Católicos hispanos y el experimento estadounidense

Robert Royal

Me encontré con un ávido lector de TCT la semana pasada en Washington en un evento patrocinado por La Cuestión Católica (TCT- The Catholi Thing) y otros para la obra del Cardenal George, God in Action (Dios en acción, descrita por Brad Miner en inglés aquí http://www.thecatholicthing.org/columns/2011/their-proper-end.html.

Luego de haber reunido una gran experiencia en América Latina y con católicos hispanos aquí, creo que la Iglesia en Estados Unidos puede aprender mucho de ambos. Sin duda lo haremos, en las décadas por venir, lo queramos o no, dado que la Iglesia en Estados Unidos estará formada en el futuro por un 50 por ciento de hispanos.

Hay múltiples lecciones por aprender de los hispanos, pero tienen que ser las correctas, no la acrítica o políticamente correcta idealización de un creciente grupo inmigrante. Hay mucho de bueno en el catolicismo hispano y también mucho que necesita ser complementado por otras tradiciones católicas.

Para comenzar, la vasta mayoría de católicos hispanos aún participa en formas comunitarias de catolicismo, una forma de ser católico enraizada en la continuidad con el pasado y la vida de la parroquia local. En términos académicos, su catolicismo es menos linear y racionalista, está más basado en la historia interpersonal.

Esto no es para nada lo mismo que vimos en la década de los ‘60s. La comunidad, historia e inmediatez hablaban en Estados Unidos y en otros países desarrollados, luego vinieron de cualquier lado y estaban largamente al servicio de élites radicales que luchaban contra al individualismo, la ideología y la alienación.

Lejos de resolver estas dificultades, el “utopianismo” católico de los ‘60s empeoró las cosas destruyendo la comunidad existente para perseguir experimentos que fracasaron.
El catolicismo hispano, cuando no ha sido corrompido por movimientos de identidad de campus y por la política étnica, sigue estando benditamente libre de todo eso.
Como sucedió con otros inmigrantes católicos, tendrá que encontrar un modus vivendi con maneras norteamericanas y con los desafíos de vivir en una nación hiper-moderna. Pero si el proceso avanza bien, eso será algo bueno para los hispanos, y también para Estados Unidos mismo.

El sentido hispano de comunidad se refleja en las más profundas renovaciones teológicas del siglo XX: el reconocimiento de la realidad del Pueblo de Dios como parte del Cuerpo Místico de Cristo. Estas frases son repetidas tan frecuentemente que tendemos a pensar que en realidad no significan nada, pero sí expresan una Verdad de la que fluyen muchas otras verdades: que la Iglesia es literalmente el Cuerpo de Cristo extendido a través del tiempo, e incluso hasta la vida eterna. Como dice San Pablo, Jesús es la cabeza y nosotros somos los miembros de ese cuerpo.

Eso es algo muy útil para tener en cuenta en una nación –y en una Iglesia– que puede ser hiper-individualista y ciega ante todo, excepto el presente inmediato. Nuestra cultura también tiende hacia el pragmatismo superfluo y hacia una fe ingenua en la tecnología: ya estamos escuchando a potenciales candidatos para la presidencia que dicen que no les interesan las ideologías, pero eso funciona.

Esto parece dejar de lado asuntos divisorios e ilusos y se concentra en lo que es real y concreto, pero hay ciertas cosas que no pueden ignorarse sin alentar el desastre. Como dijo una vez Chesterton:

El pragmático le dice al hombre que piense lo que tiene que pensar y nunca pensar en el Absoluto, pero precisamente una de las cosas en las que tiene que pesar es en el Absoluto. Esta filosofía, de hecho, es una especie de paradoja verbal. El pragmatismo es un asunto de necesidades humanas, y una de las primeras necesidades humanas es algo más que el pragmatismo.

Las culturas católicas al sur nuestro han sido mucho menos susceptibles a esa tentación, a diferencia de nosotros. Tienen marcas católicas más profundas sobre nuestra relación personal con Dios y continuidad con otras épocas que con frecuencia son invisibles en Canadá y en Estados Unidos.

Pero esa solidaridad instintiva necesita ser balanceada por la sanidad católica de las definiciones dogmáticas limpias y el sentido norteamericano de las instituciones públicas. Hubo un tiempo luego del Vaticano II cuando sectores de la Iglesia pensaban que el cuidado pastoral del pueblo podía establecerse en contra de los dogmas y las prácticas de las instituciones. Esto era algo torpe y engañoso, casi como creer que un doctor es bueno porque trata bien al enfermo en su lecho, aunque no sepa nada sobre la ciencia médica.

Hay problemas análogos en el catolicismo latino en sí mismo. Visité Chichicastenango en Guatemala hace unos años, una ciudad con altas montañas en donde las culturas católica y la maya antigua se mezclan.

Los curanderos o chamanes, encienden grandes incensarios y generan grandes nubes de incienso en las escalinatas de la catedral para ahuyentar a los malos espíritus. Para la gente del lugar, Dios no es, como entre nosotros, una entidad distante que puede o no tener un impacto en nuestras vidas. Para ellos, el mundo de los espíritus es real y activo en nuestro mundo, un punto que el Cardenal George clarifica, a su manera, en God in Action.

Pero hay pequeños altares en la nave central de la misma catedral, en donde nativos encienden velas, vierten whisky y echan plumas de pollo, en rituales antiguos y paganos supersticiosos para pedir fertilidad, protección y así sucesivamente.

Este tipo de cosas es un recordatorio de que la piedad popular necesita ser mantenida en relación con la alta cultura de la Iglesia y concentrarse en la paciente purificación de la verdad. Todos necesitamos estar en el camino de una más plena evangelización, los católicos hispanos, por su historia católica, así como para el resto de nosotros.

Samuel Huntington, el primero en advertirnos sobre el choque de civilizaciones, también escribió un libro poco antes de su muerte titulado Who Are We? The Challenges to America’s National Identity (¿Quiénes Somos? Los desafíos de una identidad nacional estadounidense). En él señala que seríamos una nación diferente –en su opinión, peor– si nuestros fundadores fuesen españoles o portugueses. Tal vez es verdad, pero no contesta a una pregunta aún más básica: ¿cómo vamos a resistir la amenaza más profunda a nuestra identidad nacional, la pérdida de la herencia cristiana occidental en la que está basada?

Sin eso, Estados Unidos no florecería, o tal vez ni siquiera sobreviviría, y el catolicismo hispano –si la Iglesia hace el mejor uso de él– podría convertirse en una inesperada fuente de renovación para esta nación de inmigrantes.