Una tierra sin fe estaría poblada de hijos que viven sin Padre, es decir, de criaturas sin salvación. Es por eso que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, se pregunta por la fe: si desapareciese del mundo, ¿qué ocurriría? El cielo y la tierra quedarían como están, pero nuestro corazón carecería de esperanza; la libertad de todos sería derrotada por la muerte; nuestro deseo de vida se precipitaría en la nada. Sin fe en Dios, no podemos esperar en la salvación. La pregunta de Jesús nos inquieta, sí, pero sólo si olvidamos que es Él mismo quien la pronuncia.
Las palabras del Señor, en efecto, son siempre evangelio, es decir, anuncio gozoso de salvación. Esta salvación es el don de la vida eterna que recibimos del Padre, mediante el Hijo, con la fuerza del Espíritu Santo.
Queridos hermanos y hermanas, precisamente por esto Cristo habla a sus discípulos de la necesidad de "orar siempre sin desanimarse" (Lc 18,1). Así como no nos cansamos de respirar, del mismo modo no nos cansemos de orar. Como la respiración sostiene la vida del cuerpo, así la oración sostiene la vida del alma. La fe, ciertamente, se expresa en la oración y la oración auténtica vive de la fe.
Jesús nos indica este vínculo con una parábola. Un juez permanece sordo ante las persistentes peticiones de una viuda, cuya insistencia lo lleva, finalmente, a actuar. A primera vista, esa tenacidad se nos presenta como un gran ejemplo de esperanza, especialmente en el tiempo de la prueba y la tribulación. La perseverancia de la mujer y el comportamiento del juez, que actúa de mala gana, preparan una pregunta provocadora de Jesús. Dios, el Padre bueno, "¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche?" (Lc 18,7).
Hagamos resonar estas palabras en nuestra conciencia. El Señor nos está preguntando si creemos que Dios es juez justo para todos. El Hijo nos pregunta si creemos que el Padre quiere siempre nuestro bien y la salvación de cada persona. A este propósito, dos tentaciones ponen a prueba nuestra fe. La primera toma fuerza en el escándalo del mal, llevándonos a pensar que Dios no escucha el llanto de los oprimidos ni tiene piedad del dolor inocente. La segunda tentación es la pretensión de que Dios deba actuar como queremos nosotros. Entonces, la oración deja de ser tal para convertirse en una orden, con la cual enseñamos a Dios cómo ser justo y eficaz.
Jesús, testigo perfecto de la confianza filial, nos libra de ambas tentaciones. Él es el inocente, que sobre todo durante su pasión reza así: “Padre, hágase tu voluntad” (cf. Lc 22,42). Son las mismas palabras que el Maestro nos entrega en la oración del Padrenuestro. Pase lo que pase, Jesús se confía como Hijo al Padre; por eso nosotros, como hermanos y hermanas en su nombre, proclamamos: "En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado" (Misal Romano, Plegaria eucarística II, Prefacio).