En todo esto, también para nosotros hay una invitación a renovar en la fe la fuerza de nuestro testimonio. San Juan Crisóstomo, gran pastor de esta Iglesia, hablaba del encanto de la santidad como un signo más elocuente que muchos milagros. Decía que “el prodigio fue y pasó, pero la vida cristiana permanece y edifica continuamente” (cf. Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, 43, 5), y concluía: “Vigilemos, pues, sobre nosotros mismos, para beneficiar también a los demás” (cf. ibíd.). Queridos hermanos, si realmente queremos ayudar a las personas con las que nos encontramos, vigilemos sobre nosotros mismos, como nos recomienda el Evangelio (cf. Mt 24,42); cultivemos nuestra fe con la oración y los sacramentos, vivámosla coherentemente en la caridad, desechemos —como nos ha dicho san Pablo en la segunda lectura— las obras de las tinieblas y vistámonos con la armadura de la luz (cf. Rm 13,12). El Señor, a quien aguardamos glorioso al final de los tiempos, viene cada día a llamar a nuestra puerta. Estemos preparados (cf. Mt 24,44) con el compromiso sincero de una vida buena, como nos enseñan los numerosos modelos de santidad de los que es rica la historia de esta tierra.
La segunda imagen que nos transmite el profeta Isaías es la de un mundo en el que reina la paz. Él lo describe así: «con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra» (Is 2,4). ¡Con qué urgencia percibimos hoy esta llamada! ¡Cuánta necesidad de paz, de unidad y de reconciliación hay a nuestro alrededor, y también en nosotros y entre nosotros! ¿Cómo podemos contribuir a responder a esta exigencia?
Para comprenderlo, nos ayudamos del “logotipo” de este viaje, en el que uno de los símbolos elegidos es el puente. Puede hacernos pensar también en el famoso gran viaducto que, en esta ciudad, cruzando el Estrecho del Bósforo, une dos continentes: Asia y Europa. Con el tiempo, se han añadido otros dos pasos, de modo que actualmente hay tres puntos de unión entre las dos orillas. Tres grandes estructuras de comunicación, intercambio y encuentro; imponentes a la vista, pero tan pequeñas y frágiles si se comparan con los inmensos territorios que conectan.
Su triple extensión a través del Estrecho nos hace pensar en la importancia de nuestros esfuerzos comunes por la unidad en tres niveles: dentro de la comunidad, en las relaciones ecuménicas con los miembros de otras confesiones cristianas y en el encuentro con los hermanos y hermanas que pertenecen a otras religiones. Cuidar estos tres puentes, reforzándolos y ampliándolos de todas las formas posibles, forma parte de nuestra vocación de ser una ciudad construida sobre la montaña (cf. Mt 5,14-16).
Ante todo, como decía, dentro de esta Iglesia están presentes cuatro tradiciones litúrgicas diferentes —la latina, la armenia, la caldea y la siríaca—, cada una de las cuales aporta su propia riqueza espiritual, histórica y de experiencia eclesial. Compartir estas diferencias puede mostrar de manera eminente uno de los rasgos más bellos del rostro de la Esposa de Cristo: el de la catolicidad que une. La unidad que se consolida en torno al altar es un don de Dios y, como tal, es fuerte e invencible, porque es obra de su gracia.
Al mismo tiempo, sin embargo, su realización en la historia está confiada a nosotros, a nuestros esfuerzos. Por eso, como los puentes sobre el Bósforo, necesita cuidado, atención, “mantenimiento”, para que el tiempo y las vicisitudes no debiliten sus estructuras y para que sus cimientos permanezcan sólidos. Con la mirada puesta en el monte de la promesa, imagen de la Jerusalén celestial, que es nuestra meta y madre (cf. Ga 4,26), pongamos entonces todo nuestro empeño en favorecer y fortalecer los lazos que nos unen, para enriquecernos mutuamente y ser, ante el mundo, un signo creíble del amor universal e infinito del Señor.