Capítulo III. ¿Quanta est nobis via?

Continuar intensificando el diálogo

77. Podemos ahora preguntarnos cuánto camino nos separa todavía del feliz día en que se alcance la plena unidad en la fe y podamos concelebrar en concordia la sagrada Eucaristía del Señor. El mejor conocimiento recíproco que ya se da entre nosotros, las convergencias doctrinales alcanzadas, que han tenido como consecuencia un crecimiento afectivo y efectivo de la comunión, no son suficientes para la conciencia de los cristianos que profesan la Iglesia una, santa, católica y apostólica. El fin último del movimiento ecuménico es el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los bautizados.

En vista de esta meta, todos los resultados alcanzados hasta ahora no son más que una etapa, si bien prometedora y positiva.

78. Dentro del movimiento ecuménico, no es sólo la Iglesia católica, junto con las Iglesias ortodoxas, quien posee esta concepción exigente de la unidad querida por Dios. La tendencia hacia una unidad de este tipo aparece expresada también por otros.

El ecumenismo implica que las Comunidades cristianas se ayuden mutuamente para que en ellas esté verdaderamente presente todo el contenido y todas las exigencias de «la herencia transmitida por los Apóstoles». Sin eso, la plena comunión nunca será posible. Esta ayuda mutua en la búsqueda de la verdad es una forma suprema de caridad evangélica.

La búsqueda de la unidad se ha puesto de manifiesto en varios documentos de las numerosas Comisiones mixtas internacionales de diálogo. En tales textos se trata del Bautismo, de la Eucaristía, del Ministerio y la Autoridad partiendo de una cierta unidad fundamental de doctrina.

De esta unidad fundamental, aunque parcial, se debe pasar ahora a la necesaria y suficiente unidad visible, que se exprese en la realidad concreta, de modo que las Iglesias realicen verdaderamente el signo de aquella comunión plena en la Iglesia una, santa, católica y apostólica que se realizará en la concelebración eucarística.

Este camino hacia la necesaria y suficiente unidad visible, en la comunión de la única Iglesia querida por Cristo, exige todavía un trabajo paciente y audaz. Para ello es necesario no imponer más cargas de las indispensables (cf. Hch 15, 28).

79. Desde ahora es posible indicar los argumentos que deben ser profundizados para alcanzar un verdadero consenso de fe: 1) las relaciones entre la sagrada Escritura, suprema autoridad en materia de fe, y la sagrada Tradición, interpretación indispensable de la palabra de Dios; 2) la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, ofrenda de alabanza al Padre, memorial sacrificial y presencia real de Cristo, efusión santificadora del Espíritu Santo; 3) el Orden, como sacramento, bajo el triple ministerio del episcopado, presbiterado y diaconado; 4) el Magisterio de la Iglesia, confiado al Papa y a los Obispos en comunión con él, entendido como responsabilidad y autoridad en nombre de Cristo para la enseñanza y salvaguardia de la fe; 5) la Virgen María, Madre de Dios e Icono de la Iglesia, Madre espiritual que intercede por los discípulos de Cristo y por toda la humanidad.

En este valiente camino hacia la unidad, la claridad y prudencia de la fe nos llevan a evitar el falso irenismo y el desinterés por las normas de la Iglesia. Inversamente, la misma claridad y la misma prudencia nos recomiendan evitar la tibieza en la búsqueda de la unidad y más aún la oposición preconcebida, o el derrotismo que tiende a ver todo como negativo.

Mantener una visión de la unidad que tenga presente todas las exigencias de la verdad revelada no significa poner un freno al movimiento ecuménico. Al contrario, significa no contentarse con soluciones aparentes, que no conducirían a nada estable o sólido. La exigencia de la verdad debe llegar hasta el fondo.¿Acaso no es ésta la ley del Evangelio?

Acogida de los resultados alcanzados

80. Mientras prosigue el diálogo sobre nuevos temas o se desarrolla con mayor profundidad, tenemos una nueva tarea que llevar a cabo: cómo acoger los resultados alcanzados hasta ahora. Estos no pueden quedarse en conclusiones de las Comisiones bilaterales, sino que deben llegar a ser patrimonio común. Para que sea así y se refuercen los vínculos de comunión, es necesario un serio examen que, de modos, formas y competencias diversas, abarque a todo el pueblo de Dios. En efecto, se trata de cuestiones que con frecuencia afectan a la fe, y éstas exigen el consenso universal, que se extiende desde los Obispos a los fieles laicos, todos los cuales han recibido la unción del Espíritu Santo. Es el mismo Espíritu que asiste al Magisterio y suscita el sensus fidei.

Para acoger los resultados del diálogo es necesario pues un amplio y cuidadoso proceso crítico que los analice y verifique con rigor su coherencia con la Tradición de fe recibida de los Apóstoles y vivida en la comunidad de los creyentes reunida en torno al Obispo, su legítimo Pastor.

81. Este proceso, que debe hacerse con prudencia y actitud de fe, es animado por el Espíritu Santo. Para que tenga un resultado favorable, es necesario que sus aportaciones sean divulgadas oportunamente por personas competentes. A este respecto, es de gran importancia la contribución que los teólogos y las facultades de teología están llamados a dar en razón de su carisma en la Iglesia. Además es claro que las comisiones ecuménicas tienen, en este sentido, responsabilidades y cometidos muy singulares.

Todo el proceso es seguido y ayudado por los Obispos y la Santa Sede. La autoridad docente tiene la responsabilidad de expresar el juicio definitivo.

En todo esto, será de gran ayuda atenerse metodológicamente a la distinción entre el depósito de la fe y la formulación con que se expresa, como recomendaba el Papa Juan XXIII en el discurso pronunciado en la apertura del Concilio Vaticano II.

Continuar el ecumenismo espiritual y testimoniar la santidad

82. Se comprende que la importancia de la tarea ecuménica interpele profundamente a los fieles católicos. El Espíritu los invita a un serio examen de conciencia. La Iglesia católica debe entrar en lo que se podría llamar «diálogo de conversión», en donde tiene su fundamento interior el diálogo ecuménico. En ese diálogo, que se realiza ante Dios, cada uno debe reconocer las propias faltas, confesar sus culpas, y ponerse de nuevo en las manos de Aquél que es el Intercesor ante el Padre, Jesucristo.

Ciertamente, en este proceso de conversión a la voluntad del Padre y, al mismo tiempo, de penitencia y confianza absoluta en el poder reconciliador de la verdad que es Cristo, se halla la fuerza para llevar a buen fin el largo y arduo camino ecuménico. El «diálogo de conversión» de cada comunidad con el Padre, sin indulgencias consigo misma, es el fundamento de unas relaciones fraternas diversas de un mero entendimiento cordial o de una convivencia sólo exterior. Los vínculos de la koinonia fraterna se entrelazan ante Dios y en Jesucristo.

Sólo el ponerse ante Dios puede ofrecer una base sólida para la conversión de los cristianos y para la reforma continua de la Iglesia como institución también humana y terrena, que son las condiciones preliminares de toda tarea ecuménica. Uno de los procedimientos fundamentales del diálogo ecuménico es el esfuerzo por comprometer a las Comunidades cristianas en este espacio espiritual, interior, donde Cristo, con el poder del Espíritu, las induce sin excepción a examinarse ante el Padre y a preguntarse si han sido fieles a su designio sobre la Iglesia.

83. He hablado de la voluntad del Padre, del espacio espiritual en el que cada comunidad escucha la llamada a superar los obstáculos para la unidad. Pues bien, todas las Comunidades cristianas saben que una exigencia y una superación de este tipo, con la fuerza que da el Espíritu, no están fuera de su alcance. En efecto, todas tienen mártires de la fe cristiana. A pesar del drama de la división, estos hermanos han mantenido una adhesión a Cristo y a su Padre tan radical y absoluta que les ha permitido llegar hasta el derramamiento de su sangre.¿No es acaso esta misma adhesión la que se pide en esto que he calificado como «diálogo de conversión»?¿No es precisamente este diálogo el que señala la necesidad de llegar hasta el fondo en la experiencia de verdad para alcanzar la plena comunión?

84. Si nos ponemos ante Dios, nosotros cristianos tenemos ya un Martirologio común. Este incluye también a los mártires de nuestro siglo, más numerosos de lo que se piensa, y muestra cómo, en un nivel profundo, Dios mantiene entre los bautizados la comunión en la exigencia suprema de la fe, manifestada con el sacrifico de su vida. Si se puede morir por la fe, esto demuestra que se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras formas de aquella misma exigencia. Ya he constatado, y con alegría, cómo la comunión, imperfecta pero real, se mantiene y crece en muchos niveles de la vida eclesial. Considero ahora que es ya perfecta en lo que todos consideramos el vértice de la vida de gracia, el martyria hasta la muerte, la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef 2, 13).

Si los mártires son para todas las Comunidades cristianas la prueba del poder de la gracia, no son sin embargo los únicos que testimonian ese poder. La comunión aún no plena de nuestras comunidades está en verdad cimentada sólidamente, si bien de modo invisible, en la comunión plena de los santos, es decir, de aquéllos que al final de una existencia fiel a la gracia están en comunión con Cristo glorioso. Estos santos proceden de todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, que les abrieron la entrada en la comunión de la salvación.

Cuando se habla de un patrimonio común se debe incluir en él no sólo las instituciones, los ritos, los medios de salvación, las tradiciones que todas las comunidades han conservado y por las cuales han sido modeladas, sino en primer lugar y ante todo esta realidad de la santidad.

En la irradiación que emana del «patrimonio de los santos» pertenecientes a todas las Comunidades, el «diálogo de conversión» hacia la unidad plena y visible aparece entonces bajo una luz de esperanza. En efecto, esta presencia universal de los santos prueba la trascendencia del poder del Espíritu. Ella es signo y testimonio de la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal que dividen la humanidad. Como cantan las liturgias,«al coronar sus méritos coronas tu propia obra».

Donde existe la voluntad sincera de seguir a Cristo, el Espíritu infunde con frecuencia su gracia en formas diversas de las ordinarias. La experiencia ecuménica nos ha permitido comprenderlo mejor. Si en el espacio espiritual interior que he descrito las comunidades saben verdaderamente «convertirse» a la búsqueda de la comunión plena y visible, Dios hará por ellas lo que ha hecho por sus santos. Hará superar los obstáculos heredados del pasado y las guiará, por sus caminos, a donde El quiere: a la koinonia visible que al mismo tiempo es alabanza de su gloria y servicio a su designio de salvación.

85. Ya que Dios en su infinita misericordia puede siempre sacar provecho incluso de las situaciones que se contraponen a su designio, podemos descubrir cómo el Espíritu ha hecho que las contrariedades sirvieran en algunos casos para explicitar aspectos de la vocación cristiana, como sucede en la vida de los santos. A pesar de la división, que es un mal que debemos sanar, se ha producido como una comunicación de la riqueza de la gracia que está destinada a embellecer la koinonia. La gracia de Dios estará con todos aquellos que, siguiendo el ejemplo de los santos, se comprometen a cumplir sus exigencias. Y nosotros,¿cómo podemos dudar de convertirnos a las expectativas del Padre? El está con nosotros.

Aportación de la Iglesia católica en la búsqueda de la unidad de los cristianos

86. La Constitución Lumen gentium, en una de sus afirmaciones fundamentales recogida por el Decreto Unitatis redintegratio, declara que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica. El Decreto sobre el ecumenismo señala la presencia en la misma de la plenitud (plenitudo) de los medios de salvación. La plena unidad se realizará cuando todos participen de la plenitud de medios de salvación que Cristo ha confiado a su Iglesia.

87. En el camino que conduce hacia la plena unidad, el diálogo ecuménico se esfuerza en suscitar una recíproca ayuda fraterna a través de la cual las comunidades se comprometan a intercambiarse aquello que cada una necesita para crecer según el designio de Dios hacia la plenitud definitiva (cf. Ef 4, 11-13). He afirmado cómo somos conscientes, en cuanto Iglesia católica, de haber recibido mucho del testimonio, de la búsqueda e incluso del modo como las otras Iglesias y Comunidades cristianas han puesto de relieve y vivido ciertos valores cristianos comunes. Entre los progresos alcanzados en los treinta últimos años, se debe destacar el fraterno y recíproco influjo. En la presente etapa, este dinamismo de enriquecimiento mutuo debe ser tomado seriamente en consideración. Basado en la comunión que existe ya gracias a los elementos eclesiales presentes en las Comunidades cristianas, no dejará de impulsar hacia la comunión plena y visible, meta ansiada del camino que estamos realizando. Es la expresión ecuménica de la ley evangélica del compartir. Esto me anima a repetir:«Hay que demostrar en cada cosa la diligencia de salir al encuentro de lo que nuestros hermanos cristianos, legítimamente, desean y esperan de nosotros, conociendo su modo de pensar y su sensibilidad [...]. Es preciso que los dones de cada uno se desarrollen para utilidad y beneficio de todos».

El misterio de la unidad del Obispo de Roma

88. Entre todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, la Iglesia católica es consciente de haber conservado el ministerio del Sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha constituido como «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad», y que el Espíritu sostiene para que haga participes de este bien esencial a todas las demás. Según la hermosa expresión del Papa Gregorio Magno, mi ministerio es el del servus servorum Dei. Esta definición preserva de la mejor manera el riesgo de separar la potestad (y en particular el primado) del ministerio, lo cual estaría en contradicción con el significado de potestad según el Evangelio:«Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve»(Lc 22, 27), dice nuestro Señor Jesucristo, Cabeza de la Iglesia. Por otra parte, como tuve la oportunidad de afirmar con ocasión del importante encuentro con el Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, el 12 de junio de 1984, el convencimiento de la Iglesia católica de haber conservado, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, en el ministerio del Obispo de Roma, el signo visible y la garantía de la unidad, constituye una dificultad para la mayoría de los demás cristianos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos. Por aquello de lo que somos responsables, con mi Predecesor Pablo VI imploro perdón.

89. Sin embargo es significativo y alentador que la cuestión del primado del Obispo de Roma haya llegado a ser actualmente objeto de estudio, inmediato o en perspectiva, y también es significativo y alentador que este asunto esté presente como tema esencial no sólo en los diálogos teológicos que la Iglesia católica mantiene con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, sino incluso de un modo más general en el conjunto del movimiento ecuménico. Recientemente los participantes en la quinta asamblea mundial de la Comisión «Fe y Constitución» del Consejo Ecuménico de las Iglesias, celebrada en Santiago de Compostela, recomendaron que esta comisión «inicie un nuevo estudio sobre la cuestión de un ministerio universal de la unidad cristiana». Después de siglos de duras polémicas, las otras Iglesias y Comunidades eclesiales escrutan cada vez más con una mirada nueva este ministerio de unidad.

90. El Obispo de Roma es el Obispo de la Iglesia que conserva el testimonio del martirio de Pedro y de Pablo:«Por un misterioso designio de la Providencia,[Pedro] termina en Roma su camino en el seguimiento de Jesús y en Roma da esta prueba máxima de amor y de fidelidad. También en Roma Pablo, el Apóstol de las Gentes, da el testimonio supremo. La Iglesia de Roma se convertía en la Iglesia de Pedro y de Pablo».

En el Nuevo Testamento Pedro tiene un puesto peculiar. En la primera parte de los Hechos de los Apóstoles, aparece como cabeza y portavoz del colegio apostólico, designado como «Pedro... con los Once»(2, 14; cf. también 2, 37; 5, 29). El lugar que tiene Pedro se fundamenta en las palabras mismas de Cristo, tal y como vienen recordadas por las tradiciones evangélicas.

91. El Evangelio de Mateo describe y precisa la misión pastoral de Pedro en la Iglesia:«Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos»(16, 17-19). Lucas señala cómo Cristo recomienda a Pedro que confirme a sus hermanos, pero al mismo tiempo le muestra su debilidad humana y su necesidad de conversión (cf. Lc 22, 31-32). Es precisamente como si, desde la debilidad humana de Pedro, se manifestara de un modo pleno que su ministerio particular en la Iglesia procede totalmente de la gracia; es como si el Maestro se dedicara de un modo especial a su conversión para prepararlo a la misión que se dispone a confiarle en la Iglesia y fuera muy exigente con él. La misma función de Pedro, ligada siempre a una afirmación realista de su debilidad, se encuentra en el cuarto Evangelio:«Simón de Juan,¿me amas más que éstos?[...] Apacienta mis ovejas»(cf. Jn 21, 15-19). Es significativo además que según la Primera Carta de Pablo a los Corintios, Cristo resucitado se aparezca a Cefas y luego a los Doce (cf. 15, 5).

Es importante notar cómo la debilidad de Pedro y de Pablo manifiesta que la Iglesia se fundamenta sobre la potencia infinita de la gracia (cf. Mt 16, 17; 2 Cor 12, 7-10). Pedro, poco después de su investidura, es reprendido con severidad por Cristo que le dice:«¡Escándalo eres par mí!»(Mt 16, 23).¿Cómo no ver en la misericordia que Pedro necesita una relación con el ministerio de aquella misericordia que él experimenta primero? Igualmente, renegará tres veces de Jesús. El Evangelio de Juan señala además que Pedro recibe el encargo de apacentar el rebaño en una triple profesión de amor (cf. 21, 15-17) que se corresponde con su triple traición (cf. 13, 38). Por su parte Lucas, en la palabra de Cristo que ya he citado, a la cual unirá la primera tradición en un intento por describir la misión de Pedro, insiste en el hecho de que deberá «confirmar a sus hermanos cuando haya vuelto»(cf. Lc 22, 32).

92. En cuanto a Pablo, puede concluir la descripción de su ministerio con la desconcertante afirmación que ha recibido de los labios del Señor:«Mi gracia te basta que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» y puede pues exclamar:«Cuándo estoy débil, entonces es cuando soy fuerte»(2cor 12, 9-10). Esta es una característica fundamental de la experiencia cristiana.

Heredero de la misión de Pedro, en la Iglesia fecundada por la sangre de los príncipes de los Apóstoles, el Obispo de Roma ejerce un ministerio que tiene su origen en la multiforme misericordia de Dios, que convierte los corazones e infunde la fuerza de la gracia allí donde el discípulo prueba el sabor amargo de su debilidad y de su miseria. La autoridad propia de este ministerio está toda ella al servicio del designio misericordioso de Dios y debe ser siempre considerada en este sentido. Su poder se explica así.

93. Refiriéndose a la triple profesión de amor de Pedro, que corresponde a la triple traición, su sucesor sabe que debe ser signo de misericordia. El suyo es un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia de Cristo. Toda esta lección del Evangelio ha de ser releída continuamente, para que el ejercicio del ministerio petrino no pierda su autenticidad y trasparencia.

La Iglesia de Dios está llamada por Cristo a manifestar a un mundo esclavo de sus culpabilidades y de sus torcidos propósitos que, a pesar de todo, Dios puede, en su misericordia, convertir los corazones a la unidad, haciéndoles acceder a su comunión.

94. Este servicio a la unidad, basado en la obra de la divina misericordia, es confiado, dentro mismo del colegio de los Obispos a uno de aquéllos que han recibido del Espíritu el encargo, no de ejercer el poder sobre el pueblo -como hacen los jefes de las naciones y los poderosos (cf. Mt 20, 25; Mc 10, 42)-, sino de guiarlo para que pueda encaminarse hacia pastos tranquilos. Este encargo puede exigir el ofrecer la propia vida (cf. Jn 10, 11-18). Después de haber mostrado que Cristo es «el único Pastor, en el que todos los pastores son uno», san Agustín concluye:«Que todos se identifiquen con el único Pastor y hagan oír la única voz del Pastor, para que la oigan las ovejas y sigan al único Pastor, y no a éste o a aquél, sino al único y que todos en él hagan oír la misma voz, y que no tengan cada uno su propia voz [...] Que las ovejas oigan esta voz, limpia de toda división y purificada de toda herejía». La misión del Obispo de Roma en el grupo de todos los Pastores consiste precisamente en «vigilar»(episkopein) como un centinela, de modo que, gracias a los Pastores, se escuche en todas las Iglesias particulares la verdadera voz de Cristo-Pastor. Así, en cada una de estas Iglesias particulares confiadas a ellos se realiza la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Todas las Iglesias están en comunión plena y visible porque todos los Pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de Cristo.

El Obispo de Roma, con el poder y la autoridad sin los cuales esta función sería ilusoria, debe asegurar la comunión de todas las Iglesias. Por esta razón, es el primero entre los servidores de la unidad. Este primado se ejerce en varios niveles, que se refieren a la vigilancia sobre la trasmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana. Corresponde al Sucesor de Pedro recordar las exigencias del bien común de la Iglesia, si alguien estuviera tentado de olvidarlo en función de sus propios intereses. Tiene el deber de advertir, poner en guardia, declarar a veces inconciliable con la unidad de fe esta o aquella opinión que se difunde. Cuando las circunstancias lo exigen, habla en nombre de todos los Pastores en comunión con él. Puede incluso -en condiciones bien precisas, señaladas por el Concilio Vaticano I- declarar ex cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe. Testimoniando así la verdad, sirve a la unidad.

95. Todo esto, sin embargo, se debe realizar siempre en la comunión. Cuando la Iglesia católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos «vicarios y legados de Cristo». El Obispo de Roma pertenece a su «colegio» y ellos son sus hermanos en el ministerio.

Lo que afecta a la unidad de todas las Comunidades cristianas forma parte obviamente del ámbito de preocupaciones del primado. Como Obispo de Roma soy consciente, y lo he reafirmado en esta Carta encíclica, que la comunión plena y visible de todas las Comunidades, en las que gracias a la fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo. Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva. Durante un milenio los cristianos estuvieron unidos «por la comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de disciplina».

De este modo el primado ejercía su función de unidad. Dirigiéndome al Patriarca ecuménico, Su Santidad Dimitrios I, he afirmado ser consciente de que «por razones muy diversas, y contra la voluntad de unos y otros, lo que debía ser un servicio pudo manifestarse bajo una luz bastante distinta. Pero [...] por el deseo de obedecer verdaderamente a la voluntad de Cristo, me considero llamado, como Obispo de Roma, a ejercer ese ministerio [...] Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros».

96. Tarea ingente que no podemos rechazar y que no puedo llevar a término solo. La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros,¿no podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a establecer conmigo y sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que podríamos escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo presente sólo la voluntad de Cristo para su Iglesia, dejándonos impactar por su grito «que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado»(Jn 17, 21)?

La comunión de todas las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma: condición necesaria para la unidad

97. La Iglesia católica, tanto en su praxis como en sus documentos oficiales, sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial -en el designio de Dios- para la comunión plena y visible. En efecto, es necesario que la plena comunión, que encuentra en la Eucaristía su suprema manifestación sacramental, tenga su expresión visible en un ministerio en el cual todos los Obispos se sientan unidos en Cristo y todos los fieles encuentren la confirmación de la propia fe. La primera parte de los Hechos de los Apóstoles presenta a Pedro como el que habla en nombre del grupo apostólico y sirve a la unidad de la comunidad, y esto respetando la autoridad de Santiago, cabeza de la Iglesia de Jerusalén. Esta función de Pedro debe permanecer en la Iglesia para que, bajo su única Cabeza, que es Cristo Jesús, sea visiblemente en el mundo la comunión de todos sus discípulos.

¿No es acaso de un ministerio así del que muchos de los que están comprometidos en el ecumenismo sienten hoy necesidad? Presidir en la verdad y en el amor para que la barca -hermoso símbolo que el Consejo Ecuménico de las Iglesias eligió como emblema- no sea sacudida por las tempestades y pueda llegar un día a puerto.

Plena unidad y evangelización

98. El movimiento ecuménico de nuestro siglo, más que las iniciativas ecuménicas de siglos pasados, cuya importancia sin embargo no debe subestimarse, se ha distinguido por una perspectiva misionera. En el versículo de san Juan que sirve de inspiración y orienta -«que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado»(Jn 17, 21)- se ha subrayado para que el mundo crea con tanta fuerza que se corre el riesgo de olvidar a veces que, en el pensamiento del evangelista, la unidad es sobre todo para gloria del Padre. De todos modos, es evidente que la división de los cristianos está en contradicción con la Verdad que ellos tienen la misión de difundir y, por tanto, perjudica gravemente su testimonio. Lo comprendió y afirmó bien mi Predecesor el Papa Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi:«En cuanto evangelizadores, nosotros debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia [...] Dicho esto, queremos subrayar el signo de la unidad entre todos los cristianos, como camino e instrumento de evangelización. La división de los cristianos constituye una situación de hecho grave, que viene a cercenar la obra misma de Cristo».

En efecto, ¿cómo anunciar el Evangelio de la reconciliación sin comprometerse al mismo tiempo en la obra de la reconciliación de los cristianos? Si es cierto que la Iglesia, movida por el Espíritu Santo y con la promesa de la indefectibilidad, ha predicado y predica el Evangelio a todas las naciones, es también cierto que ella debe afrontar las dificultades que se derivan de las divisiones.¿Contemplando a los misioneros en desacuerdo entre sí, aunque todos se refieran a Cristo, sabrán los incrédulos acoger el verdadero mensaje?¿No pensarán que el Evangelio es un factor de división incluso si es presentado como la ley fundamental de la caridad?

99. Cuando afirmo que para mí, Obispo de Roma, la obra ecuménica es «una de las prioridades pastorales» de mi pontificado, pienso en el grave obstáculo que la división constituye para el anuncio del Evangelio. Una Comunidad cristiana que cree en Cristo y desea, con el ardor del Evangelio, la salvación de la humanidad, de ningún modo puede cerrarse a la llamada del Espíritu que orienta a todos los cristianos hacia la unidad plena y visible. Se trata de uno de los imperativos de la caridad que debe acogerse sin compromisos.

El ecumenismo no es sólo una cuestión interna de las Comunidades cristianas. Refleja el amor que Dios da en Jesucristo a toda la humanidad, y obstaculizar este amor es una ofensa a El y a su designio de congregar a todos en Cristo. El Papa Pablo VI escribía al Patriarca ecuménico Atenágoras I:«Pueda el Espíritu Santo guiarnos por el camino de la reconciliación, para que la unidad de nuestras Iglesias llegue a ser un signo siempre más luminoso de esperanza y de consuelo para toda la humanidad».