Las tensiones entre el gobierno de México y la Iglesia Católica se remontan a mediados del siglo XIX, especialmente con la promulgación de las llamadas Leyes de Reforma, que retiraron propiedades a la Iglesia. El conflicto se exacerbó con la aprobación de la Constitución de 1917, que desconocía derechos de la Iglesia, incluyendo su personalidad jurídica.
Pero fue durante la década de 1920, con el gobierno de Plutarco Elías Calles —en especial con la legislación hoy conocida como “Ley Calles”— que la persecución contra los católicos en México llegó a su punto más grave. En medio de la represión gubernamental a la vida de fe, los obispos mexicanos suspendieron el culto el 31 de julio de 1926.
Fieles católicos de forma espontánea se levantaron en armas contra el gobierno para defender la libertad de culto, en lo que se conoce como la Guerra Cristera o Cristiada. Estos fieles llegaron a ser conocidos como “cristeros” porque, por su amor a Cristo Rey, solían gritar “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!” al ser fusilados por los soldados mexicanos.
Pero la persecución del gobierno no se limitó a los fieles que combatían, sino que alcanzó a sacerdotes y laicos católicos que, sin empuñar las armas, vivían su fe de forma clandestina.
Entre ellos se encontraban San Cristóbal Magallanes y sus 24 compañeros mártires.
La Guerra Cristera concluyó oficialmente en junio de 1929, aunque la persecución gubernamental continuó por varios años más. No sería hasta una reforma constitucional en 1992 que México reconocería la personalidad jurídica de la Iglesia Católica y se restablecerían oficialmente las relaciones entre Iglesia y Estado.