El Papa León XIV celebró este domingo una Misa desde la Basílica de San Juan de Letrán con motivo de la Solemnidad de la Dedicación de este templo, la catedral del Obispo de Roma, que se considera “madre de todas las Iglesias”. Lea aquí el texto completo:
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy celebramos la Solemnidad de la Dedicación de la Basílica de Letrán ―de esta Basílica, catedral de Roma―, que tuvo lugar en el siglo IV, obra del Papa Silvestre I. La construcción se llevó a cabo por voluntad del emperador Constantino, después de que, en el año 313, concediera a los cristianos la libertad de profesar su fe y practicar el culto.
Recordamos este acontecimiento hasta el día de hoy: ¿por qué? Sin duda, para recordar con alegría y gratitud un hecho histórico muy importante para la vida de la Iglesia, pero no sólo eso. De hecho, esta Basílica ―Madre de todas las Iglesias―, es mucho más que un monumento y una memoria histórica, es «signo de la Iglesia viva, edificada con piedras escogidas y preciosas en Cristo Jesús, piedra angular (cf.1 P 2,4-5)» (Conf. Ep. Italiana, Premisas al Rito para la Bendición de los óleos y dedicación de iglesias y altares) y como tal nos recuerda que también nosotros «en este mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P 2,5)» (Const. dogm. Lumen gentium, 6). Por esta razón, como lo notaba san Pablo VI, en la comunidad cristiana ha surgido desde muy temprano la costumbre de aplicar el «nombre de Iglesia, que significa la asamblea de los fieles, al templo que los acoge» (Ángelus, 9 noviembre 1969). Es la comunidad eclesial, «la Iglesia, sociedad de creyentes, [que] atestigua en Letrán su estructura exterior más sólida y evidente» (ibíd.). Por lo tanto, con la ayuda de la Palabra de Dios, reflexionemos, mirando este edificio, sobre nuestro ser Iglesia.
En primer lugar, podríamos pensar en sus cimientos. Su importancia es evidente, hasta tal punto que, en cierto modo, resulta inquietante. Si quienes la construyeron no hubieran excavado en profundidad hasta encontrar una base lo suficientemente sólida sobre la que erigir todo lo demás, toda la construcción se habría derrumbado hace tiempo o correría el riesgo de derrumbarse en cualquier momento, por lo que nosotros, al estar aquí, también estaríamos en un grave peligro. Por suerte, quienes nos precedieron dotaron a nuestra catedral de cimientos sólidos, excavando en profundidad, con esfuerzo, antes de empezar a levantar los muros que nos acogen, y esto nos hace sentir hoy mucho más tranquilos.
Pero asimismo nos ayuda a reflexionar. De hecho, también nosotros, obreros de la Iglesia viva, antes de poder erigir estructuras imponentes, debemos excavar en nosotros mismos y a nuestro alrededor para eliminar todo material inestable que pueda impedirnos llegar a la roca desnuda de Cristo (cf. Mt 7,24-27). San Pablo nos lo dice explícitamente en la segunda lectura, cuando afirma que «el único cimiento válido es Jesucristo y nadie puede poner otro distinto» (3,11). Y esto significa volver constantemente a Él y a su Evangelio, dóciles a la acción del Espíritu Santo. De lo contrario, correríamos el riesgo de sobrecargar con estructuras pesadas un edificio con cimientos débiles.