Deseo asegurarles que también los cristianos, que son y se sienten parte de la identidad turca, tan apreciada por san Juan XXIII, a quien ustedes recuerdan como el “Papa turco” por la profunda amistad que siempre lo unió a su pueblo, quieren contribuir positivamente a la unidad de su país. Él, que fue Administrador del Vicariato Latino de Estambul y Delegado Apostólico en Türkiye y Grecia desde 1935 hasta 1945, se esforzó intensamente para que los católicos no se alejaran de la construcción de su nueva República. «He aquí —escribía en aquellos años— que nosotros, los católicos latinos de Estambul y los católicos de otros ritos: armenio, griego, caldeo, sirio, etc., somos aquí una modesta minoría que vive en la superficie de un vasto mundo con el que sólo tenemos relaciones superficiales. Nos gusta distinguirnos de quienes no profesan nuestra fe: hermanos ortodoxos, protestantes, israelitas, musulmanes, creyentes o no creyentes de otras religiones [...]. Parece lógico que cada uno se ocupe de sí mismo, de su tradición familiar y nacional, manteniéndose dentro del círculo limitado de su propia comunidad. [...] Mis queridos hermanos e hijos: debo decirles que, a la luz del Evangelio y del principio católico, esta es una lógica falsa».1 Desde entonces, sin duda, se han dado grandes pasos adelante en el seno de la Iglesia y en su sociedad, pero esas palabras siguen irradiando mucha luz y continúan inspirando una lógica evangélica y más verdadera, que el Papa Francisco ha definido como “cultura del encuentro”.
Desde el corazón del Mediterráneo, de hecho, mi venerado predecesor se opuso a la “globalización de la indiferencia” con la invitación a sentir el dolor ajeno, a escuchar el grito de los pobres y de la tierra, inspirando así una acción compasiva, reflejo del único Dios, que es clemente y misericordioso, «lento para enojarse y de gran misericordia» (Sal 103,8). La imagen del gran puente también ayuda en este sentido. Dios, al revelarse, estableció un puente entre el cielo y la tierra; lo hizo para que nuestro corazón cambiara, haciéndose semejante al suyo. Es un puente colgante, grandioso, que casi desafía las leyes de la física: así es el amor, que, además de la dimensión íntima y privada, posee también una dimensión visible y pública.
La justicia y la misericordia desafían la ley de la fuerza y se atreven a pedir que la compasión y la solidaridad sean consideradas criterios de desarrollo. Por eso, en una sociedad como la turca, donde la religión tiene un papel visible, es fundamental honrar la dignidad y la libertad de todos los hijos de Dios: hombres y mujeres, compatriotas y extranjeros, pobres y ricos. Todos somos hijos de Dios y esto tiene consecuencias personales, sociales y políticas. Quien tiene un corazón dócil a la voluntad de Dios siempre promoverá el bien común y el respeto por todos. En la actualidad, esto supone un gran desafío, que debe remodelar las políticas locales y las relaciones internacionales, especialmente ante una evolución tecnológica que, de otro modo, podría acentuar las injusticias, en lugar de contribuir a disiparlas. De hecho, incluso las inteligencias artificiales reproducen nuestras preferencias y aceleran los procesos que, a fin de cuentas, no son las máquinas, sino la humanidad quien los ha emprendido. Trabajemos juntos, pues, para modificar la trayectoria del desarrollo y para reparar los daños ya infligidos a la unidad de la familia humana.
Señoras y señores, he hablado de “familia humana”. Se trata de una metáfora que nos invita a establecer un vínculo —una vez más, un puente— entre los destinos de todos y la experiencia de cada uno. Para cada uno de nosotros, de hecho, la familia ha sido el primer núcleo de la vida social, en el que hacemos experiencia de que sin el otro no hay “yo”. Más que en otros países, la familia conserva una gran importancia en la cultura turca y no faltan iniciativas para apoyar su centralidad. En su seno, de hecho, maduran actitudes esenciales para la convivencia civil y una primera y fundamental sensibilidad hacia el bien común. Ciertamente, cada familia puede también cerrarse en sí misma, cultivar enemistades o impedir que alguno de sus miembros se exprese, hasta el punto de obstaculizar el desarrollo de sus talentos. Sin embargo, no es desde una cultura individualista, ni desde el desprecio del matrimonio y la fecundidad, desde donde las personas pueden obtener mayores oportunidades de vida y felicidad.
A este engaño de las economías consumistas, en las que la soledad se convierte en negocio, conviene responder con una cultura que valore los afectos y los vínculos. Sólo juntos nos convertimos auténticamente en nosotros mismos. Sólo en el amor se profundiza nuestra interioridad y se fortalece nuestra identidad. Quien desprecia los vínculos fundamentales y no aprende a soportar incluso sus límites y fragilidades, se vuelve más fácilmente intolerante e incapaz de interactuar con un mundo complejo. De hecho, en la vida familiar emergen de modo muy específico el valor del amor conyugal y la aportación femenina. Las mujeres en particular, también a través del estudio y la participación activa en la vida profesional, cultural y política, se ponen cada vez más al servicio del país y de la influencia positiva del mismo en el panorama internacional. Por lo tanto, hay que apreciar mucho las importantes iniciativas en este sentido, en apoyo de la familia y de la contribución femenina al pleno florecimiento de la vida social.
Señor Presidente, que Türkiye sea un factor de estabilidad y acercamiento entre los pueblos, al servicio de una paz justa y duradera. La visita a Türkiye de cuatro Papas —san Pablo VI en 1967, san Juan Pablo II en 1979, Benedicto XVI en 2006 y Francisco en 2014— atestigua que la Santa Sede no sólo mantiene buenas relaciones con la República de Türkiye, sino que desea cooperar en la construcción de un mundo mejor con la aportación de este país, que constituye un puente entre Oriente y Occidente, entre Asia y Europa, y una encrucijada de culturas y religiones. La ocasión misma de este viaje, el 1700 aniversario del Concilio de Nicea, nos habla de encuentro y diálogo, al igual que el hecho de que los ocho primeros concilios ecuménicos se celebraran en las tierras de la actual Türkiye.