Declaración de los Cardenales, Arzobispos, Obispos y demás prelados representantes de la Jerarquía de América latina reunidos en la Conferencia Episcopal de Rio de Janeiro

Después de haber examinado atentamente los distintos temas que han sido sometidos a nuestro estudio, llegando a conclusiones que serán oportunamente llevadas al conocimiento de toda la Jerarquía Latinoamericana, sentimos la necesidad de dirigirnos al Clero secular y regular, a las religiosas y a los fieles de las diversas naciones representadas en la Conferencia, para expresarles nuestro profundo agradecimiento por la ayuda espiritual de sus oraciones y por el especial interés con que nos han acompañado en tan memorables jornadas. Que Dios nuestro Señor bendiga a este Clero celoso y sacrificado y que esta bendición redunde en bien espiritual de los fieles encomendados a nuestro ministerio.

Antes de terminar estas labores, y en la seguridad de que las decisiones tomadas podrán convertirse en realidad sólo con la colaboración abnegada, solícita y eficiente de todos, creemos necesario llamar la atención de nuestros sacerdotes y fieles sobre los puntos principales tratados en esta Conferencia, por su especial y fundamental importancia.

(Río, Declaración)

El estudio de la situación de nuestras naciones ha evidenciado una vez más que, si por una parte el inmenso don de la fe católica sigue siendo, gracias a Dios, patrimonio común de todas ellas, por otra es indispensable que dicho patrimonio se incremente de manera que esa misma fe se difunda más y más e informe integralmente el pensamiento, las costumbres y las instituciones de nuestro Continente. Para ello es ante todo indispensable un Clero numeroso, virtuoso y apostólico, que pueda realizar una obra, más amplia, y profunda de evangelización, como América Latina lo exige con urgencia.

Así pues, la Conferencia ha tenido como objeto central de su labor el problema fundamental que aflige a nuestras naciones, a saber: la escasez de sacerdotes.

La Conferencia estima que la necesidad más apremiante de América Latina es el trabajo ardiente, incansable y organizado en favor de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y hace por tanto un fervoroso llamamiento a todos, sacerdotes, religiosos y fieles, para que colaboren generosamente en una activa perseverante campaña vocacional.

Para, ello hay que formar la conciencia sobre la gravedad y trascendencia del problema; hay que acentuar la responsabilidad que tienen en su solución el Clero, los educadores, los fieles todos y, de manera especial, los padres de familia que deben ser los instrumentos más eficaces en la obra de las vocaciones.

Formada la conciencia del problema, hay que emplear las armas de la oración y del apostolado. La oración es el medio primero, más poderoso e insustituible para despertar vocaciones, pues el mismo Jesucristo nos enseñó que hay que orar para tener operarios en su campo: «Rogate ergo Dominum messis ut mittat operarios in messem suam».

La campaña fervorosa de oraciones, unida a una acción amplia, ordenada y vibrante, dará a la copiosa mies de América Latina los operarios evangélicos que necesita.

Es pues vivísimo deseo de esta Conferencia que la Obra de las Vocaciones Sacerdotales sea considerada en todas las Diócesis como la obra fundamental e inaplazable, la que debe afanar a todos, la que merece la afectuosa solicitud y la efectiva ayuda de todos.

Asimismo deseamos que sea apoyada y favorecida en nuestros Países la Obra de las Vocaciones Religiosas, según sus propios estatutos.

Con sentimientos de paternal agradecimiento recordamos y alabamos a los religiosos que, en nuestros días, trabajan incansablemente -en colaboración con el clero secular- para conservar y acrecentar la vida cristiana de nuestros fieles, y a las religiosas que, con la oración y múltiples formas de apostolado y de asistencia, prestan su ayuda eficaz para la realización del mensaje evangélico en nuestro Continente.

No queremos dejar pasar la oportunidad de recordar también a los seglares que, conscientes de la trascendental importancia y de la extrema urgencia de la labor apostólica en que se encuentra empeñada la Iglesia, militan en una u otra organización de apostolado, con plena sumisión a las directivas y disposiciones de los Romanos Pontífices y de la Sagrada Jerarquía, con efectiva coordinación de esfuerzos en el campo parroquial, diocesano y nacional. A la Acción Católica y demás asociaciones de apostolado enviamos nuestra sincera palabra de complacencia por la meritoria labor hasta ahora realizada y nuestra paternal voz de aliento para que, aumentando cada vez más sus filas, continúen con renovado empeño las tareas que les han sido señaladas.

(Río, Declaración 1)

Junto con la campaña vocacional, debe emprenderse otra, no menos fundamental ni tampoco menos general: la de la Instrucción Religiosa.

Al examinar la situación de nuestro Continente es motivo de consuelo el comprobar la ingente labor apostólica que aquí se ha realizado y se realiza. Hay que agradecer y bendecir el generoso esfuerzo de los predicadores, de los educadores, de los catequistas y de cuantos militan en organizaciones de apostolado, por difundir la doctrina cristiana. No es posible sin embargo desconocer que a nuestros pueblos, a causa de la escasez de clero anteriormente señaladas, aún les falta a menudo la debida instrucción, mientras el tesoro de nuestra fe católica se halla amenazado por numerosos enemigos, que tratan de arrebatar la mejor herencia de América Latina.

La Santa Iglesia, por disposición de Dios, es la depositaria de la doctrina cristiana que, fundándose en los principios eternos e indestructibles de la verdad divina, da la solución de todos aquellos problemas que tocan directa o indirectamente la vida espiritual y moral del hombre, para que éste realice plenamente su condición de hijo de Dios y se haga digno de las promesas del Cielo. Pero esta doctrina es conocida demasiado superficialmente, y por eso los enemigos de la fe pueden tan frecuentemente sembrar la duda para cosechar la indiferencia y hasta la apostasía o la irreligiosidad.

No es posible menospreciar este peligro: los adversarios de nuestra herencia católica son poderosos bajo diversos aspectos; y es muy doloroso confesar que, en muchos casos, nuestros fieles no están preparados suficientemente para salir victoriosos de la prueba. De ahí la necesidad de una labor más intensa y profunda de instrucción y educación religiosa.

El mensaje de Cristo debe ser ampliamente conocido por todos. Con su luz deben iluminarse las inteligencias para que se formen las conciencias cristianas.

Debe ponerse en consecuencia especialísimo cuidado en dar una más amplia y sólida preparación a aquéllos que, por su misma vocación, han de ser los maestros de los demás. No solamente los aspirantes al sacerdocio deben recibir una formación que responda a las exigencias actuales; una adecuada formación se requiere también en los que, llamados por Dios a las tareas de la educación de la niñez y juventud, buscan en esta forma de apostolado la santificación propia: ellos, religiosos y religiosas, deben tener una verdadera competencia para el ejercicio de este sublime ministerio. También aquellas almas generosas que trabajan en la bienhechora obra del catecismo, recordando que nadie da lo que no tiene, deben esmerarse en poseer un conocimiento pleno de las verdades que han de enseñar.

Uniendo los esfuerzos de todos se conseguirá una acción más fecunda y más eficaz. El Clero, en primer lugar, intensificará su acción evangelizadora, disipando con la predicación, con la catequesis y demás formas de instrucción, las tinieblas de la ignorancia. Por su parte los religiosos educadores considerarán como su misión específica no sólo la preparación académica de los alumnos, sino también- y de manera particular- la formación en ellos de una conciencia profunda e integralmente cristiana. Y que esta obra de formar la recta conciencia sea ampliamente secundada sobre todo por los seglares que tienen el alto honor de colaborar en las filas de la Acción Católica. (Río, Declaración 2)

Resuena con angustia en nuestros oídos la voz de nuestro Santísimo Padre f. r.: «¿Quién, y sobre todo qué sacerdote y qué cristiano, podría permanecer sordo al grito que brota de lo más hondo de la humanidad y que en el mundo de un Dios justo llama a la justicia y a la fraternidad?».

De ahí que con Su Santidad esperamos con ansia ver lo más pronto posible, de los escombros de un mundo viejo y caído en ruinas, «surgir un mundo nuevo más sano, jurídicamente mejor ordenado, más en armonía con las exigencias de la naturaleza humana».

El panorama social que presenta el Continente Latinoamericano nos permite advertir que, no obstante el cúmulo de bienes que la Providencia ha depositado en él para beneficio de sus pobladores, no todos disfrutan efectivamente de tan rico tesoro, ya que muchos de sus habitantes- especialmente entre los trabajadores del campo y de la ciudad- viven todavía en una situación angustiosa.

Tan deplorable condición de vida material, que pone evidentemente en peligro el bienestar general de las naciones y su progreso, repercute forzosa e inevitablemente en la vida espiritual de esta numerosa población.

De un modo especial observamos la honda y rápida transformación que se verifica en las estructuras sociales de América Latina, a causa del intenso proceso de industrialización, y nos preocupa la necesidad de que el pensamiento cristiano, tan a menudo ausente de ella, la informe y anime.

Para ello se requiere la presencia activa de la Iglesia, a fin de influir en el mundo económico -social, orientándolo con la luz de su doctrina y animándolo con su espíritu.

Esta presencia ha de realizarse en tres formas: iluminación, educación, acción.

a) La primera tarea, que es la de iluminar, se ejecuta difundiendo la doctrina social de la Iglesia, a fin de que llegue a ser patrimonio de toda la comunidad católica. Esta doctrina es, en palabra de Su Santidad Pío XII, «necesaria y obligatoria»; forma parte integrante del Evangelio y de la moral cristiana, y por tanto debe incluirse en la catequesis y enseñarse sistemáticamente en los Seminarios, Colegios y Universidades, Centros de Acción Católica y de formación cristiana.

b) Es preciso educar a todos los católicos en el cumplimiento del deber social: ésta es la segunda tarea necesaria.

Corresponde al sacerdote trabajar intensamente en la formación de una conciencia social, viva y operante, y la Acción Católica tiene también en esta obra un papel trascendental.

c) El pensamiento cristiano, según las enseñanzas pontificias, contempla como elemento importantísimo la elevación de las clases necesitadas, cuya realización enérgica y generosa aparece a todo discípulo de Cristo, no solamente como un progreso temporal, sino como el cumplimiento de un deber moral.

Para ello se requiere la acción. El laicado católico, bien instruido y bien formado, tiene una tarea especial e insustituible en la animación y verificación del mundo económico -social.

(Río, Declaración 3)

Al hacer sentir la presencia de la Iglesia en la solución de los graves problemas de la justicia social, no se olvide el deber de atender adecuadamente a las necesidades de la población indígena: es decir, de aquella clase que, retrasada en su desarrollo cultural, constituye para América Latina un problema de especial importancia.

Gloria de la Iglesia es haber emprendido la obra de su civilización y de su evangelización; gloria suya haberla defendido contra los que quisieron abusar de ella en otros tiempos; gloria suya haberle infundido ese profundo sentimiento religioso que solamente espera una labor perseverante para que el «indio» se incorpore con honor en el seno de la verdadera civilización.

La obra de las Misiones entre los infieles llena las páginas más bellas de la historia de la Iglesia en América.

Que esta obra continúe gloriosa, gracias al espíritu apostólico que, hoy como antaño, tan poderosamente anima a nuestros misioneros. Queremos también alabar las generosas iniciativas que se están despertando en nuestros Países en favor de las Misiones, hasta llegar a contar ya con Institutos de Misiones Extranjeras y con Congregaciones Misioneras femeninas. Invocamos la abundancia de los favores celestiales para el incremento de esa semilla, germinada en nuestras tierras.

He aquí los puntos que presentamos a la consideración del Clero y de los fieles, al finalizar esta Asamblea, reunida en Río de Janeiro después de los grandiosos triunfos de Jesús Sacramentado. Espontáneamente nos vienen las palabras de la Sagrada Liturgia: «Congregavit nos in unum Christi amor». En el Sacramento del amor está la fuente de sobrenatural energía para el cumplimiento de la tarea que la Iglesia nos ha confiado. No olviden nuestros sacerdotes y fieles que en el Santo Sacrificio de la Misa, en la Comunión frecuente y diaria, como en la devoción a María Santísima- Madre y Reina del Continente americano- encontrarán ellos también el secreto de la fecundidad para la labor apostólica que deben realizar en esta hora de tan graves responsabilidades para América.

Nos ha sido motivo de sumo consuelo y aliento la generosísima participación que el Augusto Pontífice gloriosamente reinante ha querido tomar en nuestra Asamblea, sobre todo dirigiéndonos las importantísimas letras apostólicas" Ad Ecclesiam Christi", que constituyeron para nosotros la «Magna Charta» en los trabajos y en las conclusiones de la Conferencia.

Con la más profunda satisfacción transmitimos a todos la paternal Bendición Apostólica que Su Santidad se dignó concedernos, haciéndola extensiva a los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de América Latina.

Río de Janeiro, 4 de agosto de 1955.

(Río, Declaración 4)

PREÁMBULO

Los Cardenales del Brasil, Colombia, Cuba, Chile, Ecuador, y los Arzobispos y Obispos Delegados de las Provincias Eclesiásticas y territorios de misión de América Latina, por paternal y providencial decisión de Nuestro Santísimo Padre, el Papa Pío XII, felizmente reinante, reunidos en Conferencia General de carácter no conciliar, del 25 de julio al 4 de agosto inclusive del año mil novecientos cincuenta y cinco, en la ciudad de San Sebastián de Río de Janeiro, bajo la presidencia del Emmo. Señor Cardenal Adeodato Giovanni Piazza, Secretario de la Sagrada Congregación Consistorial, nombrado para esta presidencia por su Santidad, en las Letras Apostólicas Ad Ecclesiam Christi, con la asistencia del Excmo. y Revdmo. Monseñor Antonio Samoré, Secretario de la Sagrada Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, y fielmente guiados por las sapientísimas consideraciones y normas que en dichas Letras se contienen, venimos en declarar que:

(Río, Preámbulo)

Hemos examinado atentamente la situación religiosa de cada uno de los países de la América Latina, poblada por cerca de ciento cincuenta millones de fieles, tan profundamente cara a nuestro corazón de padres y pastores.

(Río, Preámbulo 1)

Hemos considerado, por tanto:

a) lo mucho que, por la gracia de Dios, hay de laudable y consolador en esta situación, todo lo que hace de Latinoamérica un inmenso continente que se «enorgullece de su fe católica», y una magnífica esperanza para toda la Iglesia de Cristo;

b) las deficiencias y dificultades que nacen de los peculiares problemas religiosos de nuestras Naciones y las que provienen de los movimientos anticatólicos que tienden a intensificarse en ellas;

c) el angustioso problema, sobre todo, de la escasez de ambos cleros en todos los Países del Continente, «hoy más acuciante y grave que en tiempos pasados, por la creciente magnitud de los problemas de índole apostólica que incumben a la Iglesia».

(Río, Preámbulo 2)

Hemos tenido presente la necesidad, no sólo de salvaguardar el patrimonio de la fe católica en América Latina, sino también de que este gran Continente responda plenamente -conforme a los vivos deseos y anhelos del Vicario de Cristo- a su vocación apostólica.

En consecuencia, confiando en el Santísimo Corazón de Jesús y en la Inmaculada Virgen María, Madre de Dios, Reina de América, hemos llegado a las conclusiones que a continuación se expresan, y las proponemos respetuosamente a todo el Episcopado Latinoamericano, a fin de que puedan ser diligentemente estudiadas, junto con la documentación de la Conferencia, no sólo por cada uno de los Excmos. Ordinarios, sino también por las Conferencias Episcopales -Nacionales y Provinciales- para profundizar más en la solución de los problemas y aplicar concretamente a las necesidades de cada jurisdicción eclesiástica las sugerencias y remedios contenidos en dichas conclusiones.

La Conferencia desea en esta circunstancia llamar la atención de todos los Excmos. Ordinarios y de los sacerdotes Latinoamericanos sobre la conveniencia de tener presente cuanto sabiamente fue dispuesto en el Concilio Plenario Latinoamericano celebrado en Roma en 1899, que ain hoy día constituye la base primordial del desarrollo de la vida eclesiástica y espiritual en el Continente. (Río, Preámbulo 3)