lógica de la violencia ni a la idolatría del dinero, a no resignarnos ante el mal que se extiende.

Cada uno debe poner de su parte y todos debemos unir nuestros esfuerzos para que esta tierra  pueda recuperar su esplendor. Y sólo hay una forma de hacerlo: desarmemos nuestros corazones,  dejemos caer las armaduras de nuestras cerrazones étnicas y políticas, abramos nuestras confesiones  religiosas al encuentro mutuo, despertemos en lo más profundo de nuestro ser el sueño de un Líbano unido, donde triunfen la paz y la justicia, donde todos puedan reconocerse hermanos y hermanas y donde, finalmente, se pueda realizar lo que nos describe el profeta Isaías: “El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos” (Is 11,6).  

Este es el sueño que se les ha confiado, es lo que el Dios de la paz pone en sus manos: ¡Líbano,  levántate! ¡Sé morada de justicia y de fraternidad! ¡Sé profecía de paz para todo el Levante!  Hermanos y hermanas, yo también quiero decir, repitiendo las palabras de Jesús: “Te alabo,  Padre”. Elevo mi acción de gracias al Señor por haber compartido estos días con ustedes, mientras  llevo en mi corazón sus sufrimientos y sus esperanzas. Rezo por ustedes, para que esta tierra del  Levante esté siempre iluminada por la fe en Jesucristo, sol de justicia, y, gracias a Él, conserve la  esperanza que no declina. 

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