Capítulo II. Frutos del diálogo

La fraternidad reencontrada

41. Cuanto he dicho anteriormente en relación al diálogo ecuménico desde la clausura del Concilio en adelante, lleva a dar gracias al Espíritu de la verdad prometido por Cristo Señor a los Apóstoles y a la Iglesia (cf. Jn 14, 26). Es la primera vez en la historia que la acción en favor de la unidad de los cristianos ha adquirido proporciones tan grandes y se ha extendido a un ámbito tan amplio. Esto es ya un don inmenso que Dios ha concedido y que merece toda nuestra gratitud. De la plenitud de Cristo recibimos «gracia por gracia»(Jn 1, 16). Reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica de la unidad.

Una visión de conjunto de los últimos treinta años ayuda a comprender mejor muchos de los frutos de esta conversión común al Evangelio de la que el Espíritu de Dios ha hecho instrumento al movimiento ecuménico.

42. Sucede por ejemplo que -en el mismo espíritu del Sermón de la Montaña- los cristianos pertenecientes a una confesión ya no consideran a los demás cristianos como enemigos o extranjeros, sino que ven en ellos a hermanos y hermanas. Por otra parte, hoy se tiende a sustituir incluso el uso de la expresión hermanos separados por términos más adecuados para evocar la profundidad de la comunión -ligada al carácter bautismal- que el Espíritu alimenta a pesar de las roturas históricas y canónicas. Se habla de «otros cristianos», de «otros bautizados», de «cristianos de otras Comunidades». El Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo llama a las Comunidades a las que pertenecen estos cristianos como «Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica». Esta ampliación de la terminología traduce una notable evolución de la mentalidad. La conciencia de la común pertenencia a Cristo se profundiza. Lo he podido constatar personalmente muchas veces, durante las celebraciones ecuménicas que constituyen uno de los eventos importantes de mis viajes apostólicos por las diversas partes del mundo, o en los encuentros y celebraciones ecuménicas realizados en Roma. La «fraternidad universal» de los cristianos se ha convertido en una firme convicción ecuménica. Relegando al olvido las excomuniones del pasado, las Comunidades que en un tiempo fueron rivales hoy en muchos casos se ayudan mutuamente; a veces se prestan los edificios de culto, se ofrecen becas de estudio para la formación de los ministros de las Comunidades carentes de medios, se interviene ante las autoridades civiles para defender a otros cristianos injustamente acusados, se demuestra la falta de fundamento de las calumnias que padecen ciertos grupos.

En una palabra, los cristianos se han convertido a una caridad fraterna que abarca a todos los discípulos de Cristo. Si sucede que, como consecuencia de agitaciones políticas violentas, surge en situaciones concretas una cierta agresividad o un espíritu de revancha, las autoridades de las partes en conflicto se afanan generalmente por hacer prevalecer la «Ley nueva» del espíritu de caridad. Desgraciadamente, este espíritu no ha podido transformar todas las situaciones de conflicto cruento. El compromiso ecuménico en estas circunstancias exige no raramente de quien lo vive opciones de auténtico heroísmo.

Es preciso afirmar a este respecto que el reconocimiento de la fraternidad no es la consecuencia de un filantropismo liberal o de un vago espíritu de familia. Tiene su raíz en el reconocimiento del único Bautismo y en la consiguiente exigencia de que Dios sea glorificado en su obra. El Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo alienta a un reconocimiento recíproco y oficial de los Bautismos. Esto es mucho más que un mero acto de cortesía ecuménica, y constituye una afirmación eclesiológica importante.

Es oportuno recordar que el carácter fundamental del Bautismo en la obra de la edificación de la Iglesia se ha puesto de relieve claramente también gracias al diálogo multilateral.

La solidaridad al servicio de la humanidad

43. Sucede cada vez más que los responsables de las Comunidades cristianas adoptan conjuntamente posiciones, en nombre de Cristo, sobre problemas importantes que afectan a la vocación humana, la libertad, la justicia, la paz y el futuro del mundo. Obrando así «comulgan» con uno de los elementos constitutivos de la misión cristiana: recordar a la sociedad, de un modo realista, la voluntad de Dios, haciendo ver a las autoridades y a los ciudadanos el peligro de seguir caminos que llevarían a la violación de los derechos humanos. Es claro, y la experiencia lo demuestra, que en algunas circunstancias la voz común de los cristianos tiene más impacto que una voz aislada.

Los responsables de las Comunidades no son sin embargo los únicos que se unen en este compromiso por la unidad. Numerosos cristianos de todas las Comunidades, movidos por su fe, participan juntos en proyectos audaces que pretenden cambiar el mundo para que triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos. En la Carta encíclica Sollicitudo rei socialis he constatado con alegría esta colaboración, señalando que la Iglesia católica no puede soslayarla. En efecto, los cristianos que tiempo atrás actuaban de modo independiente, ahora están comprometidos juntos al servicio de esta causa para que la benevolencia de Dios pueda triunfar.

La lógica es la del Evangelio. Por ello, reafirmando lo que escribí en mi primera Carta encíclica Redemptor hominis, he tenido oportunidad «de insistir sobre este punto y de estimular todo esfuerzo realizado en esta dirección, a todos los niveles en los que nos encontramos con los otros cristianos hermanos nuestros» y he dado gracias a Dios por «lo que ha realizado en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales y por medio de ellas», como también por medio de la Iglesia católica. Hoy constato con satisfacción que la ya vasta red de colaboración ecuménica se extiende cada vez más. También se realiza una gran tarea en este campo gracias al Consejo Ecuménico de las Iglesias.

Convergencias en la palabra de Dios y en el culto divino

44. Los progresos de la conversión ecuménica son también significativos en otro sector, el relativo a la palabra de Dios. Pienso ante todo en un hecho tan importante para diversos grupos lingüísticos como son las traducciones ecuménicas de la Biblia. Después de la promulgación, por parte del Concilio Vaticano II, de la Constitución Dei Verbum, la Iglesia católica acogió con alegría dicha iniciativa. Estas traducciones, obra de especialistas, ofrecen generalmente una base segura para la oración y la actividad pastoral de todos los discípulos de Cristo. Quien recuerda todo lo que influyeron las disputas en torno a la Escritura en las divisiones, especialmente en Occidente, puede comprender el notable paso que representan estas traducciones comunes.

45. A la renovación litúrgica realizada por la Iglesia católica, corresponde en diversas Comunidades eclesiales la iniciativa de renovar sus cultos. Algunas de ellas, a partir de los deseos expresados a nivel ecuménico, han abandonado la costumbre de celebrar su liturgia de la Cena sólo en contadas ocasiones y han optado por una celebración dominical. Por otra parte, comparando los ciclos de las lecturas litúrgicas de distintas Comunidades cristianas occidentales, se constata que convergen en lo esencial. Siempre a nivel ecuménico, se ha dado un relieve muy especial a la liturgia y a los signos litúrgicos (imágenes, iconos, ornamentos, luces, incienso, gestos). Además, en los institutos de teología donde se forman los futuros ministros el estudio de la historia y del significado de la liturgia comienza a formar parte de los programas, como una necesidad que se está descubriendo.

Se trata de signos convergentes en varios aspectos de la vida sacramental. Ciertamente, a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más «con un mismo corazón». En ocasiones, el poder consumar esta comunión «real aunque todavía no plena» parece estar más cerca.¿Quién hubiera podido pensarlo hace un siglo?

46. En este contexto, es motivo de alegría recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de la Eucaristía, la Penitencia y la Unción de enfermos a otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero que desean vivamente recibirlos, los piden libremente y manifiestan la fe que la Iglesia católica confiesa en estos sacramentos. Recíprocamente, en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos pueden solicitar estos mismos sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en que sean válidos. Las condiciones para esta acogida recíproca están fijadas en normas cuya observancia es necesaria para la promoción ecuménica.

Apreciar los bienes presentes en los otros cristianos

47. El diálogo no se desarrolla sólo en relación a la doctrina, sino que abarca toda la persona: es también un diálogo de amor. El Concilio afirmó:«Es necesario que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran en nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de la sangre: Dios es siempre admirable y digno de admiración en sus obras».

48. Las relaciones que los miembros de la Iglesia católica han establecido con los demás cristianos a partir del Concilio, han hecho descubrir lo que Dios realiza en quienes pertenecen a las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Este contacto directo, a varios niveles, entre los pastores y entre miembros de las Comunidades nos ha hecho tomar conciencia del testimonio que los otros cristianos ofrecen a Dios y a Cristo. Se ha abierto así un espacio amplísimo para toda la experiencia ecuménica, que es al mismo tiempo el reto de nuestra época.¿No es acaso el siglo veinte un tiempo de gran testimonio, que llega «hasta el derramamiento de la sangre»?¿No mira también este testimonio a las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, que toman su nombre de Cristo, crucificado y resucitado?

Este común testimonio de santidad, como fidelidad al único Señor, es un potencial ecuménico extraordinariamente rico de gracia. El Concilio Vaticano II señaló que los bienes presentes en los otros cristianos pueden contribuir a la edificación de los católicos:«No hay que olvidar tampoco que todo lo que la gracia del Espíritu Santo obra en los hermanos separados puede contribuir también a nuestra edificación. Todo lo que es verdaderamente cristiano no se opone nunca a los bienes auténticos de la fe: es más, siempre puede conseguir que se alcance de modo más perfecto el misterio de Cristo y de la Iglesia». El diálogo ecuménico, como verdadero diálogo de salvación, no dejará de animar este proceso, bien encaminado ya en sí mismo a avanzar hacia la verdadera y plena comunión.

Crecimiento de la comunión

49. El crecimiento de la comunión es un fruto precioso de las relaciones entre los cristianos y del diálogo teológico que mantienen. Lo uno y lo otro han hecho a los cristianos conscientes de los elementos de fe que tienen en común. Esto ha servido para consolidar posteriormente su compromiso hacia la plena unidad. En ello el Concilio Vaticano II aparece como potente foco de promoción y orientación.

La Constitución dogmática Lumen gentium relaciona la doctrina sobre la Iglesia católica con el reconocimiento de los elementos salvíficos que se encuentran en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. No se trata de una toma de conciencia de elementos estáticos, presentes pasivamente en esas Iglesias o Comunidades. Como bienes de la Iglesia de Cristo, por su naturaleza, tienden hacia el restablecimiento de la unidad. De esto se deriva que la búsqueda de la unidad de los cristianos no es un hecho facultativo o de oportunidad, sino una exigencia que nace de la misma naturaleza de la comunidad cristiana.

Igualmente, los diálogos teológicos bilaterales con las mayores Comunidades cristianas parten del reconocimiento del grado de comunión ya presente para discutir después, de modo progresivo, las divergencias existentes con cada una. El Señor ha concedido a los cristianos de nuestro tiempo ir superando las discusiones tradicionales.

El diálogo con las Iglesias de Oriente

50. A este respecto, se debe ante todo constatar, con gratitud particular a la Providencia divina, que la relación con las Iglesias de Oriente, debilitada durante siglos, se ha afianzado con el Concilio Vaticano II. Los observadores de estas Iglesias presentes en el Concilio, junto con los representantes de las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente, manifestaron públicamente, en un momento tan solemne para la Iglesia católica, la voluntad común de buscar la comunión.

El Concilio, por su parte, consideró con objetividad y con profundo afecto a las Iglesias de Oriente, poniendo de relieve su eclesialidad y los vínculos objetivos de comunión que las unen con la Iglesia católica. El Decreto sobre el ecumenismo afirma:«Por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios», añadiendo que estas Iglesias «aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el Sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún con nosotros con vínculos estrechísimos».

De las Iglesias de Oriente se reconoce su gran tradición litúrgica y espiritual, el carácter específico de su desarrollo histórico, las disciplinas observadas por ellas desde los primeros tiempos y sancionadas por los Santos Padres y por los Concilios ecuménicos, su modo propio de enunciar la doctrina. Todo esto con la convicción de que la legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que por el contrario aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión.

El Concilio Ecuménico Vaticano II quiere fundamentar el diálogo sobre la comunión existente y llama la atención precisamente sobre la rica realidad de las Iglesias de Oriente:«Por ello, el sacrosanto Sínodo exhorta a todos, pero principalmente a aquellos que desean trabajar por la instauración de la deseada comunión plena entre las Iglesias orientales y la Iglesia católica, a que tengan la debida consideración de esta peculiar condición de las Iglesias que nacen y crecen en Oriente y de la índole de las relaciones existentes entre éstas y la Sede de Roma antes de la separación, y a que se formen una recta opinión sobre todas estas cosas».

51. Esta orientación conciliar ha sido fecunda tanto por las relaciones de fraternidad, que se han ido desarrollando a través del diálogo de caridad, como por la discusión doctrinal en el ámbito de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. Igualmente han sido muy fructíferas las relaciones con las antiguas Iglesias de Oriente.

Ha sido un proceso lento y laborioso, pero fuente de mucha alegría; ha sido también alentador porque ha permitido reencontrar progresivamente la fraternidad.

Reanudación de contactos

52. En relación a la Iglesia de Roma y al Patriarcado ecuménico de Constantinopla, el proceso al que acabamos de hacer alusión se inició gracias a la apertura recíproca mostrada por los Papas Juan XXII y Pablo VI, y también por el Patriarca ecuménico Atenágoras I y sus sucesores. El cambio producido tiene su expresión histórica en el acto eclesial por medio del cual «se ha borrado de la memoria y del interior de las Iglesias» el recuerdo de las excomuniones que, novecientos años antes, en 1054, se convirtieron en símbolo del cisma entre Roma y Constantinopla. Aquel acontecimiento eclesial, tan denso de contenido ecuménico, tuvo lugar en los últimos días del Concilio, el 7 de diciembre de 1965. La asamblea conciliar se concluía así con un acto solemne que era al mismo tiempo purificación de la memoria histórica, perdón recíproco y compromiso solidario por la búsqueda de la comunión.

Este gesto estuvo precedido por el encuentro entre Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I en Jerusalén, en enero de 1964, durante la peregrinación del Papa a Tierra Santa. En aquella ocasión pudo encontrar también al Patriarca ortodoxo de Jerusalén, Benedictos. Posteriormente, el Papa Pablo VI visitó al Patriarca Atenágoras en El Fanar (Estambul), el 25 de julio de 1967 y, en el mes de octubre del mismo año, el Patriarca fue acogido solemnemente en Roma. Estos encuentros de oración señalaban el camino a seguir para el acercamiento entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente, y el restablecimiento de la unidad que existía entre ellas en el primer milenio.

Después de la muerte del Papa Pablo VI y del breve pontificado del Papa Juan Pablo I, cuando se me confió el ministerio de Obispo de Roma, consideré que era uno de los deberes primeros de mi ministerio pontificio tener de nuevo un contacto personal con el Patriarca ecuménico Dimitrios I, que en este tiempo había asumido la sucesión del Patriarca Atenágoras en la sede de Constantinopla. Durante mi visita a El Fanar el 29 de noviembre de 1979, el Patriarca y yo decidimos inaugurar el diálogo teológico entre la Iglesia católica y todas las Iglesias ortodoxas en comunión canónica con la sede de Constantinopla. Es importante añadir, a este propósito, que estaban ya entonces en curso los preparativos para la convocatoria del futuro Concilio de las Iglesias ortodoxas. La búsqueda de su armonía es una contribución a la vida y vitalidad de esas Iglesias hermanas, y esto considerando también la función que están llamadas a desarrollar en el camino hacia la unidad. El Patriarca ecuménico quiso devolverme la visita que le había hecho y, en diciembre de 1987, tuve la alegría de recibirlo en Roma con sincero afecto y con la solemnidad que le correspondía. En este contexto de fraternidad eclesial se debe recordar la costumbre, establecida ya desde hace varios años, de acoger en Roma, para la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, una delegación del Patriarcado ecuménico, así como de enviar a El Fanar una delegación de la Santa Sede para la solemne celebración de san Andrés.

53. Estos contactos regulares permiten entre otras cosas un intercambio directo de informaciones y pareceres para una coordinación fraterna. Por otra parte, nuestra participación común en la oración nos habitúa a vivir al lado los unos de los otros, nos lleva a aceptar juntos, y por tanto a poner en práctica, la voluntad del Señor para con su Iglesia.

En el camino que hemos recorrido desde el Concilio Vaticano II, debemos mencionar al menos dos acontecimientos particularmente elocuentes y de gran importancia ecuménica en las relaciones entre Oriente y Occidente: en primer lugar, el Jubileo de 1984, convocado para conmemorar el XI centenario de la obra evangelizadora de Cirilo y Metodio, y en el que proclamé copatronos de Europa a los dos santos apóstoles de los Eslavos, mensajeros de fe. Ya el Papa Pablo VI en 1964, durante el Concilio, había proclamado patrón de Europa a san Benito. Asociar los dos hermanos de Tesalónica al gran fundador del monacato occidental quiere poner indirectamente de relieve la doble tradición eclesial y cultural tan significativa para los dos mil años de cristianismo que ha caracterizado la historia del continente europeo. No es superfluo recordar que Cirilo y Metodio provenían del ámbito de la Iglesia bizantina de su tiempo, época en la que estaba en comunión con Roma. Al proclamarlos, junto con san Benito, patronos de Europa quería no sólo ratificar la verdad histórica sobre el cristianismo en el continente europeo, sino también proporcionar un tema importante al diálogo entre Oriente y Occidente que tantas esperanzas ha suscitado en el posconcilio. En los santos Metodio y Cirilo, como en san Benito, Europa reencuentra sus raíces espirituales. Ahora que llega a término el segundo milenio del nacimiento de Cristo, se les debe venerar juntos, como patronos de nuestro pasado y como santos a quienes las Iglesias y las naciones del continente europeo confían su futuro.

54. El otro acontecimiento que me es grato recordar es la celebración del Milenio del Bautismo de la Rusia(988 -1988). La Iglesia católica, y de modo particular la Sede Apostólica, quisieron tomar parte en las celebraciones jubilares y trataron de señalar cómo el Bautismo conferido en Kiev a san Vladimiro fue uno de los sucesos centrales para la evangelización del mundo. A ello deben su fe no sólo las grandes naciones eslavas del Este europeo, sino también los pueblos que viven más allá de los montes Urales y hasta Alaska.

En esta perspectiva encuentra su motivo más profundo una expresión que he usado otras veces:¡la Iglesia debe respirar con sus dos pulmones! En el primer milenio de la historia del cristianismo se hace referencia sobre todo a la dualidad Bizancio-Roma; desde el Bautismo de la Rus' en adelante, esta expresión ensancha sus horizontes: la evangelización se ha extendido a un ámbito mucho más amplio, de modo que aquella expresión se refiere ya a la Iglesia entera. Si se considera además que este acontecimiento salvífico, que tuvo lugar en las orillas del Dniepr, se remonta a una época en la que la Iglesia de Oriente y la de Occidente no estaban divididas, se comprende claramente cómo la perspectiva que debe seguirse para buscar la comunión plena es aquella de la unidad en la legítima diversidad. Es lo que he afirmado con fuerza en la Carta encíclica Slavorum apostoli dedicada a los santos Cirilo y Metodio y en la Carta apostólica Euntes in mundum dirigida a los fieles de la Iglesia católica en la conmemoración del Milenio del Bautismo de la Rus' de Kiev.

Iglesias hermanas

55. El Decreto conciliar Unitatis redintegratio tiene presente en su horizonte histórico la unidad que, a pesar de todo, se vivió en el primer milenio y que se configura, en cierto sentido, como modelo.«Es grato para el sagrado Concilio recordar a todos [...] que en Oriente florecen muchas Iglesias particulares o locales, entre las que ocupan el primer lugar las Iglesias patriarcales, y muchas de éstas se glorían de tener su origen en los mismos Apóstoles». El camino de la Iglesia se inició en Jerusalén el día de Pentecostés y todo su desarrollo original en la oikoumene de entonces se concentraba alrededor de Pedro y de los Once (cf. Hch 2, 14). Las estructuras de la Iglesia en Oriente y en Occidente se formaban por tanto en relación con aquel patrimonio apostólico. Su unidad, en el primer milenio, se mantenía en esas mismas estructuras mediante los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con el Obispo de Roma. Si hoy, al final del segundo milenio, tratamos de restablecer la plena comunión, debemos referirnos a esta unidad estructurada así.

El Decreto sobre el ecumenismo señala un posterior aspecto característico, gracias al cual todas las Iglesias particulares permanecían en la unidad, la «preocupación y el interés por conservar las relaciones fraternas en comunión de fe y caridad que deben tener vigencia, como entre hermanos, entre las Iglesias locales».

56 Después del Concilio Vaticano II y con referencia a aquella tradición, se ha restablecido el uso de llamar «Iglesias hermanas» a las Iglesias particulares o locales congregadas en torno a su Obispo. La supresión además de las excomuniones recíprocas, quitando un doloroso obstáculo de orden canónico y psicológico, ha sido un paso muy significativo en el camino hacia la plena comunión.

Las estructuras de unidad existentes antes de la división son un patrimonio de experiencia que guía nuestro camino para la plena comunión. Obviamente, durante el segundo milenio, el Señor no ha dejado de dar a su Iglesia abundante frutos de gracia y crecimiento. Pero por desgracia el progresivo distanciamiento recíproco entre las Iglesias de Occidente y las de Oriente las ha privado de las riquezas de sus dones y ayudas mutuas. Es necesario hacer con la gracia de Dios un gran esfuerzo para restablecer entre ellas la plena comunión, fuente de tantos bienes para la Iglesia de Cristo. Este esfuerzo exige toda nuestra buena voluntad, la oración humilde y una colaboración perseverante que no se debe desanimar ante nada. San Pablo nos amonesta:«Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas»(Gál 6, 2).¡Cómo se adapta a nosotros y qué actual es la exhortación del Apóstol! El término tradicional de «Iglesias hermanas» debería acompañarnos incesantemente en este camino.

57. Como deseaba el Papa Pablo VI, nuestro objetivo es el de reencontrar juntos la plena unidad en la legítima diversidad:«Dios nos ha concedido recibir en la fe este testimonio de los Apóstoles. Por el Bautismo somos uno en Cristo Jesús(cf. Gál 3, 28). En virtud de la sucesión apostólica, el Sacerdocio y la Eucaristía nos unimos más íntimamente; participando de los dones de Dios a su Iglesia, estamos en comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo [...] En cada Iglesia local se realiza este misterio del amor divino.¿Acaso no es éste el motivo por el que las Iglesias locales gustaban llamarse con la bella expresión tradicional de Iglesias hermanas?(cf. Decr. Unitatis redintegratio, 14). Esta vida de Iglesias hermanas la vivimos durante siglos, celebrando juntos los Concilios ecuménicos, que defendieron el depósito de la fe de toda alteración. Ahora, después de un largo período de división e incomprensión recíproca, el Señor nos concede redescubrirnos como Iglesias hermanas, a pesar de los obstáculos que en el pasado se interpusieron entre nosotros». Si hoy, a las puertas del tercer milenio, buscamos el restablecimiento de la plena comunión, debemos tender a la realización de este objetivo y debemos hacer referencia al mismo.

El contacto con esta gloriosa tradición es fecundo para la Iglesia.«Las Iglesias de Oriente -afirma el Concilio- poseen desde su origen un tesoro, del que la Iglesia de Occidente ha tomado muchas cosas en materia litúrgica, en la tradición espiritual y en el ordenamiento jurídico».

Forman parte de este «tesoro» también «las riquezas de aquellas tradiciones espirituales que encontraron su expresión principalmente en el monaquismo. Pues allí, desde los tiempos gloriosos de los Santos Padres, floreció aquella espiritualidad monástica, que se extendió luego a Occidente». Como he señalado en la reciente Carta apostólica Orientale lumen, las Iglesias de Oriente han vivido con gran generosidad el compromiso testimoniado por la vida monástica,«comenzando por la evangelización, que es el servicio más alto que el cristiano puede prestar a su hermano, para proseguir con muchas otras formas de ayuda espiritual y material. Es más, se puede decir que el monaquismo fue en la antigüedad -y, en varias ocasiones, también en tiempos posteriores- el instrumento privilegiado para la evangelización de los pueblos».

El Concilio no se limita a señalar todo lo que hace semejantes entre sí a las Iglesias en Oriente y en Occidente. En armonía con la verdad histórica no duda en afirmar:«No hay que admirarse, pues, de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí». El intercambio de dones entre las Iglesias en su complementariedad hace fecunda la comunión.

58. El Concilio Vaticano II ha sacado de la consolidada comunión de fe ya existente conclusiones pastorales adecuadas para la vida concreta de los fieles y para la promoción del espíritu de unidad. En función de los estrechísimos vínculos sacramentales existentes entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, el Decreto Orientalium ecclesiarum ha puesto de relieve que «la práctica pastoral demuestra, en lo que se refiere a los hermanos orientales, que se pueden y se deben considerar diversas circunstancias personales en las que ni sufre daño la unidad de la Iglesia, ni hay peligros que se deban evitar, y apremia la necesidad de salvación y el bien espiritual de las almas. Por eso, la Iglesia católica, según las circunstancias de tiempos, lugares y personas, usó y usa con frecuencia un modo de actuar más suave, ofreciendo a todos medios de salvación y testimonio de caridad entre los cristianos, mediante la participación en los sacramentos y en otras funciones y cosas sagradas».

Esta orientación teológica y pastoral, con la experiencia de los años del posconcilio, ha sido recogida por los dos Códigos de Derecho Canónico. Ha sido desarrollada desde el punto de vista pastoral por el Directorio para la aplicación de los principio y de las normas acerca del ecumenismo.

En esta materia tan importante y delicada, es necesario que los Pastores instruyan con atención a los fieles para que éstos conozcan con claridad las razones precisas tanto de esta participación en el culto litúrgico como de las distintas disciplinas existentes al respecto.

No se debe perder nunca de vista la dimensión eclesiológica de la participación en los sacramentos, sobre todo en la sagrada Eucaristía.

Progresos del diálogo

59. Desde su creación en 1979, la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto ha trabajado intensamente, orientando progresivamente su labor hacia las perspectivas que, de común acuerdo, habían sido determinadas con el fin de restablecer la plena comunión entre las dos Iglesias. Esta comunión basada en la unidad de fe, en continuidad con la experiencia y la tradición de la Iglesia antigua, encontrará su plena expresión en la concelebración de la Eucaristía. Con actitud positiva, basándose en cuanto tenemos en común, la Comisión mixta ha podido avanzar sustancialmente y, como pude declarar junto con el venerable Hermano, Su Santidad Dimitrios I, Patriarca ecuménico, ha logrado expresar «lo que la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa pueden ya profesar juntas como fe común sobre el misterio de la Iglesia y el vínculo entre la fe y los sacramentos». La comisión ha podido constatar y afirmar además que «en nuestras Iglesias la sucesión apostólica es fundamental para la santificación y la unidad del pueblo de Dios». Se trata de puntos de referencia importantes para la continuación del diálogo. Más aún: estas afirmaciones hechas en común constituyen la base que permite a los católicos y ortodoxos ofrecer desde ahora, en nuestro tiempo, un testimonio común fiel y concorde para que el nombre del Señor sea anunciado y glorificado.

60. Más recientemente, la Comisión mixta internacional ha dado un paso significativo en la cuestión tan delicada del método a seguir en la búsqueda de la comunión plena entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa, cuestión que ha alterado con frecuencia las relaciones entre católicos y ortodoxos. La Comisión ha puesto las bases doctrinales para una solución positiva del problema, que se fundamentan en la doctrina de las Iglesias hermanas. En este contexto se ha visto también claramente que el método a seguir para la plena comunión es el diálogo de la verdad, animado y sostenido por el diálogo de la caridad. El derecho reconocido a las Iglesias orientales católicas de organizarse y desarrollar su apostolado, así como la participación efectiva de estas Iglesias en el diálogo de la caridad y en el teológico, favorecerán no sólo un real y fraterno respeto reciproco entre los ortodoxos y los católicos que viven en un mismo territorio, sino también su común empeño en la búsqueda de la unidad.

Se ha dado un paso adelante. EL esfuerzo debe continuar. Se puede constatar desde ahora una pacificación de los ánimos, que hace la búsqueda más fecunda.

Respecto a las Iglesias orientales en comunión con la Iglesia católica, el Concilio dijo:«Este santo Sínodo, dando gracias a Dios porque muchos orientales, hijos de la Iglesia [...] viven ya en comunión plena con los hermanos que practican la tradición occidental, declara que todo este patrimonio espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradiciones, pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia». Ciertamente las Iglesias orientales católicas, en el espíritu del Decreto sobre el ecumenismo, podrán participar positivamente en el diálogo de la caridad y en el diálogo teológico, tanto a nivel local como universal, contribuyendo así a la recíproca comprensión y a una búsqueda dinámica de la plena unidad.

61. En esta línea, la Iglesia católica no busca más que la plena comunión entre Oriente y Occidente. Para ello se inspira en la experiencia del primer milenio. En efecto, en este período «el desarrollo de diferentes experiencias de vida eclesial no impedía que, mediante relaciones reciprocas, los cristianos pudieran seguir teniendo la certeza de que en cualquier Iglesia se podían sentir como en casa, porque de todas se elevaba, con una admirable variedad de lenguas y de modulaciones, la alabanza al único Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo; todas se hallaban reunidas para celebrar la Eucaristía, corazón y modelo para la comunidad no sólo por lo que atañe a la espiritualidad o a la vida moral, sino también para la estructura misma de la Iglesia, en la variedad de los ministerios y de los servicios bajo la presidencia del Obispo, sucesor de los Apóstoles. Los primeros Concilios son un testimonio elocuente de esta constante unidad en la diversidad». ¿Cómo reconstruir la unidad después de casi mil años? Esta es la gran tarea que debe asumir y que corresponde también a la Iglesia ortodoxa. De ahí se comprende la gran actualidad del diálogo, sostenido por la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

Relaciones con las antiguas Iglesias de Oriente

62. Después del Concilio Vaticano II la Iglesia católica, con modalidades y ritmos diversos, ha reanudado también las relaciones fraternas con aquellas antiguas Iglesias de Oriente que contestaron las fórmulas dogmáticas de los Concilios de Éfeso y Calcedonia. Todas estas Iglesias enviaron observadores delegados al Concilio Vaticano II; sus Patriarcas nos han honrado con sus visitas y con ellos el Obispo de Roma ha podido hablar como con unos hermanos que, después de mucho tiempo, se reencuentran con alegría.

La reanudación de las relaciones fraternas con las antiguas Iglesias de Oriente, testigos de la fe cristiana en situaciones con frecuencia hostiles y trágicas, es un signo concreto de cómo Cristo nos une a pesar de las barreras históricas, políticas, sociales y culturales. Precisamente en relación al tema cristológico, hemos podido declarar junto con los Patriarcas de algunas de estas Iglesias nuestra fe común en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. El Papa Pablo VI de venerable memoria firmó unas declaraciones en este sentido con Su Santidad Shenouda III, Papa de Alejandría y Patriarca copto ortodoxo, con el Patriarca siro ortodoxo de Antioquía, Su Santidad Jacoub III. Yo mismo he podido ratificar este acuerdo cristológico y extraer consecuencias: para el desarrollo del diálogo con el Papa Shenouda y para la colaboración pastoral con el Patriarca siro de Antioquía Mar Ignacio Zakka I Iwas.

Con el venerable Patriarca de la Iglesia de Etiopía, Abuna Paulos, que me visitó en Roma el 11 de junio de 1993, hemos puesto de relieve la profunda comunión existente entre nuestras dos Iglesias:«Compartimos la fe transmitida por los Apóstoles, así como los mismos sacramentos y el mismo ministerio, que se remontan a la sucesión apostólica [...]. Hoy, además, podemos afirmar que profesamos la misma fe en Cristo, a pesar de que durante mucho tiempo esto fue causa de división entre nosotros».

Más recientemente, el Señor me ha concedido la gracia de firmar una declaración común cristológica con el Patriarca asirio de Oriente, Su Santidad Mar Dinkha IV, que por este motivo me visitó en Roma en el mes de noviembre de 1994. Teniendo en cuenta las formulaciones teológicas diferentes, hemos podido así profesar juntos la verdadera fe en Cristo. Quiero manifestar mi alegría por todo esto con las palabras de la Virgen:«Proclama mi alma la grandeza del Señor»(Lc 1, 46).

63. En las controversias tradicionales sobre la cristología, los contactos ecuménicos han hecho pues posible clarificaciones esenciales, que nos han permitido confesar juntos aquella fe que tenemos en común. Una vez más se debe constatar que este importante logro es seguramente fruto de la profundización teológica y del diálogo fraterno. Y no sólo esto. Ello nos estimula: en efecto, nos muestra que el camino recorrido es justo y que es razonable esperar encontrar juntos la solución para las demás cuestiones controvertidas.

Diálogo con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales en Occidente

64. En el amplio objetivo dirigido al restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos, el Decreto sobre ecumenismo toma en consideración igualmente las relaciones con las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente. A fin de instaurar un clima de fraternidad cristiana y de diálogo, el Concilio presenta dos consideraciones de orden general: una de carácter histórico-psicológico y otra de carácter teológico-doctrinal. Por una parte, el documento citado señala:«Las Iglesias y Comunidades eclesiales que se separaron de la Sede Apostólica Romana, bien en aquella gravísima crisis que comenzó en Occidente ya a finales de la Edad Media, bien en tiempos posteriores, están unidas con la Iglesia católica por una peculiar relación de afinidad a causa del mucho tiempo en que, en siglos pasados, el pueblo cristiano llevó una vida en comunión eclesiástica». Por otra parte, se constata con idéntico realismo:«Hay que reconocer que entre estas Iglesias y Comunidades y la Iglesia católica existen discrepancias de gran peso, no sólo de índole histórica, sociológica, psicológica y cultural, sino, ante todo, de interpretación de la verdad revelada»

65. Son comunes las raíces y son semejantes, a pesar de las diferencias, las orientaciones que han inspirado en Occidente el desarrollo de la Iglesia católica y de las Iglesias y Comunidades surgidas de la Reforma. Por lo tanto, ellas poseen una característica occidental común. Las «divergencias» mencionadas antes, aunque importantes, no excluyen pues recíprocas influencias y aspectos complementarios.

El movimiento ecuménico comenzó precisamente en el ámbito de las Iglesias y Comunidades de la Reforma. Contemporáneamente, ya en enero de 1920, el Patriarcado ecuménico había expresado su deseo de que se organizase una colaboración entre las Comuniones cristianas. Este hecho muestra que la incidencia del trasfondo cultural no es determinante. En cambio es esencial la cuestión de la fe. La oración de Cristo, nuestro único Señor, Redentor y Maestro, habla a todos del mismo modo, tanto al Oriente como al Occidente. Esa Oración es un imperativo que nos exige abandonar las divisiones, para buscar y reencontrar la unidad, animados incluso por las mismas y amargas experiencias de la división.

66. El Concilio Vaticano II no pretende hacer la «descripción» del cristianismo posterior a la Reforma, ya que «estas Iglesias y Comunidades eclesiales difieren mucho, no sólo de nosotros, sino también entre sí», y esto «por la diversidad de su origen, doctrina y vida espiritual». Además, el mismo Decreto observa cómo el movimiento ecuménico y el deseo de paz con la Iglesia católica no ha penetrado aún en todas partes. Sin embargo, el Concilio propone el diálogo independientemente de estas circunstancias.

El Decreto conciliar trata después de «ofrecer [...] algunos puntos que pueden y deben ser fundamento y estímulo para este diálogo».

«Nuestra atención se dirige [...] a aquellos cristianos que confiesan públicamente a Jesucristo como Dios y Señor, y único mediador entre Dios y los hombres, para gloria del único Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo».

Estos hermanos cultivan el amor y la veneración por las Sagradas Escrituras:«Invocando al Espíritu Santo, buscan en la Sagrada Escritura a Dios como a quien les habla en Cristo, anunciado por los profetas, Verbo de Dios, encarnado por nosotros. En ella contemplan la vida de Cristo y cuanto el divino Maestro enseñó y realizó para la salvación de los hombres, sobre todo los misterios de su muerte y resurrección [...]; afirman la autoridad divina de los Sagrados Libros».

Al mismo tiempo, sin embargo,«piensan de distinta manera que nosotros [...] acerca de la relación entre las Escrituras y la Iglesia, en la cual, según la fe católica, el magisterio auténtico tiene un lugar peculiar en la exposición y predicación de la palabra de Dios escrita» A pesar de esto,«en el diálogo [ecuménico]... las Sagradas Escrituras son un instrumento precioso en la mano poderosa de Dios para lograr la unidad que el Salvador ofrece a todos los hombres».

Además, el sacramento del Bautismo, que tenemos en común, representa «un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él». Las implicaciones teológicas, pastorales y ecuménicas del común Bautismo son muchas e importantes. Si bien por sí mismo constituye «sólo un principio y un comienzo», este sacramento «se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la incorporación plena en la economía de la salvación, como el mismo Cristo quiso, y finalmente a la incorporación íntegra en la comunión eucarística».

67. Han surgido divergencias doctrinales e históricas del tiempo de la Reforma a propósito de la Iglesia, de los sacramentos y del Ministerio ordenado. El Concilio pide por tanto a establecer como objeto de diálogo la doctrina sobre la Cena del Señor, sobre los demás sacramentos, sobre el culto y los ministerios de la Iglesia».

El Decreto Unitatis redintegratio, poniendo de relieve cómo a las Comunidades posteriores a la Reforma les falta «esa unidad plena con nosotros que dimana del Bautismo», advierte que ellas,«sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico», aunque,«al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión con Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa».

68. El Decreto no olvida la vida espiritual y las consecuencias morales:«La vida cristiana de estos hermanos se nutre de la fe en Cristo y se fomenta con la gracia del Bautismo y la escucha de la palabra de Dios. Se manifiesta en la oración privada, en la meditación bíblica, en la vida de la familia cristiana, en el culto de la comunidad congregada para alabar a Dios. Por otra parte, su culto presenta, a veces, elementos notables de la antigua liturgia común».

Además, el documento conciliar no se limita a estos aspectos espirituales, morales y culturales, sino que extiende su consideración al vivo sentimiento de la justicia y a la caridad sincera hacia el prójimo, que están presentes en estos hermanos; no olvida tampoco sus iniciativas para hacer más humanas las condiciones sociales de la vida y para restablecer la paz. Todo esto con la sincera voluntad de adherirse a la palabra de Cristo como fuente de la vida cristiana.

De este modo el texto manifiesta una problemática que, en el campo ético-moral, se hace cada vez más urgente en nuestro tiempo:«Muchos cristianos no entienden el Evangelio [...] de igual manera que los católicos». En esta amplia materia hay un gran espacio de diálogo sobre los principios morales del Evangelio y sus aplicaciones.

69. Los deseos y la invitación del Concilio Vaticano II se han realizado, y progresivamente se ha abierto el diálogo teológico bilateral con las diferentes Iglesias y Comunidades cristianas mundiales de Occidente.

Por otra parte, en relación al diálogo multilateral, ya en 1964 se inició el proceso para la constitución de un «Grupo Mixto de Trabajo» con el Consejo Ecuménico de las Iglesias, y desde 1968, algunos teólogos católicos entraron a formar parte, como miembros de pleno derecho, del Departamento teológico de dicho Consejo, la Comisión «Fe y Constitución».

El diálogo ha sido y es fecundo, rico de promesas. Los temas propuestos por el Decreto conciliar como materia de diálogo han sido ya afrontados, o lo serán pronto. La reflexión de los diversos diálogos bilaterales, realizados con una entrega que merece el elogio de toda la comunidad ecuménica, se ha centrado sobre muchas cuestiones controvertidas como el Bautismo, la Eucaristía, el Ministerio ordenado, la sacramentalidad y la autoridad de la Iglesia, la sucesión apostólica. Se han delineado así perspectivas de solución inesperadas y al mismo tiempo se ha comprendido la necesidad de examinar más profundamente algunos argumentos.

70. Esta investigación difícil y delicada, que implica problemas de fe y respeto de la propia conciencia y de la del otro, ha estado acompañada y sostenida por la oración de la Iglesia católica y de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. La oración por la unidad, tan enraizada y difundida ya en la realidad eclesial, muestra que los cristianos son conscientes de la importancia de la cuestión ecuménica. Precisamente porque la búsqueda de la plena unidad exige confrontar la fe entre creyentes que tienen un único Señor, la oración es la fuente que ilumina la verdad que se ha de acoger enteramente.

Asimismo, por medio de la oración, la búsqueda de la unidad, lejos de quedar restringida al ámbito de los especialistas, se extiende a cada bautizado. Todos, independientemente de su misión en la Iglesia y de su formación cultural, pueden contribuir activamente, de forma misteriosa y profunda.

Relaciones eclesiales

71. Es necesario dar gracias también a la Divina Providencia por todos los acontecimientos que testimonian el progreso hacia la búsqueda de la unidad. Junto al diálogo teológico es oportuno mencionar las demás formas de encuentro, la oración en común y la colaboración práctica. El Papa Pablo VI dio un gran impulso a este proceso con su visita el 10 de junio de 1969 a la sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, y recibiendo muchas veces a representantes de varias Iglesias y Comunidades eclesiales. Estos contactos contribuyen eficazmente a mejorar el conocimiento recíproco y a incrementar la fraternidad cristiana.

El Papa Juan Pablo I, al inicio de su brevísimo pontificado, manifestó la voluntad de continuar el camino. El Señor me ha concedido a mi proseguir en esta dirección. Además de los importantes encuentros ecuménicos en Roma, una parte significativa de mis visitas pastorales se dedica regularmente al testimonio en favor de la unidad de los cristianos. Algunos de mis viajes tienen incluso una «prioridad» ecuménica, especialmente en los países donde las comunidades católicas constituyen una minoría respecto a las Comuniones posteriores a la Reforma; o donde estas últimas representan una porción considerable de los creyentes en Cristo de una sociedad determinada.

72. Esto se refiere sobre todo a los países europeos, donde tuvieron inicio estas divisiones, y a América del Norte. En este contexto, y sin hacer de menos las demás visitas, merecen atención especial las que, en el continente europeo, realicé por dos veces a Alemania, en noviembre de 1980 y en abril-mayo de 1987; la visita al Reino Unido (Inglaterra, Escocia y Gales) en mayo-junio de 1982; a Suiza en junio de 1984; y a los Países escandinavos y nórdicos (Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca e Islandia), a donde fui en junio de 1989. En el gozo, el respeto reciproco, la solidaridad cristiana y la oración, me he encontrado con tantos y tantos hermanos, todos comprometidos en la búsqueda de la fidelidad al Evangelio. Constatar todo esto ha sido para mi motivo de gran aliento. Hemos experimentado la presencia del Señor entre nosotros.

Quisiera a este respecto recordar una actitud inspirada por la caridad fraterna y caracterizada por la profunda luz de fe que he vivido con intensa participación. Me refiero a las celebraciones eucarísticas que presidí en Finlandia y Suecia durante mi viaje a los Países escandinavos y nórdicos. En el momento de la comunión, los Obispos luteranos se acercaron al celebrante. Ellos quisieron manifestar con un gesto concordado el deseo de alcanzar el momento en que nosotros, católicos y luteranos, podremos participar en la misma Eucaristía, y quisieron recibir la bendición del celebrante. Con amor, los bendije. El mismo gesto, tan rico de significado, se repitió en Roma durante la misa que presidí en la plaza Farnese con ocasión del VI centenario de la canonización de santa Brígida, el 6 de octubre de 1991.

He encontrado también sentimientos análogos al otro lado del océano, en Canadá, en septiembre de 1984; y especialmente en septiembre de 1987 en los Estados Unidos, donde se percibe una gran apertura ecuménica. Es el caso, por ejemplo, del encuentro ecuménico en Columbia, en Carolina del Sur el 11 de septiembre de 1987. El hecho de que tengan lugar con regularidad estos encuentros entre los hermanos de la «Posreforma» y el Papa es en sí mismo importante. Estoy profundamente agradecido porque tanto los responsables de las diferentes Comunidades, como las Comunidades en su conjunto, me han acogido de buen grado. Desde este punto de vista considero significativa la celebración ecuménica de la Palabra, tenida en Columbia sobre el tema de la familia.

73. Además es motivo de gran alegría comprobar que durante el período posconciliar y en las Iglesias locales abundan las iniciativas y las acciones en favor de la unidad de los cristianos, las cuales extienden su incidencia directa a las Conferencias episcopales, diócesis y comunidades parroquiales, así como a los distintos movimientos eclesiales.

Colaboraciones realizadas

74.«No todo el que me diga:' Señor, Señor', entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial»(Mt 7, 21). La coherencia y honestidad de las intenciones y afirmaciones de principio se verifican aplicándolas en la vida concreta. El Decreto conciliar sobre el ecumenismo nota cómo en los otros cristianos «la fe con la que se cree en Cristo produce frutos de alabanza y acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios; se añade, además, un vivo sentido de la justicia y una sincera caridad para con el prójimo».

Esto último es un terreno fértil no sólo para el diálogo, sino también para una colaboración dinámica: la «fe activa ha producido también no pocas instituciones para aliviar la miseria espiritual y corporal, para cultivar la educación de la juventud, para humanizar las condiciones sociales de vida, para consolidar la paz en el mundo».

La vida social y cultural ofrece amplios espacios de colaboración ecuménica. Cada vez con más frecuencia los cristianos se unen para defender la dignidad humana, para promover el bien de la paz, la aplicación social del Evangelio, para hacer presente el espíritu cristiano en las ciencias y en las artes. Se unen cada vez más para hacer frente a las miserias de nuestro tiempo: el hambre, las calamidades y la injusticia social.

75. Esta cooperación, que se inspira en el Evangelio mismo, nunca es para los cristianos una mera acción humanitaria. Tiene su razón de ser en la palabra del Señor:«Tuve hambre, y me disteis de comer»(Mt 25, 35). Como ya he señalado, la cooperación de todos los cristianos manifiesta claramente aquel grado de comunión que ya existe entre ellos.

De cara al mundo, la acción conjunta de los cristianos en la sociedad tiene entonces el valor trasparente de un testimonio dado en común al nombre del Señor. Asume también las dimensiones de un anuncio, ya que revela el rostro de Cristo.

Las divergencias doctrinales que permanecen ejercen un influjo negativo y ponen límites incluso a la colaboración. Sin embargo, la comunión de fe ya existente entre los cristianos ofrece una base sólida no sólo para su acción conjunta en el campo social, sino también en el ámbito religioso.

Esta cooperación facilitará la búsqueda de la unidad. El Decreto sobre el ecumenismo señala que con ella «los que creen en Cristo aprenderán fácilmente cómo pueden conocerse mejor los unos a los otros, apreciarse más y allanar el camino de la unidad de los cristianos».

76.¿Cómo no recordar, en este contexto, el interés ecuménico por la paz que se manifiesta en la oración y en la acción con una participación creciente de los cristianos y con una motivación teológica cada vez más profunda? No podría ser de otro modo.¿Acaso no creemos en Jesucristo, Príncipe de la paz? Los cristianos están cada vez más unidos en el rechazo de la violencia, de todo tipo de violencia, desde la guerra a la injusticia social.

Estamos llamados a un esfuerzo cada vez más activo, para que se vea aún más claramente que los motivos religiosos no son la causa verdadera de los conflictos actuales, aunque, lamentablemente, no haya desaparecido el riesgo de instrumentalizaciones con fines políticos y polémicos.

En 1986, en Asís, durante la Jornada Mundial de oración por la paz, los cristianos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales invocaron con una sola voz al Señor de la historia por la paz del mundo Aquel día, de modo distinto pero paralelo, rezaron por la paz también los Hebreos y los Representantes de las religiones no cristianas, en una sintonía de sentimientos que hicieron vibrar las dimensiones más profundas del espíritu humano.

No quisiera olvidar la Jornada de oración por la paz en Europa, especialmente en los Balcanes, que me llevó como peregrino a la ciudad de san Francisco el 9 y 10 de enero de 1993, y la Misa por la paz en los Balcanes, y en particular en Bosnia-Herzegovina, que presidí el 23 de enero de 1994 en la Basílica de san Pedro en el marco de la Semana de oración por la unidad de los cristianos.

Cuando nuestra mirada recorre el mundo, la alegría invade nuestro ánimo. En efecto, constatamos cómo los cristianos se sienten cada vez más interpelados por el problema de la paz. Lo consideran relacionado íntimamente con el anuncio del Evangelio y con la venida del Reino de Dios.