El síndrome de scherezade y otros efectos deseducativos de la televisión

Chesterton, ese genial maestro contemporáneo de la paradoja y del sentido común se sorprendía de lo absurdo de un mundo, como el nuestro, que valora socialmente más la actividad de un educador que enseña la regla de tres a cincuenta alumnos que la de una madre que enseña a su hija o a su hijo todo sobre la vida.

Todo el énfasis sobre la importancia de la educación para el progreso de un pueblo, los acalorados discursos de nuestros políticos sobre la necesidad de reformar permanentemente la educación para hacerla más efectiva, los aumentos de la partida de Educación en los Presupuestos Generales del Estado, son palabrería hueca o argumentación inconsistente, cuando casi nada ayuda a fomentar la dedicación de tiempo y de calidad a la forma más universal de educación, la educación privada en el hogar, pues comparada con ella, la educación pública en la escuela puede resultar estrecha y limitada.

En efecto, "el educador trata generalmente con una sola sección de la mente del estudiante -afirma Chesterton-... los padres tienen que tratar no sólo con todo el carácter del niño, sino también con toda la carrera del niño". Solemos olvidar que es más grande y más sacrificada la posición del padre que la del maestro, así dice con ironía el célebre escritor inglés: "Todo el mundo sabe que los maestros tienen una tarea fatigosa y a menudo heroica, pero no es injusto con ellos recordar que en este sentido tienen una tarea excepcionalmente feliz. El cínico diría que el maestro tiene su felicidad en no ver nunca los resultados de su propia enseñanza. Prefiero limitarme a decir que no tiene la preocupación sobreañadida de tener que estimarla desde el otro extremo. El maestro raramente está presente cuando el estudiante se muere. O para decirlo con una metáfora teatral más suave, rara vez se encuentra ahí cuando cae el telón"

Este largo proemio sobre el diverso papel de la escuela y el hogar en el complejo proceso educativo del niño viene al caso para introducir la reflexión sobre la televisión y sus efectos educativos, deseducativos para ser más precisos. Este inquietante intruso familiar, inicialmente recibido como aliado en el proceso educativo cuando apareció hace ya medio siglo, juega un papel decisivo en la formación, o deformación, particularmente de los niños, y no tan niños.

1. Un experimento inquietante

La representación de la violencia en la televisión. Esta comunicación pretende ser un alegato contra ese poderoso agente de socialización primaria, "auténtica escuela de analfabetos ilustrados", en palabras de García-Noblejas; también conocida pedagógicamente como "niñera electrónica", y popularmente como "la caja tonta" o, más sencillamente, televisión.

Les invito a llevar a cabo un experimento. Hagámoslo de la mano de Lolo Rico, realizadora de televisión, guionista y Directora que fue de producción de Programas Infantiles y Juveniles en TVE, y actualmente escritora de libros, entre los que se cuenta esta magnífica y dura crítica, pero realista, Tv, fábrica de mentiras. La manipulación de nuestros hijos, y que citaré profusamente en adelante: "¿Quiere usted hacer una experiencia curiosa? ¿Le interesa conocer algunos datos significativos sobre los hábitos que les están creando a nuestros hijos? Se trata de algo muy fácil, basta con abrir bien los oídos cuando ellos estén ante la pequeña pantalla y usted no.

Por ejemplo, en las primeras horas de la noche avance por el pasillo sigilosamente. Quizás su familia está entre las muchas que tienen más de un televisor. Tal vez sus niños se encuentran entre el 12 por ciento que disfruta de un aparato para ellos solos en su dormitorio (...) ¿Está usted ya situado en el pasillo, oculto en la oscuridad? ¿Qué percibe? ¿No le llama la atención lo que está escuchando? (...) Lo primero que advertimos cuando se "oye" la televisión, despojada de la atracción de la imagen, sin estímulo visual que capte nuestra atención, son los gritos.

Los hay de todo tipo en una variada gama que va desde el agudo y aterrorizado de la mujer que ve avanzar hacia ella el asesino, hasta el estertor ronco del hombre que muere estrangulado. Hay alaridos que ponen los pelos de punta como los de una tortura o una violación. Hay aullidos de pesadilla que sólo un mal sueño nos podría hacer oír, chillidos estremecedores y lamentos de ultratumba.

En ocasiones se alternan con jadeos orgásmicos y, casi siempre con una expresiva banda sonora por la que van pasando efectos de cristales rotos, choques de automóviles, disparos de metralletas, sirenas múltiples, estallidos, etc. (...) En alguna ocasión, he llegado a asustarme pensando que algo estaba sucediendo realmente y sólo he respirado con alivio al comprobar que los gritos venían del televisor".

Podríamos pensar que Rico exagera, pero no, las cifras son tercas: Un estudio sobre el prime-time de la cadenas americanas en una semana arrojaba los siguientes resultados: 45 escenas de sexo, de las que 23 correspondían a uniones heterosexuales entre solteros, 16 adulterios, cuatro entre casados, una entre adolescentes, y una entre homosexuales; 57 asesinatos, 99 asaltos, 29 colisiones de vehículos y 22 incidentes de abusos de menores. No es un problema exclusivamente americano.

Así, un estudio sobre la programación de seis cadenas francesas durante una semana nos da los siguientes resultados: 670 homicidios, 15 secuestros, 848 peleas, 419 tiroteos, 14 secuestros de menores, 11 robos, 8 suicidios, 27 casos de tortura, 32 casos de captura de rehenes, 18 imágenes sobre la droga, 9 defenestraciones, 13 intentos de estrangulamiento, 11 episodios bélicos, 11 strip-teases, y 20 escenas de amor atrevidas.

Cuando un niño italiano se encamina por vez primera a la escuela elemental lleva ya en su mochila, junto con el plumier y los lápices de colores, 1800 escenas de violencia. La dieta preescolar de violencia del niño americano -siempre más precoz- es muy superior, incluye 8.000 homicidios y 100.000 actos violentos. No pretendo marear con estadísticas, pero los datos son muy elocuentes.

Hasta el punto que el Informe realizado por encargo de la Asociación Nacional de la Televisión por Cable (NCTA) de Estados Unidos acerca de la Violencia en la Televisión, concluía que "la violencia en todas sus formas permea la televisión americana hasta el punto que su constante presencia e influencia ha sido declarada una amenaza nacional para la salud pública por el Servicio Nacional de Salud Pública y otras asociaciones médicas y profesionales.

Sin embargo, a pesar de décadas de investigación científica y de interés creciente, todavía hay desacuerdo sobre cómo abordar el problema de la violencia televisiva". Pues bien, esos datos corresponden a países avanzados. Nos quedaría el consuelo de esperar que España se encontrara entre los países de "segunda velocidad" en este índice de "progreso".

Lamentablemente, en este parámetro de "desarrollo" también convergemos con Europa: "Las estadísticas nos dicen que de los siete millones de niños entre 4 y 14 años que habitan en el Estado español, entre 3 y 4 millones ven programación adulta, siendo sus preferencias las series y los dibujos animados de carácter más violento, y su horario preferido a partir de las 11 de la noche". Y, según datos complementarios, publicados por el diario "El Heraldo de Aragón", los niños y los adolescentes ven al año en la televisión unos 12.000 actos violentos, y 14.000 referidos al sexo. Podríamos argüir que, al fin y al cabo, se trata sólo de imágenes irreales en la televisión.

Cierto, pero no es fácil olvidar los estremecedores acontecimientos de delincuencia infantil provocados por mimetización de comportamientos violentos vistos en televisión, como el de los tres niños que mataron a su amiguita "jugando" como habían visto en la tele; o el de los niños que asesinaron a un vagabundo en Francia; y así otros. Lo mismo vale para el cine: un chico de 14 años de un pueblo cercano a Milán se ahorcó después de haber visto la retransmisión televisiva en una red italiana del film Schegge di follia.

El film Natural Born Killer de Oliver Stone ha causado 14 homicidios en 1993 y 3 en marzo del 94. En una investigación realizada en las crónicas de sucesos de dos diarios romanos, "Il Messaggero" y "La Reppublica" durante dos años, del 1993 al 1995, Morgani y Spina encontraron que, en 57 episodios de crónica violenta, los protagonistas habían imitado "héroes" de películas de cine. No hay que olvidar que se cuenta con innumerables estudios empíricos que muestran correlaciones directas entre lo que figura en los programas de televisión y la vida de los telespectadores.

Está demostrado, por ejemplo, que los suicidios de adolescentes tienden a concentrarse estadísticamente en los días posteriores a la exhibición de programas en los que aparecen suicidios. Pero aun cuando sea imposible atribuir una responsabilidad exclusiva y directa a los medios de comunicación, sobre todo desde el punto de vista legal, lo cierto es que, como afirma Lolo Rico, "los teleadictos viven sumergidos en un único mundo del que reciben pasivamente todas las satisfacciones y todas las esperanzas (se vive toda una jornada vacía a la espera de un determinado programa o una determinada serie).

Este mundo es compartido masivamente y sirve de nexo de unión de los intereses juveniles...y es tema principal de sus aspiraciones y conversaciones" Y es que no hay que olvidar que, aunque la televisión no es el mundo real, para muchos no hay más realidad que la que aparece en la televisión.

"La consecuencia es que, para los niños y para los jóvenes y -cada vez más- para usted y para mí también -añade Lolo Rico-, sólo existe lo que se percibe en condiciones de ficción y, que por tanto, es la ficción la verdadera realidad, en relación a la cual -casi podría decirse- la realidad es sólo una realidad débil y accesoria en la que creemos porque se parece a la televisión. Me parece peligroso".

Acostumbrados a ver brotar la salsa roja desde un ángulo que el ojo humano jamás vería en un vídeo hiperrealista, la sangre de un herido de verdad apenas impresiona. Algunos sondeos realizados específicamente sobre audiencias infantiles contrastan esta neta afirmación de Rico sobre la dificultad de distinguir la realidad de la ficción para los niños. Así, un sondeo llevado a cabo por la Sociedad Italiana de Pediatría y el suplemento infantil del diario L'Avvenire encuentra que "el 86% de los niños entrevistados cree saber qué cosa es la realidad y qué cosa es la ficción, mientras que sólo un 11% creen que todo lo que se ve en televisión es verdad".

De todos modos, un 70% declara que le gusta imitar a sus personajes preferidos de la televisión. Con independencia de que la polémica académica sobre los efectos directos en el comportamiento continúe abierta, pues los numerosísimos estudios ofrecen a menudo datos no concordes porque se siguen metodologías diversas, lo cierto es que las investigaciones más consistentes, como la de Huesman y Eron, y en general la mayor parte de ellas coinciden en afirmar que "agresividad y visión de la violencia tienen un cierto grado de interdependencia" y que "los niños más agresivos ven más violencia en televisión".

En cualquier caso, como hacen ver Bettetini y Fumagalli, conviene no perder de vista que los efectos negativos de la representación de la violencia se pueden dar en varios niveles, que pueden afectar a sectores sociales diversos y con diversa intensidad, según factores complementarios: estimulación de la agresividad en casos de sectores con mayor riesgo por vivir en ambientes donde ya la violencia domina la vida cotidiana o en el caso de personas psíquicamente inmaduras o con tendencias patológicas especialmente en el campo psicosexual; bloqueo imaginativo en niños que, habituados a contemplar la respuesta violenta como solución única de los problemas representados dramáticamente, tienden a imitar el comportamiento violento aprendido de la ficción como única vía de salida ante situaciones reales de amenaza; saturación de violencia representada que conduce a una visión hastiada e indiferente ante el dolor real y concreto; etc.

En definitiva, no se puede olvidar la dimensión pragmática de la comunicación, es decir de cualquier texto. Decir es siempre simultáneamente un hacer, y por ello toda comunicación establece siempre un modelo de relación entre emitente y destinatario: "por ello, una comunicación autentica, es decir verdadera y correcta a la vez, estará atenta al tipo de relación que instaura en las figuras simbólicas que, en el texto, representan al emitente y al destinatario.

Lo que vicia tal autenticidad no es sólo la mentira, sino también un obrar comunicativo que instrumentaliza al otro, que impone un dominio sobre el otro, es decir, que asume las formas de una violencia difusa (...) En esta perspectiva la comunicación de masas puede asumir un carácter violento independientemente de sus contenidos e, incluso, de sus modalidades lingüísticas.

Se trata de una forma de violencia más sutil, menos evidente, pero igualmente capaz de golpear al espectador, todavía más indefenso porque no está prevenido críticamente".

2. ¿Un mundo feliz?

Piensen ahora por un momento en los recuerdos de su infancia. Habrá sido más o menos feliz, pero estoy seguro que su memoria no está cargada de imágenes confusas, violentas, eróticas, estúpidas, o trepidantes de programas como "Dinastía", "Dallas", "El juego de la Oca", "Los sueños de Freddy", "sensación de vivir", "Hablando se entiende la basca", "Vipguay", "Los compis", "Bola de dragón", "Ponte las pilas", "Cruzamos el Missisipi"..., por mencionar sólo algunos programas.

Dice Rilke en su Cartas a un joven poeta: "Y aun cuando usted estuviese en una prisión cuyas paredes no dejasen llegar hasta sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no le quedaría siempre su infancia, esa riqueza preciosa, imperial, ese arca de los recuerdos? Vuelva a ella su atención.

Procure hacer emerger las hundidas sensaciones de aquel vasto pasado: Su personalidad se afirmará..." Y añade Lolo Rico, en contraste con estas palabras del poeta: "En los recuerdos del futuro de los niños habrá unas veinte horas de televisión a la semana... ¿Quedarán otros o los borrarán esa infinita sucesión de imágenes antiestéticas, desagradables y violentas que vemos a diario?"

Hoy día el televisor es mucho más que un mueble con vida propia para muchas familias, es casi el nuevo altar laico. Es el centro de referencia espacial de la casa, en torno al cual se organiza, iba a decir la "vida familiar", pero creo que sería más propio decir la "contigüidad familiar". Hay todo un ritual ante la televisión. Cada miembro de la familia tiene sus posturas frente a la pequeña pantalla, sus pequeños hábitos -hay quien come pipas o quien se sirve una bebida-; cada persona en la casa tiene sus programas que tiranizan no sólo a él, sino a todos los demás.

Un chitón agrio del padre, por ejemplo, interrumpe la conversación que, aprovechando la pausa publicitaria había logrado abrirse camino: ha comenzado el telediario. Luego es el serial venezolano, más tarde el programa concurso el que extingue el nuevo intento de remanso de paz y diálogo. No digamos el fútbol. Y así van transcurriendo las horas, sin respiro.

Los dioses del hogar ancestral, los lares o manes romanos envidiarían la autoridad que este nuevo altar tiene: "lo que dice la televisión es infalible como si se tratara de la voz de Dios. No cabe duda que cualquiera pasa más tiempo al mes ante el televisor que en la iglesia durante toda su vida (...) Se recurre a ella cuando necesitamos ayuda para paliar un mal estado de ánimo o reponernos de cualquier problema, se mira y se escucha en silencio, suele tener nuestra confianza porque nos inspira credibilidad, aunque sólo nos ofrezca trivialidades, y la escasa información que nos proporciona la vivimos como si se tratara de la ciencia infusa que proporciona a los apóstoles el Espíritu Santo".

No, no son unas palabras de algún documento de la Conferencia Episcopal. Son siempre palabras de nuestra realizadora, productora, guionista de televisión y autora del libro que vengo citando, Dolores Rico Oliver. No se mostraba menos crítico Gadamer, hablando de la televisión en una entrevista periodística concedida al diario comunista L'Unità: "A nuestro sistema de comunicaciones le falta espontaneidad. Todos son pasivos. La función política de la televisión consiste en domesticar las masas, en adormecer la capacidad de juicio, el gusto, las ideas. Es una de las formas de burocratización de la sociedad anticipadas por Max Weber".

El mismo Popper advertía en su testamento intelectual que "la televisión se ha convertido en un poder político colosal, potencialmente se podría decir incluso que el más importante de todos, como si fuese Dios mismo quien habla (...), un poder demasiado grande para la democracia. Ninguna democracia puede sobrevivir si no se pone fin al abuso de este poder".

Mi generación no nació con la experiencia del televisor como un mueble más del hogar donde se crió, cosa que debemos no tanto al sentido educativo de nuestros progenitores cuanto al hecho de pertenecer a la progenie del primer Plan de Desarrollo. Sin idealizar el pasado, al menos no demasiado, pienso que nuestros recuerdos estén poblados de aromas de estrecha convivencia familiar -a veces verdaderamente estrecha-; de tradiciones de relatos y cuentos propios de una cultura todavía oral en buena parte, como se puede apreciar en el magnífico film "El árbol de los zuecos" de Olmi.

Y de veladas de lecturas hasta bien entrada la noche, sobre todo esas largas noches de verano, donde los adolescentes de la generación del primer plan de desarrollo consumía, y consumaba, los sobados ejemplares de las bibliotecas municipales -la mayoría de las familias no tenían recursos para hacer una nutrida biblioteca propia-.

Eran horas robadas al sueño con la complicidad, cuando no con el "mal ejemplo", del pater familias. Esta carencia de ocio teledirigido a precio del tiempo de audiencias millonarias, ignorantes del valor de sus horas de ocio, consintió a la mayor parte de esa generación gozar de mundos ficticios, imaginativos, que no visuales, muy variados, tan variados como los propios intereses: Julio Verne, Enid Blyton, Salgari, primero; Mark Twain, Bécquer, John le Carré, el Padre Brown, Dostoievski después; y así hasta hoy.

El "daño" ya estaba hecho y, gracias a Dios, era irreparable. Kafka, que nunca llegaría a ser el contable que su padre había soñado, escribió en su pequeño diario estas palabras: "jamás le haremos entender a un muchacho que, por la noche, está metido de lleno en una historia cautivadora, jamás le haremos entender mediante una demostración limitada a sí mismo, que debe interrumpir su lectura e irse a la cama". Ignoro cuál será el recuerdo de la infancia de los niños y jóvenes de la generación de la abundancia, pero no puedo sustraerme a la temible inquietud que las cifras ya mencionadas me causan: cada semana 57 asesinatos, 45 escenas de sexo, 16 adulterios, 22 escenas de abuso de menores,... Jerry Mander, estudioso de la comunicación social, ha publicado un libro cuyo título es bien elocuente: Cuatro buenas razones para eliminar la televisión. No pretendo privar a nadie del placer de su lectura, resumiendo esas razones.

Tampoco se puede negar que la televisión tenga algún aspecto positivo; como ha dicho Juan Pablo II en el Mensaje con motivo de la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, "la televisión puede enriquecer la vida familiar. Puede unir más estrechamente a los miembros de la familia y promover la solidaridad con otras familias y con la comunidad en general. Puede acrecentar no solo la cultura general, sino también la religiosa, permitiendo escuchar la palabra de Dios, afianzar la propia identidad religiosa y alimentar la vida espiritual y moral".

Es verdad que son "puedes", "ojalás", y que alguna vez, aunque rara, se cumplen esas funciones. No es menos cierto que -y son palabras del mismo Juan Pablo II- "la televisión puede también perjudicar la vida familiar al difundir valores y modelos de comportamiento falseados y degradantes, al emitir pornografía e imágenes de violencia brutal; al inculcar el relativismo moral y el escepticismo religioso; al dar a conocer relaciones deformadas, informes manipulados de acontecimientos y cuestiones actuales; al trasmitir publicidad que explota y reclama los bajos instintos y exalta una visión falseada de la vida que obstaculiza la realización del mutuo respeto, de la justicia y de la paz".

A continuación, expondré someramente algunos otros efectos sociales, cognoscitivos y psicológicos de la televisión.

3. Los efectos de la televisión

Voy a hacer referencia sólo a tres efectos de entre los posibles, a los que he llamado, con palabras de García-Noblejas, el síndrome de Jawerbocky, el síndrome de Scherezade y el síndrome de Humpty-Dumpty.

A. El síndrome de Jabberwocky: El nombre de este efecto está tomado de Alicia a través del espejo, la célebre niña de Lewis Carroll, tal como lo aplica García-Noblejas para ejemplificar el efecto de desarraigo cultural que produce la televisión en particular, aunque se puede atribuir a la generalidad de los medios.

Alicia está contemplando un raro poema que suena muy bien y exclama: "no entiendo casi nada de todo esto pero me parece bastante bonito". Me refiero con este síndrome a que la televisión nos ofrece una visión fragmentaria, parcial, a menudo contradictoria y siempre caleidoscópica del mundo y del hombre. Esta imagen no contribuye a que el hombre se comprenda mejor a sí mismo, desde luego.

Esto sucede, por ejemplo, por la abierta contradicción entre los mensajes de programas que aparecen en el mismo medio en espacios diferentes. Así, junto a mensajes publicitarios contra la droga o el alcohol, de buena factura dramática y persuasiva, se difunden otros en programas de entretenimiento o en otros anuncios publicitarios que exaltan la fascinación y el lujo unidos a la bebida o al consumo de droga. Piensen en Miami Vice, o el episodio "Joyride" de la serie The Equalizer donde lo que se critica no es el consumo de droga, sino el enriquecimiento injusto de los traficantes por comerciar con droga adulterada.

Se disfraza la realidad del drama de la droga en documentales informativos cuando se asocia a un problema de orden público que afecta exclusivamente a barrios marginales, como Entrevías en Madrid o La Mina en Barcelona, cuando todos sabemos que la droga no hace distinción entre ricos y pobres, es más, en los ambientes "selectos" es donde se consume más droga, especialmente cocaína.

O directamente se promociona su consumo con la difusión indiscriminada de vídeo-clips musicales que portan ese mensaje descaradamente. Este efecto puede atribuirse a la generalidad de los medios, como la periodista Pilar Urbano denunciaba en un conocido artículo suyo en "El Mundo", "Los periodistas, espejos locos", pero es especialmente acusado en la televisión por el formato dramático y narrativo de los medios audiovisuales.

Así, dice García-Noblejas que "lo percibido en las películas y programas de televisión, puede ser vitalmente comprendido como representación de acciones y hábitos humanos, con su cortejo de sentimientos. O lo que viene a ser igual, tiene sentido para la vida de los espectadores, al apreciarlos -en términos generales- como muestra de valores conscientes o inconscientes, de virtudes y vicios" Con el agravante de que la privilegiada posición doméstica de la televisión, su integración en la vida cotidiana y la credibilidad que se le otorga "encubren cuidadosamente su carácter de artificio cultural argumentativo".

A lo que hay que sumar, a veces, la mala intención de quienes "hacen" la televisión para manipular ideológica o comercialmente a la audiencia, incapaz de darse cuenta de esa manipulación. Puede replicarse a esta argumentación que, a fin de cuentas, cuando la televisión difunde objetivaciones del habitar del hombre en el mundo, patterns, formas o modelos de comprensión de sí mismo, no hace mejores o peores a los hombres de suyo.

Es tan verdad como que la lectura de vidas de santos o de hazañas heroicas de grandes hombres de la historia no nos hace ni mejores ni más valientes. Cierto, pero por eso el arte debe respetar la lógica interna de éste, que es presentar lo sublime como sublime, lo miserable como miserable, lo trivial como trivial; en suma, lo bueno como bueno y lo malo como malo, de modo que lo bueno nos "sepa" bien y lo malo nos "sepa" mal.

Así lo hicieron los clásicos de todos los tiempos, que no representaron una condición humana inmaculada -pensemos por un momento en Shakespeare y el cúmulo de miserias humanas representadas en los personajes inmortales de sus dramas-. No se trata de ocultar la realidad de la condición humana caída, sus posibles abismos de vileza, pero tampoco sus cumbres morales; se trata de mostrar su grandeza, su dignidad, que puede perderse, sí, en la abyección de esos abismos insondables de maldad, y que puede brillar en la belleza moral de conductas virtuosas, que no ñoñas, o en la misericordia ante el mal ajeno, físico y sobre todo moral.

No hay que olvidar, con Montagu, que "los hombres y las sociedades se han hecho de acuerdo con la imagen que tenían de sí mismos, y han cambiado conforme a la imagen por ellos mismos desarrollada". ¿Y qué imagen, qué identidad cultural proporciona la televisión? Voy a referir dos botones de muestra, dos aspectos de nuestra identidad cultural. El primero es la imagen de la muerte en nuestra sociedad. ¿Hemos reparado en lo paradójico que resulta la trivialización de la muerte que produce ese mercado televisivo de la violencia en contraste con el hecho de que la muerte real, no la de ficción, se oculta cada vez más en nuestra sociedad?

La gente muere en los hospitales, lejos de la vista de los niños y de nosotros incluso. A los ancianos, recordatorio próximo de la fugacidad de nuestra vida, se les confina en residencias con todas las comodidades pero lejos de nuestra vista.

La muerte ha dejado de ser una realidad humana natural, inscrita en el tejido de la vida y valorada; en cambio, tal como lo expresa Lolo Rico, "en las pantallas de televisión aparece desprovista, al mismo tiempo, de todo sentido individual y de toda trascendencia psicológica: la muerte simultáneamente ajena y neutra" -y añade con un diagnóstico no exento de verdad, a pesar de su pesimismo- (...) Quizás debemos pensar que la sociedad en la que vivimos le interesa trivializar la muerte. Al fin y al cabo no es la vida algo que parezca tener hoy gran valor" El segundo botón de muestra es la trivialización de la sexualidad. decía Thibon, parafraseando a Pascal que la sexualidad humana hoy "tiene su circunferencia por todas partes y su centro en ninguna".

El desnudo erótico de la publicidad y la exposición pública de la relación amorosa más íntima han desvirtuado el valor humano de esa realidad; son ya como la flor de plástico, el vino químico, y todos los demás "pseudos" de nuestra sociedad artificial. Dice Thibon que "la sexualidad humana normal gravita alrededor de dos polos: el apetito carnal y el amor espiritual.

El erotismo actual es extraño tanto al uno como al otro". Los consumidores de erotismo comercializado estén doblemente frustrados: ni gozan de la dimensión espiritual del amor porque "la belleza es un fruto que se mira sin alargar la mano" (Simone Weil) ni se satisfacen siquiera en el ejercicio completo de la sexualidad, pues una nebulosa de imágenes inaccesibles se interponen entre su deseo y el objeto poseído".

No es esta la sede para desarrollar las ideas apenas esbozadas sobre el problema de la "disolución y manipulación del cuerpo" operada por los medios de comunicación social y los efectos psicosexuales inducidos en los adolescentes sobre todo. Me remito al estupendo estudio de Bettetini y Fumagalli ya citado, donde se profundiza en la cuestión con abundantes ejemplos.

B. El síndrome de Scherezade, o de cómo mantener la atención de una aburrida audiencia que no puede moverse de su asiento de espectador abúlico. Es claro que me refiero al famoso cuento de Las mil y una noches. Scherezade es obligada por el sultán a contar cuentos, sin parar, hasta que acabe la noche; si el sultán se aburre y se duerme, le cortarán la cabeza. Ese es el espectáculo que ofrecen nuestras televisiones, privadas y pública. El espectáculo de la lucha entre las cadenas por la audiencia y por llenar horarios, aumentando así los ingresos publicitarios, recuerda al del charlatán de feria que debe gritar con estridencia y reiteradamente para lograr atraer la atención de los viandantes y para mantenerlos. Muchos esperaban que la libertad de televisión trajera una oferta más plural y variada. No soy un detractor de la televisión privada, sí lo soy de este modelo de televisión privada, y de la pública que induce.

La realidad ha sido mucho más decepcionante: programas de escasa calidad, insulsos, zafios y, lo que es peor, los mismos en todas las cadenas. Incluso la televisión pública, la única que se salva en ciertos aspectos, ha mimetizado los criterios de programación -"remedaprogramación" habría que llamarla con Lolo Rico- de las privadas.

Como ha puesto de relieve nuestra ya familiar autora, la programación la decide el marketing, no los productores ni los guionistas. Con sospechosa complicidad, los propietarios de las cadenas esconden las auténticas razones de su afán de lucro y mal gusto en los "gustos del público": mandan los ratings de audiencia. Les gustaría elevar la calidad de sus programas, pero el público quiere ver colores chillones, espectáculos horteras, señoritas exuberantes y con la cabeza vacía, y ¡circo, mucho circo! Pocos saben que no es cierto, que al público no le queda opción cuando sólo se le da a elegir entre basura y carroña.

Me recuerdan a aquellos señoritos andaluces que, para justificar el que no daban carne a sus asalariados, decían "es que a ellos no les gusta la carne". Está demostrado que cuando se da a elegir entre bistec y lentejas, la mayor parte de la gente elige lo bueno; pero si sólo hay lentejas...

No, no es la audiencia la que manda, es la publicidad. Los programas los patrocinan sponsors, "patrones" que saben quizás de fabricar embutidos, pero que no saben de guiones ni de públicos y son ellos los que deciden los guiones, incluso los decorados del escenario: mucha luz, colores estridentes, vivos, música ruidosa y, si se trata de programas infantiles, niños, muchos niños en el escenario aplaudiendo y coreando las insulsas y cursis aclamaciones de la escotada y provocativa presentadora de turno -cómo si la amplitud de destape tuviera algo que ver con la imaginación infantil-, que desliza subliminares mensajes publicitarios mientras todos los niños del plató responden con "espontaneidad" milimétricamente organizada, para reforzar el mensaje del spot publicitario: -"Cómo juegan los primitos" -pregunta X aludiendo a los muñecos de una marca determinada. -"Todos juntitos" -repite la chiquillería del plató al unísono. No exagero, afirma Lolo Rico, que "los espacios que justifican los costes publicitarios tienen que darle a entender que vida es sinónimo de apropiación febril de objetos diversos -lo que hoy se llama bienestar- y hacer que se identifique usted con quienes disfrutan de la máxima disponibilidad económica -lo que hoy se llama triunfo-. Fuera de esos estereotipos no existen otros intereses y, como quien paga manda, las industrias que financian la programación no pueden permitir que sus planteamientos comerciales se invaliden por trivialidades como la verdad, la belleza o la Ètica".

C. El tercero de los síntomas es el de Humpty-Dumpty, o de cómo la televisión genera analfabetos funcionales. Humpty-Dumpty es el título de una vieja canción infantil británica con cierta intención política de sátira hacia algunos monarcas ingleses del siglo XVIII. El personaje es un huevo increíblemente fatuo e ignorante de su fragilidad. Alicia lo encuentra y discute con Èl acerca del significado de las palabras: "-Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty-Dumpty con un tono más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga...ni más ni menos. -La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. -La cuestión -zanjó Humpty-Dumpty- es saber quién es el que manda..., eso es todo".

Está bastante demostrado entre académicos que han estudiado los efectos de los medios el resultado empobrecedor del proceso de conocimiento de la realidad. Es claro, por ejemplo, que el "bombardeo" informativo recurrente de sucesos, normalmente conflictivos, produce un efecto en las audiencias de falta de contextualización y de desconexión con la vida cotidiana.

Y más en general, refiriéndose a la influencia en los procesos de comprensión de la realidad a través de los medios, Pablo del Río afirma que "en los últimos veinte años se ha dado en todo ell mundo un deterioro adiciona de los procesos de conocimiento, al pasarse desde un pensamiento construido instrumentalmente sobre el poder abstractivo del lenguaje escrito (que obliga a descontextualizar para comprender) a otro fundado sobre códigos orales y sobre la imagen, a la vez que los referentes reales de esa construcción instrumental se deterioraba o, dicho de otra manera, perdían su estabilidad (...) El resultado es un nuevo analfabetismo con barniz de "conocimiento". Se piensa por asociación, como es posible hacerlo por la imagen, pero se formula el pensamiento asociativo en etiquetas verbales aparentemente precisas y jerárquicas.

El resultado es un galimatías en que es fácil sostener una supuesta objetividad a la vez que se sustentan estereotipos y prejuicios totalmente asociativos. Se produce así la suma de dos males graves: falta de contextualización en los sistemas simbólicos de representación (...), que coincide (...) con una acusada falta de contextualización a nivel social: es decir, la cultura vicarial de los medios sólo muy parcialmente está integrada con la actividad de la vida cotidiana (aunque este alejamiento se va progresivamente acortando, no por acercamiento de la cultura a la realidad, que sería lo deseable, sino por acercamiento de la realidad o de la actividad de los ciudadanos a la irrealidad de la vida propuesta por los medios".

Se ha subrayado frecuentemente el efecto paradójicamente desinformativo que provoca la sobredosis de noticias, característica de la sociedad de la opulencia informativa. Hay tanta información que tenemos la ilusión de estar informados, cuando en realidad faltan criterios-guía que permitan construir senderos de sentido en el bosque de la acumulación de datos, noticias e incluso pseudoinformaciones.

Así, por dar una idea de la sobredosis informativa, Murray afirma que "cada día se registran unos 20 millones de palabras de información técnica. Un lector capaz de leer mil palabras por minuto necesitaría un mes y medio, leyendo 8 horas diarias, para ponerse al día solamente de la producción cotidiana, y al final del periodo de lecturas iría con 5 años y medio de retraso". Un día laborable el New York Times contiene más información de cuanta hubiera podido llegar a conocer un ciudadano medio de la Inglaterra del siglo XVII.

Pues bien, mientras la disponibilidad de la información crece exponencialmente, la disponibilidad receptiva de la persona humana se mantiene constante, cuando no disminuye, porque esta capacidad depende de la calidad de su educación humanística. En esta situación, la masa adormecida por sobresaturación de noticias se hace completamente dependiente de los creadores de opinión, precisamente porque necesita interpretaciones globales, comentarios que le ahorren el esfuerzo de documentarse y le orienten en la tupida selva informativa.

Así, unos pocos, siempre los mismos por otra parte, llenan ese vacío opinando de casi todo con la misma y universal competencia, desde la política nacional, a los problemas de Ética biológica, a las cuestiones morales y teológicas de la Iglesia Católica, a los conflictos mundiales. Son los que configura la opinión, los llamados opinion makers, que imparten desde los púlpitos de sus columnas periodísticas o de sus debates radiotelevisivos el nuevo credo que la opinión pública absorbe mansamente con aparente conciencia crítica.

La pluralidad de voces y la libertad de expresión con que se presentan consienten la ilusión de una formación plural e ilustrada de una opinión crítica, homogénea y de serie pero, eso sí, crítica. En una reciente entrevista, Umberto Eco recordaba cómo la "semiótica" de la televisión no es una semiótica natural, como la de los gestos, comportamientos, miradas que los humildes de las novelas de Manzoni, por citar un caso de la literatura clásica italiana, aprendían en la realidad circundante. Las imágenes de la televisión no proponen la realidad sino una mise en scene, como es bien conocido.

El entrevistador observaba cómo los Cagliostro y los don Rodrigo de hoy aprovechan la potencia de los medios para ganar consensos, no obstante que la difusión de información y el aumento de la escolarización hicieran esperar unas defensas inmunitarias más robustas de los ciudadanos frente a los embrollones y los poderosos. A tal observación, Eco respondía que "en todos los tiempos la moneda falsa ha suplantado a la moneda buena y los charlatanes han embaucado a los tontos. Dada la potencia del medio, simplemente sucede más.

El crecimiento de la información y de la cultura aumenta la credulidad (...). Tenía razón Chesterton, cuando la gente no cree ya en Dios no es que no crea ya en nada, cree en todo. Los ateos son m·s supersticiosos que los creyentes. La New Age, una religión para no creyentes tiene más dioses que cualquier religión revelada".

Pero no quisiera terminar mi exposición con un mero diagnóstico del enfermo sin ofrecer cura o, al menos algún calmante que alivie la dolencia. Sin embargo, no es mi propósito ofrecer recetas. Recetas hay muchas, desde las asociaciones de telespectadores, la potenciación de la lectura, el ver los programas con los hijos y comentarlos, el aprovechamiento de las recursos tecnólogicos que permiten programar el menú de televisión para los niños sin que puedan salirse con el "zaping" de la programación fijada por el criterio selectivo de los padres, las medidas de autocontrol, o impuestas por ley, para definir los horarios de emisión de programas inconvenientes para los menores, los observatorios de vigilancia de los contenidos violentos o pornográficos en la televisión, la concesión de una patente para operar en televisión que proponía Popper,... Pero son sólo parches, que no resuelven el problema.

No significa que no haya soluciones, las hay. Pero las recetas sirven cuando hay un plan integral de salud, no cuando se busca sólo eliminar los síntomas. Es necesario un replanteamiento de la tarea de educar a las nuevas generaciones. Hace falta un plan de choque. Es preciso convencerse a fondo de que la educación, no la instrucción, es la tarea más importante de los padres, de la escuela y de la sociedad en su conjunto.

Hay que reinventar la cultura ante el desafío de cada nueva hornada de niños y jóvenes que se presentan a las puertas de nuestro mundo esperando descubrirlo y comprenderlo, esperando ser introducidos en él. Estoy seguro que coincidirán con la siguiente idea de Chesterton que si bien está referida a los niños de corta edad vale como reto para cualquier edad: "Las dos cosas que hacen a los niños tan atractivos para casi todas las personas normales son: en primer lugar, que son muy serios, y en segundo que, en consecuencia, son muy felices. Son alegres con la perfección que sólo es posible en la ausencia de humor. Las escuelas y los sabios no han alcanzado nunca la gravedad que mora en un niño de tres meses de edad.

Es la gravedad de su asombro ante el universo y asombro ante el universo no es misticismo, sino un sentido común trascendente. La fascinación de los niños consiste en que con cada uno de ellos todas las cosas son hechas de nuevo, y el universo se pone de nuevo a prueba. Cuando paseamos por las calles y vemos debajo de nosotros esas deliciosas cabezas bulbosas -tres veces más grandes que su cuerpo- que definen a estos hongos humanos, deberÌamos siempre y en primer lugar recordar que dentro de cada una de esas cabezas hay un universo nuevo, tan nuevo como lo fue el séptimo día de la creación".

Prof. Norberto González Gaitano