En los cerros de la ciudad chilena de Viña del Mar aún son perceptibles las cicatrices del incendio que en febrero del 2024 dejó 136 fallecidos. “Los bomberos corrían impotentes de un lado a otro. Había mucho viento y los focos de fuego se crearon como una trampa de ratones”, recuerda Andrés Fernando Murillo que vivía junto a su mujer y sus hijos pequeños en el asentamiento llamado Naciones Unidas, lugar habitado mayoritariamente por inmigrantes de distintos países.
Su familia logró escapar de la voracidad del fuego. “Salimos sin ropa, sin nada. Los niños gritaban”, recuerda Murillo, ecuatoriano que se vio obligado a salir de su país por la falta de oportunidades.
Esa noche durmieron a la intemperie, todavía paralizados por el pánico. Sin embargo, lo más duro llegó al amanecer, cuando descubrieron que “se había acabado todo”. Su pequeño taller de pintura automotriz —la única fuente de ingresos de la familia— también había sido devorado por las llamas. “Perdí en un momento el sacrificio de muchos años y, con él, todos mis sueños”, afirma en conversación con ACI Prensa, con la mirada aún enrojecida por las lágrimas.
Un escalofrío recorre su cuerpo cuando recuerda escenas dantescas, como la de los vecinos que “murieron tratando de huir en coche o cuidando de su casa”, explica. “Fue un siniestro muy grande.
Ha pasado año y medio de aquel mega incendio que devastó Viña del Mar, Quilpué y Villa Alemana y que puso en evidencia que la comunidad inmigrante es la más vulnerable ante este tipo de tragedias. El fuego arrasó también la documentación de muchas familias que quedaron sin posibilidad de acceder a ayudas formales.