Por último, me gustaría esbozar una tercera característica de los constructores de paz. Se atreven a quedarse, incluso cuando ello supone un sacrificio. Hay momentos en los que es más fácil huir o, simplemente, resulta más conveniente irse a otro lugar. Se necesita mucho valor y visión de futuro para quedarse o volver al propio país, considerando dignas de amor y dedicación incluso condiciones bastante difíciles.
Sabemos que la incertidumbre, la violencia, la pobreza y muchas otras amenazas producen aquí, como en otros lugares del mundo, una hemorragia de jóvenes y familias que buscan un futuro en otros lugares, a pesar del gran dolor que representa dejar su patria. Sin duda, hay que reconocer que muchos de los libaneses dispersos por el mundo aportan cosas muy positivas a todos ustedes.
Sin embargo, no debemos olvidar que permanecer en la patria y colaborar día a día al desarrollo de la civilización del amor y de la paz sigue siendo algo muy loable. La Iglesia, de hecho, no sólo se preocupa por la dignidad de quienes se trasladan a países distintos del suyo, sino que desea que nadie se vea obligado a partir y que quien lo desee pueda regresar en condiciones de seguridad.
La movilidad humana, de hecho, representa una inmensa oportunidad de encuentro y enriquecimiento mutuo, pero no borra el vínculo especial que une a cada uno con determinados lugares, a los que debe su identidad de una manera totalmente peculiar. Y la paz siempre crece en un contexto vital concreto, hecho de vínculos geográficos, históricos y espirituales. Es necesario alentar a quienes los favorecen y se nutren de ellos, sin ceder al localismo y al nacionalismo.
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En la encíclica Fratelli tutti, el Papa Francisco indicaba este camino: «Hay que mirar lo global, que nos rescata de la mezquindad casera. Cuando la casa ya no es hogar, sino que es encierro, calabozo, lo global nos va rescatando porque es como la causa final que nos atrae hacia la plenitud.
Simultáneamente, hay que asumir con cordialidad lo local, porque tiene algo que lo global no posee: ser levadura, enriquecer, poner en marcha mecanismos de subsidiaridad. Por lo tanto, la fraternidad universal y la amistad social dentro de cada sociedad son dos polos inseparables y coesenciales» (n. 142).
Este es un reto no sólo para el Líbano, sino para todo el Levante: ¿qué hacer para que sobre todo los jóvenes no se sientan obligados a abandonar su tierra y emigrar? ¿Cómo motivarlos a no buscar la paz en otros lugares, sino a encontrar garantías y convertirse en protagonistas de la misma en su tierra natal?
En este sentido, cristianos y musulmanes, junto con todos los sectores religiosos y civiles de la sociedad libanesa, están llamados a hacer su propia aportación y a asumir el compromiso de sensibilizar a la comunidad internacional al respecto.
En este contexto, me gustaría subrayar el papel imprescindible de las mujeres en el arduo y paciente compromiso de custodiar y construir la paz. No olvidemos que las mujeres tienen una capacidad específica para trabajar por la paz, porque saben custodiar y desarrollar vínculos profundos con la vida, con las personas y con los lugares.
Su participación en la vida social y política, así como en la de sus propias comunidades religiosas, al igual que la fuerza que proviene de los jóvenes, representa en todo el mundo un factor de verdadera renovación. Bienaventuradas, pues, las mujeres que trabajan por la paz y bienaventurados los jóvenes que permanecen o regresan, para que el Líbano siga siendo una tierra llena de vida.