IV. La misión de la Iglesia y la suerte del hombre

18. La Iglesia solicita por la vocación del hombre en Cristo

Esta mirada, necesariamente sumaria, a la situación del hombre en el mundo contemporáneo nos hace dirigir aún más nuestros pensamientos y nuestros corazones a Jesucristo, hacia el misterio de la Redención, donde el problema del hombre está inscrito con una fuerza especial de verdad y de amor. Si Cristo «se ha unido en cierto modo a todo hombre», la Iglesia, penetrando en lo íntimo de este misterio, en su lenguaje rico y universal, vive también más profundamente la propia naturaleza y misión. No en vano el Apóstol habla del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Si este Cuerpo Místico es Pueblo de Dios -como dirá enseguida el Concilio Vaticano II, basándose en toda la tradición bíblica y patrística- esto significa que todo hombre está penetrado por aquel soplo de vida que proviene de Cristo. De este modo, también el fijarse en el hombre, en sus problemas reales, en sus esperanzas y sufrimientos, conquistas y caídas, hace que la Iglesia misma como cuerpo, como organismo, como unidad social perciba los mismos impulsos divinos, las luces y las fuerzas del Espíritu que provienen de Cristo crucificado y resucitado, y es así como ella vive su vida. La Iglesia no tiene otra vida fuera de aquella que le da su Esposo y Señor. En efecto, precisamente porque Cristo en su misterio de Redención se ha unido a ella, la Iglesia debe estar fuertemente unida con todo hombre.

Esta unión de Cristo con el hombre es en sí misma un misterio, del que nace el «hombre nuevo», llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad. La unión de Cristo con el hombre es la fuerza y la fuente de la fuerza, según la incisiva expresión de San Juan en el prólogo de su Evangelio:«Dios dioles poder de venir a ser hijos». Esta es la fuerza que transforma interiormente al hombre, como principio de una vida nueva que no se desvanece y no pasa, sino que dura hasta la vida eterna. Esta vida prometida y dada a cada hombre por el Padre en Jesucristo, Hijo eterno y unigénito, encarnado y nacido «al llegar la plenitud de los tiempos» de la Virgen María, es el final cumplimiento de la vocación del hombre. Es de algún modo cumplimiento de la «suerte» que desde la eternidad Dios le ha preparado. Esta «suerte divina» se hace camino, por encima de todos los enigmas, incógnitas, tortuosidades, curvas de la «suerte humana» en el mundo temporal. En efecto, si todo esto lleva, aun con toda la riqueza de la vida temporal, por inevitable necesidad a la frontera de la muerte y a la meta de la destrucción del cuerpo humano, Cristo se nos aparece más allá de esta meta:«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí... no morirá para siempre». En Jesucristo crucificado, depositado en el sepulcro y después resucitado,«brilla para nosotros la esperanza de la feliz resurrección..., la promesa de la futura inmortalidad», hacia la cual el hombre, a través de la muerte del cuerpo, va compartiendo con todo lo creado visible esta necesidad a la que está sujeta la materia. Entendemos y tratamos de profundizar cada vez más el lenguaje de esta verdad que el Redentor del hombre ha encerrado en la frase:«El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada». Estas palabras, no obstante las apariencias, expresan la más alta afirmación del hombre: la afirmación del cuerpo, al que vivifica el espíritu.

La Iglesia vive esta realidad, vive de esta verdad sobre el hombre, que le permite atravesar las fronteras de la temporalidad y, al mismo tiempo, pensar con particular amor y solicitud en todo aquello que, en las dimensiones de esta temporalidad, incide sobre la vida del hombre, sobre la vida del espíritu humano, en el que se manifiesta aquella perenne inquietud de que hablaba San Agustín:«Nos has hecho, Señor, para ti e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». En esta inquietud creadora bate y pulsa lo que es más profundamente humano: la búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de la libertad, la nostalgia de lo bello, la voz de la conciencia. La Iglesia, tratando de mirar al hombre como con «los ojos de Cristo mismo», se hace cada vez más consciente de ser la custodia de un gran tesoro, que no le es lícito estropear, sino que debe crecer continuamente. En efecto, el Señor Jesús dijo:«El que no está conmigo, está contra mí». El tesoro de la humanidad, enriquecido por el inefable misterio de la filiación divina, de la gracia de «adopción» en el Unigénito Hijo de Dios, mediante el cual decimos a Dios «¡Abbá!,¡Padre!», es también una fuerza poderosa que unifica a la Iglesia, sobre todo desde dentro, y da sentido a toda su actividad. Por esta fuerza, la Iglesia se une con el Espíritu de Cristo, con el Espíritu Santo que el Redentor había prometido, que comunica constantemente y cuya venida, revelada el día de Pentecostés, perdura siempre. De este modo en los hombres se revelan las fuerzas del Espíritu, los dones del Espíritu, los frutos del Espíritu Santo. La Iglesia de nuestro tiempo parece repetir con fervor cada vez mayor y con santa insistencia:¡Ven, Espíritu Santo!¡Ven!¡Ven!¡Riega la tierra en sequía!¡Sana el corazón enfermo!¡Lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo!¡Doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero!»,

Esta súplica al Espíritu, dirigida precisamente a obtener el Espíritu, es la respuesta a todos «los materialismos» de nuestra época. Son ellos los que hacen nacer tantas formas de insaciabilidad del corazón humano. Esta súplica se hace sentir en diversas partes y parece que fructifica también de modos diversos.¿Se puede decir que en esta súplica la Iglesia no está sola? Sí, se puede decir porque «la necesidad» de lo que es espiritual es manifestada también por personas que se encuentran fuera de los confines visibles de la Iglesia. ¿No lo confirma quizá esto aquella verdad sobre la Iglesia, puesta en evidencia con tanta agudeza por el reciente Concilio en la Constitución dogmática Lumen Gentium, allí donde enseña que la Iglesia es «sacramento» o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano?». Esta invocación al Espíritu y por el Espíritu no es más que un constante introducirse en la plena dimensión del misterio de la Redención, en que Cristo unido al Padre y con todo hombre nos comunica continuamente el Espíritu que infunde en nosotros los sentimientos del Hijo y nos orienta al Padre. Por esta razón la Iglesia de nuestro tiempo -época particularmente hambrienta de Espíritu, porque está hambrienta de justicia, de paz, de amor, de bondad, de fortaleza, de responsabilidad, de dignidad humana- debe concentrarse y reunirse en torno a ese misterio, encontrando en él la luz y la fuerza indispensables para la propria misión. Si, en efecto,-como se dijo anteriormente- el hombre es el camino de vida cotidiana de la Iglesia, es necesario que la misma Iglesia sea siempre consciente de la dignidad de la adopción divina que obtiene el hombre en Cristo, por la gracia del Espíritu Santo y de la destinación a la gracia y a la gloria. Reflexionando siempre de nuevo sobre todo esto, aceptándolo con una fe cada vez más consciente y con un amor cada vez más firme, la Iglesia se hace al mismo tiempo más idónea al servicio del hombre, al que Cristo Señor la llama cuando dice:«El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir». La Iglesia cumple este ministerio suyo, participando en el «triple oficio» que es propio de su mismo Maestro y Redentor. Esta doctrina, con su fundamento bíblico, ha sido expuesta con plena claridad, ha sido sacada a la luz de nuevo por el Concilio Vaticano II, con gran ventaja para la vida de la Iglesia. Cuando, efectivamente, nos hacemos conscientes de la participación en la triple misión de Cristo, en su triple oficio -sacerdotal, profético y real-, nos hacemos también más conscientes de aquello a lo que debe servir toda la Iglesia, como sociedad y comunidad del Pueblo de Dios sobre la tierra, comprendiendo asimismo cuál debe ser la participación de cada uno de nosotros en esta misión y servicio.

19. La Iglesia, responsable de la verdad

Así, a la luz de la sagrada doctrina del Concilio Vaticano II, la Iglesia se presenta ante nosotros como sujeto social de la responsabilidad de la verdad divina. Con profunda emoción escuchamos a Cristo mismo cuando dice:«La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado». En esta afirmación de nuestro Maestro,¿no se advierte quizás la responsabilidad por la verdad revelada, que es «propiedad» de Dios mismo, si incluso él,«Hijo unigénito» que vive «en el seno del Padre», cuando la transmite como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa en fidelidad plena a su divina fuente? La misma fidelidad debe ser una cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando enseña, ya sea cuando la profesa. La fe, como virtud sobrenatural específica infundida en el espíritu humano, nos hace partícipes del conocimiento de Dios, como respuesta a su Palabra revelada. Por esto se exige de la Iglesia, cuando profesa y enseña la fe, esté íntimamente unida a la verdad divina y la traduzca en conductas vividas de «rationabile obsequium», obsequio conforme con la razón. Cristo mismo, para garantizar la fidelidad a la verdad divina, prometió a la Iglesia la asistencia especial del Espíritu de verdad, dio el don de la infalibilidad a aquellos a quienes ha confiado el mandato de transmitir esta verdad y de enseñarla -como había definido ya claramente el Concilio Vaticano I y, después, repitió el Concilio Vaticano II- y dotó, además, a todo el Pueblo de Dios de un especial sentido de la fe.

Por consiguiente, hemos sido hechos partícipes de esta misión de Cristo, profeta, y en virtud de la misma misión, junto con él servimos la verdad divina en la Iglesia. La responsabilidad de esta verdad significa también amarla y buscar su comprensión más exacta, para hacerla más cercana a nosotros mismos y a los demás en toda su fuerza salvífica, en su esplendor, en su profundidad y sencillez juntamente. Este amor y esta aspiración a comprender la verdad deben ir juntas, como demuestran las vidas de los Santos de la Iglesia. Ellos estaban iluminados por la auténtica luz que aclara la verdad divina, porque se aproximaban a esta verdad con veneración y amor: amor sobre todo a Cristo, Verbo viviente de la verdad divina y, luego, amor a su expresión humana en el Evangelio, en la Tradición y en la teología. También hoy son necesarias, ante todo, esta comprensión y esta interpretación de la Palabra divina; es necesaria esta teología. La teología tuvo siempre y continúa teniendo una gran importancia, para que la Iglesia, Pueblo de Dios, pueda de manera creativa y fecunda participar en la misión profética de Cristo. Por esto, los teólogos, como servidores de la verdad divina, dedican sus estudios y trabajos a una comprensión siempre más penetrante de la misma, no pueden nunca perder de vista el significado de su servicio en la Iglesia, incluido en el concepto del «intellectus fidei». Este concepto funciona, por así decirlo, con ritmo bilateral, según la expresión de S. Agustín:«intellege, ut credas; crede, ut intellegas», y funciona de manera correcta cuando ellos buscan servir al Magisterio, confiado en la Iglesia a los Obispos, unidos con el vínculo de la comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro, y cuando ponen al servicio su solicitud en la enseñanza y en la pastoral, como también cuando se ponen al servicio de los compromisos apostólicos de todo el Pueblo de Dios.

Como en las épocas anteriores, así también hoy -y quizás todavía más- los teólogos y todos los hombres de ciencia en la Iglesia están llamados a unir la fe con la ciencia y la sabiduría, para contribuir a su recíproca compenetración, como leemos en la oración litúrgica en la fiesta de San Alberto, doctor de la Iglesia. Este compromiso hoy se ha ampliado enormemente por el progreso de la ciencia humana, de sus métodos y de sus conquistas en el conocimiento del mundo y del hombre. Esto se refiere tanto a las ciencias exactas, como a las ciencias humanas, así como también a la filosofía, cuya estrecha trabazón con la teología ha sido recordada por el Concilio Vaticano II.

En este campo del conocimiento humano, que continuamente se amplía y al mismo tiempo se diferencia, también la fe debe profundizarse constantemente, manifestando la dimensión del misterio revelado y tendiendo a la comprensión de la verdad, que tiene en Dios la única fuente suprema. Si es lícito -y es necesario incluso desearlo- que el enorme trabajo por desarrollar en este sentido tome en consideración un cierto pluralismo de métodos, sin embargo dicho trabajo no puede alejarse de la unidad fundamental en la enseñanza de la Fe y de la Moral, como fin que le es propio. Es, por tanto, indispensable una estrecha colaboración de la teología con el Magisterio. Cada teólogo debe ser particularmente consciente de lo que Cristo mismo expresó, cuando dijo:«La palabra que oís no es mía, sino del Padre, que me ha enviado». Nadie, pues, puede hacer de la teología una especie de colección de los propios conceptos personales; sino que cada uno debe ser consciente de permanecer en estrecha unión con esta misión de enseñar la verdad, de la que es responsable la Iglesia.

La participación en la misión profética de Cristo mismo forja la vida de toda la Iglesia, en su dimensión fundamental. Una participación particular en esta misión compete a los Pastores de la Iglesia, los cuales enseñan y, sin interrupción y de diversos modos, anuncian y transmiten la doctrina de la fe y de la moral cristiana. Esta enseñanza, tanto bajo el aspecto misionero como bajo el ordinario, contribuye a reunir al Pueblo de Dios en torno a Cristo, prepara a la participación en la Eucaristía, indica los caminos de la vida sacramental. El Sínodo de los Obispos, en 1977, dedicó una atención especial a la catequesis en el mundo contemporáneo, y el fruto maduro de sus deliberaciones, experiencias y sugerencias encontrará, dentro de poco, su concreción -según la propuesta de los participantes en el Sínodo- en un expreso Documento pontificio. La catequesis constituye, ciertamente, una forma perenne y al mismo tiempo fundamental de la actividad de la Iglesia, en la que se manifiesta su carisma profético: testimonio y enseñanza van unidos. Y aunque aquí se habla en primer lugar de los Sacerdotes, no es posible no recordar también el gran número de Religiosos y Religiosas, que se dedican a la actividad catequística por amor al divino Maestro. Sería, en fin, difícil no mencionar a tantos laicos, que en esta actividad encuentran la expresión de su fe y de la responsabilidad apostólica.

Además, es cada vez más necesario procurar que las distintas formas de catequesis y sus diversos campos -empezando por la forma fundamental, que es la catequesis «familiar», es decir, la catequesis de los padres a sus propios hijos- atestigüen la participación universal de todo el Pueblo de Dios en el oficio profético de Cristo mismo. Conviene que, unida a este hecho, la responsabilidad de la Iglesia por la verdad divina sea cada vez más, y de distintos modos, compartida por todos.¿Y qué decir aquí de los especialistas en las distintas materias, de los representantes de las ciencias naturales, de las letras, de los médicos, de los juristas, de los hombres del arte y de la técnica, de los profesores de los distintos grados y especializaciones? Todos ellos -como miembros del Pueblo de Dios- tienen su propia parte en la misión profética de Cristo, en su servicio a la verdad divina, incluso mediante la actitud honesta respecto a la verdad, en cualquier campo que ésta pertenezca, mientras educan a los otros en la verdad y los enseñan a madurar en el amor y la justicia. Así, pues, el sentido de responsabilidad por la verdad es uno de los puntos fundamentales de encuentro de la Iglesia con cada hombre, y es igualmente una de las exigencias fundamentales, que determinan la vocación del hombre en la comunidad de la Iglesia. La Iglesia de nuestros tiempos, guiada por el sentido de responsabilidad por la verdad, debe perseverar en la fidelidad a su propia naturaleza, a la cual toca la misión profética que procede de Cristo mismo:«Como me envió mi Padre, así os envío yo... Recibid el Espíritu Santo».

20. Eucaristia y Penitencia

En el misterio de la Redención, es decir, de la acción salvífica realizada por Jesucristo, la Iglesia participa en el Evangelio de su Maestro no sólo mediante la fidelidad a la Palabra y por medio del servicio a la verdad, sino igualmente mediante la sumisión, llena de esperanza y de amor, participa en la fuerza de la acción redentora, que él había expresado y concretado en forma sacramental, sobre todo en la Eucaristía. Este es el centro y el vértice de toda la vida sacramental, por medio de la cual cada cristiano recibe la fuerza salvífica de la Redención, empezando por el misterio del Bautismo, en el que somos sumergidos en la muerte de Cristo, para ser partícipes de su Resurrección como enseña el Apóstol. A la luz de esta doctrina, resulta aún más clara la razón por la que toda la vida sacramental de la Iglesia y de cada cristiano alcanza su vértice y su plenitud precisamente en la Eucaristía. En efecto, en este Sacramento se renueva continuamente, por voluntad de Cristo, el misterio del sacrificio, que él hizo de sí mismo al Padre sobre el altar de la Cruz: sacrificio que el Padre aceptó, cambiando esta entrega total de su Hijo que se hizo «obediente hasta la muerte» con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección, porque el Padre es el primer origen y el dador de la vida desde el principio. Aquella vida nueva, que implica la glorificación corporal de Cristo crucificado, se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido a la humanidad don que es el Espíritu Santo, mediante el cual la vida divina, que el Padre tiene en sí y que da a su Hijo, es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo.

La Eucaristía es el Sacramento más perfecto de esta unión. Celebrando y al mismo tiempo participando en la Eucaristía, nosotros nos unimos a Cristo terrestre y celestial que intercede por nosotros al Padre, pero nos unimos siempre por medio del acto redentor de su sacrificio, por medio del cual él nos ha redimido, de tal forma que hemos sido «comprados a precio». El precio «de nuestra redención demuestra, igualmente, el valor que Dios mismo atribuye al hombre, demuestra nuestra dignidad en Cristo. Llegando a ser, en efecto,«hijos de Dios», hijos de adopción, a su semejanza llegamos a ser al mismo tiempo «reino y sacerdotes», obtenemos «el sacerdocio regio», es decir, participamos en la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre, que él, Hijo eterno y al mismo tiempo verdadero Hombre, hizo de una vez para siempre. La Eucaristía es el Sacramento en que se expresa más cabalmente nuestro nuevo ser, en el que Cristo mismo, incesantemente y siempre de una manera nueva,«certifica» en el Espíritu Santo a nuestro espíritu que cada uno de nosotros, como partícipe del misterio de la Redención, tiene acceso a los frutos de la filial reconciliación con Dios, que él mismo había realizado y siempre realiza entre nosotros mediante el ministerio de la Iglesia.

Es verdad esencial, no sólo doctrinal sino también existencial, que la Eucaristía construye la Iglesia, y la construye como auténtica comunidad del Pueblo de Dios, como asamblea de los fieles, marcada por el mismo carácter de unidad, del cual participaron los Apóstoles y los primeros discípulos del Señor. La Eucaristía la construye y la regenera a base del sacrificio de Cristo mismo, porque conmemora su muerte en la cruz, con cuyo precio hemos sido redimidos por él. Por esto, en la Eucaristía tocamos en cierta manera el misterio mismo del Cuerpo y de la Sangre del Señor, como atestiguan las mismas palabras en el momento de la institución, las cuales, en virtud de ésta, han llegado a ser las palabras de la celebración perenne de la Eucaristía por parte de los llamados a este ministerio en la Iglesia.

La Iglesia vive de la Eucaristía, vive de la plenitud de este Sacramento, cuyo maravilloso contenido y significado han encontrado a menudo su expresión en el Magisterio de la Iglesia, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días. Sin embargo, podemos decir con certeza que esta enseñanza -sostenida por la agudeza de los teólogos, por los hombres de fe profunda y de oración, por los ascetas y místicos, en toda su fidelidad al misterio eucarístico- queda casi sobre el umbral, siendo incapaz de alcanzar y de traducir en palabras lo que es la Eucaristía en toda su plenitud, lo que expresa y lo que en ella se realiza. En efecto, ella es el Sacramento inefable. El empeño esencial y, sobre todo, la gracia visible y fuente de la fuerza sobrenatural de la Iglesia como Pueblo de Dios, es el perseverar y el avanzar constantemente en la vida eucarística, en la piedad eucarística, el desarrollo espiritual en el clima de la Eucaristía. Con mayor razón, pues, no es lícito ni en el pensamiento ni en la vida ni en la acción, quitar a este Sacramento, verdaderamente santísimo, su dimensión plena y su significado esencial. Es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-Presencia. Y aunque es verdad que la Eucaristía fue siempre y debe ser ahora la más profunda revelación y celebración de la fraternidad humana de los discípulos y confesores de Cristo, no puede ser tratada sólo como una «ocasión» para manifestar esta fraternidad. Al celebrar el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor, es necesario respetar la plena dimensión del misterio divino, el sentido pleno de este signo sacramental en el cual Cristo, realmente presente es recibido, el alma es llenada de gracias y es dada la prenda de la futura gloria. De aquí deriva el deber de una rigurosa observancia de las normas litúrgicas y de todo lo que atestigua el culto comunitario tributado a Dios mismo, tanto más porque, en este signo sacramental, él se entrega a nosotros con confianza ilimitada, como si no tomase en consideración nuestra debilidad humana, nuestra indignidad, los hábitos, las rutinas o, incluso, la posibilidad de ultraje. Todos en la Iglesia, pero sobre todo los Obispos y los Sacerdotes, deben vigilar para que este Sacramento de amor sea el centro de la vida del Pueblo de Dios, para que, a través de todas las manifestaciones del culto debido, se procure devolver a Cristo «amor por amor», para que él llegue a ser verdaderamente «vida de nuestras almas». Ni, por otra parte, podremos olvidar jamás las siguientes palabras de San Pablo:«Examínese, pues, el hombre a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del cáliz».

Esta invitación del Apóstol indica, al menos indirectamente, la estrecha unión entre la Eucaristía y la Penitencia. En efecto, si la primera palabra de la enseñanza de Cristo, la primera frase del Evangelio-Buena Nueva, era «arrepentíos y creed en el Evangelio»(metanoeite), el Sacramento de la Pasión, de la Cruz y Resurrección parece reforzar y consolidar de manera especial esta invitación en nuestras almas. La Eucaristía y la Penitencia toman así, en cierto modo, una dimensión doble, y al mismo tiempo íntimamente relacionada, de la auténtica vida según el espíritu del Evangelio, vida verdaderamente cristiana. Cristo, que invita al banquete eucarístico, es siempre el mismo Cristo que exhorta a la penitencia, que repite el «arrepentíos». Sin este constante y siempre renovado esfuerzo por la conversión, la participación en la Eucaristía estaría privada de su plena eficacia redentora, disminuiría o, de todos modos, estaría debilitada en ella la disponibilidad especial para ofrecer a Dios el sacrificio espiritual, en el que se expresa de manera esencial y universal nuestra participación en el sacerdocio de Cristo. En Cristo, en efecto, el sacerdocio está unido con el sacrificio propio, con su entrega al Padre; y tal entrega, precisamente porque es ilimitada, hace nacer en nosotros -hombres sujetos a múltiples limitaciones- la necesidad de dirigirnos hacia Dios de forma siempre más madura y con una constante conversión, siempre más profunda.

En los últimos años se ha hecho mucho para poner en evidencia -en conformidad, por otra parte, con la antigua tradición de la Iglesia- el aspecto comunitario de la penitencia y, sobre todo, del sacramento de la Penitencia en la práctica de la Iglesia. Estas iniciativas son útiles y servirán ciertamente para enriquecer la praxis penitencial de la Iglesia contemporánea. No podemos, sin embargo, olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por los otros, no puede hacerse «reemplazar» por la comunidad. Aunque la comunidad fraterna de los fieles, que participan en la celebración penitencial, ayude mucho al acto de la conversión personal, sin embargo, en definitiva, es necesario que en este acto se pronuncie el individuo mismo, con toda la profundidad de su conciencia, con todo el sentido de su culpabilidad y de su confianza en Dios, poniéndose ante él, como el salmista, para confesar:«contra ti solo he pecado». La Iglesia, pues, observando fielmente la praxis plurisecular del Sacramento de la Penitencia -la práctica de la confesión individual, unida al acto personal de dolor y al propósito de la enmienda y satisfacción- defiende el derecho particular del alma. Es el derecho a un encuentro del hombre más personal con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del sacramento de la Reconciliación:«tus pecados te son perdonados»; «vete y no peques más». Como es evidente, éste es al mismo tiempo el derecho de Cristo mismo hace a cada hombre redimido por él. Es el derecho a encontrarse con cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el momento de la conversión y del perdón. La Iglesia, custodiando el sacramento de la Penitencia, afirma expresamente su fe en el misterio de la Redención, como realidad viva y vivificante, que corresponde a la verdad interior del hombre, corresponde a la culpabilidad humana y también a los deseos de la conciencia humana.«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos». El sacramento de la Penitencia es el medio para saciar al hombre con la justicia que proviene del mismo Redentor.

En la Iglesia, que especialmente en nuestro tiempo se reúne en torno a la Eucaristía, y desea que la auténtica comunión eucarística sea signo de la unidad de todos los cristianos -unidad que está madurando gradualmente- debe ser viva la necesidad de la penitencia, tanto en su aspecto sacramental, como en lo referente a la penitencia como virtud. Este segundo aspecto fue expresado por Pablo VI en la Constitución Apostólica Paenitemini. Una de las tareas de la Iglesia es poner en práctica la enseñanza allí contenida. Se trata de un tema que deberá ciertamente ser profundizado por nosotros en la reflexión común, y hecho objeto de muchas decisiones posteriores, en espíritu de colegialidad pastoral, respetando las diversas tradiciones a este propósito y las diversas circunstancias de la vida de los hombres de nuestro tiempo. Sin embargo, es cierto que la Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Sólo bajo ese aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es esta la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis, tal como nos la ha revelado el Concilio Vaticano II.

21. Vocación cristiana: servir y reinar

El Concilio Vaticano II, construyendo desde la misma base la imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios -a través de la indicación de la triple misión del mismo Cristo, participando en ella, nosotros formamos verdaderamente parte del pueblo de Dios- ha puesto de relieve también esta característica de la vocación cristiana, que puede definirse «real». Para presentar toda la riqueza de la doctrina conciliar, haría falta citar numerosos capítulos y párrafos de la Constitución Lumen gentium y otros documentos conciliares. En medio de tanta riqueza, parece que emerge un elemento: la participación en la misión real de Cristo, o sea el hecho de re-descubrir en sí y en los demás la particular dignidad de nuestra vocación, que puede definirse como «realeza». Esta dignidad se expresa en la disponibilidad a servir, según el ejemplo de Cristo, que «no ha venido para ser servido, sino para servir». Si, por consiguiente, a la luz de esta actitud de Cristo se puede verdaderamente «reinar» sólo «sirviendo», a la vez el «servir» exige tal madurez espiritual que es necesario definirla como el «reinar». Para poder servir digna y eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las virtudes que hacen posible tal dominio. Nuestra participación en la misión real de Cristo -concretamente en su «función real»(munus)- está íntimamente unida a todo el campo de la moral cristiana y a la vez humana.

El Concilio Vaticano II, presentando el cuadro completo del Pueblo de Dios, recordando qué puesto ocupan en él no sólo los sacerdotes, sino también los seglares, no sólo los representantes de la Jerarquía, sino además los de los Institutos de vida consagrada, no ha sacado esta imagen únicamente de una premisa sociológica. La Iglesia, como sociedad humana, puede sin duda ser también examinada según las categorías de las que se sirven las ciencias en sus relaciones hacia cualquier tipo de sociedad. Pero estas categorías son insuficientes. Para la entera comunidad del Pueblo de Dios y para cada uno de sus miembros, no se trata sólo de una específica «pertenencia social», sino que es más bien esencial, para cada uno y para todos, una concreta «vocación». En efecto, la Iglesia como Pueblo de Dios -según la enseñanza antes citada de San Pablo y recordada admirablemente por Pío XII- es también «Cuerpo Místico de Cristo». La pertenencia al mismo proviene de una llamada particular, unida a la acción salvífica de la gracia. Si, por consiguiente, queremos tener presente esta comunidad del Pueblo de Dios, tan amplia y tan diversa, debemos sobre todo ver a Cristo, que dice en cierto modo a cada miembro de esta comunidad:«Sígueme». Esta es la comunidad de los discípulos; cada uno de ellos, de forma diversa, a veces muy consciente y coherente, a veces con poca responsabilidad y mucha incoherencia, sigue a Cristo. En esto se manifiesta también la faceta profundamente «personal» y la dimensión de esta sociedad, la cual -a pesar de todas las deficiencias de la vida comunitaria, en el sentido humano de la palabra- es una comunidad por el mero hecho de que todos la constituyen con Cristo mismo, entre otras razones porque llevan en sus almas el signo indeleble del ser cristiano.

El Concilio Vaticano II ha dedicado una especial atención a demostrar de qué modo esta comunidad «ontológica» de los discípulos y de los confesores debe llegar a ser cada vez más, incluso «humanamente», una comunidad consciente de la propia vida y actividad. Las iniciativas del Concilio en este campo han encontrado su continuidad en las numerosas y ulteriores iniciativas de carácter sinodal, apostólico y organizativo. Debemos, sin embargo, ser siempre conscientes de que cada iniciativa en tanto sirve a la verdadera renovación de la Iglesia, y en tanto contribuye a aportar la auténtica luz que es Cristo, en cuanto se basa en el adecuado conocimiento de la vocación y de la responsabilidad por esta gracia singular, única e irrepetible, mediante la cual todo cristiano en la comunidad del Pueblo de Dios construye el Cuerpo de Cristo. Este principio, regla-clave de toda la praxis cristiana -praxis apostólica y pastoral, praxis de la vida interior y de la social- debe aplicarse de modo justo a todos los hombres y a cada uno de los mismos. También el Papa, como cada Obispo, debe aplicarla en su vida. Los sacerdotes, los religiosos y religiosas deben ser fieles a este principio. En base al mismo, tienen que construir sus vidas los esposos, los padres, las mujeres y los hombres de condición y profesión diversas, comenzando por los que ocupan en la sociedad los puestos más altos y finalizando por los que desempeñan las tareas más humildes. Este es precisamente el principio de aquel «servicio real», que nos impone a cada uno, según el ejemplo de Cristo, el deber de exigirnos exactamente aquello a lo que hemos sido llamados, a lo que -para responder a la vocación- nos hemos comprometido personalmente, con la gracia de Dios. Tal fidelidad a la vocación recibida de Dios, a través de Cristo, lleva consigo aquella solidaria responsabilidad por la Iglesia en la que el Concilio Vaticano II quiere educar a todos los cristianos. En la Iglesia, en efecto, como en la comunidad del Pueblo de Dios, guiada por la actuación del Espíritu Santo, cada uno tiene «el propio don», como enseña San Pablo. Este «don», a pesar de ser una vocación personal y una forma de participación en la tarea salvífica de la Iglesia, sirve a la vez a los demás, construye la Iglesia y las comunidades fraternas en las varias esferas de la existencia humana sobre la tierra.

La fidelidad a la vocación, o sea la perseverante disponibilidad al «servicio real», tiene un significado particular en esta múltiple construcción, sobre todo en lo concerniente a las tareas más comprometidas, que tienen una mayor influencia en la vida de nuestro prójimo y de la sociedad entera. En la fidelidad a la propia vocación deben distinguirse los esposos, como exige la naturaleza indisoluble de la institución sacramental del matrimonio. En una línea de similar fidelidad a su propia vocación deben distinguirse los sacerdotes, dado el carácter indeleble que el sacramento del Orden imprime en sus almas. Recibiendo este sacramento, nosotros en la Iglesia Latina nos comprometemos consciente y libremente a vivir el celibato, y por lo tanto cada uno de nosotros debe hacer todo lo posible, con la gracia de Dios, para ser agradecido a este don y fiel al vínculo aceptado para siempre. Esto, al igual que los esposos, que deben con todas sus fuerzas tratar de perseverar en la unión matrimonial, construyendo con el testimonio del amor la comunidad familiar y educando nuevas generaciones de hombres, capaces de consagrar también ellos toda su vida a la propia vocación, o sea, a aquel «servicio real», cuyo ejemplo más hermoso nos lo ha ofrecido Jesucristo. Su Iglesia, que todos nosotros formamos, es «para los hombres» en el sentido que, basándonos en el ejemplo de Cristo y colaborando con la gracia que él nos ha alcanzado, podamos conseguir aquel «reinar», o sea, realizar una humanidad madura en cada uno de nosotros. Humanidad madura significa pleno uso del don de la libertad, que hemos obtenido del Creador, en el momento en que él ha llamado a la existencia al hombre hecho a su imagen y semejanza. Este don encuentra su plena realización en la donación sin reservas de toda la persona humana concreta, en espíritu de amor nupcial a Cristo y, a través de Cristo, a todos aquellos a los que él envía, hombres o mujeres, que se han consagrado totalmente a él según los consejos evangélicos. He aquí el ideal de la vida religiosa, aceptado por las órdenes y Congregaciones, tanto antiguas como recientes, y por los Institutos de vida consagrada.

En nuestro tiempo se considera a veces erróneamente que la libertad es fin en sí misma, que todo hombre es libre cuando usa de ella como quiere, que a esto hay que tender en la vida de los individuos y de las sociedades. La libertad en cambio es un don grande sólo cuando sabemos usarla responsablemente para todo lo que es el verdadero bien. Cristo nos enseña que el mejor uso de la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio. Para tal «libertad nos ha liberado Cristo» y nos libera siempre. La Iglesia saca de aquí la inspiración constante, la invitación y el impulso para su misión y para su servicio a todos los hombres. La Iglesia sirve de veras a la humanidad, cuando tutela esta verdad con atención incansable, con amor ferviente, con empeño maduro y cuando en toda la propia comunidad, mediante la fidelidad de cada uno de los cristianos a la vocación, la transmite y la hace concreta en la vida humana. De este modo se confirma aquello, a lo que ya hicimos referencia anteriormente, es decir, que el hombre es y se hace siempre la «vía» de la vida cotidiana de la Iglesia.

22. La Madre de nuestra confianza

Por tanto, cuando al comienzo de mi pontificado quiero dirigir al Redentor del hombre mi pensamiento y mi corazón, deseo con ello entrar y penetrar en el ritmo más profundo de la vida de la Iglesia. En efecto, si ella vive su propia vida, es porque la toma de Cristo, el cual quiere siempre una sola cosa, es decir, que tengamos vida y la tengamos abundante. Esta plenitud de vida que está en él, lo es contemporáneamente para el hombre. Por esto, la Iglesia, uniéndose a toda la riqueza del misterio de la Redención, se hace Iglesia de los hombres vivientes, porque son vivificados desde dentro por obra del «Espíritu de verdad», y visitados por el amor que el Espíritu Santo infunde en sus corazones. La finalidad de cualquier servicio en la Iglesia, bien sea apostólico, pastoral, sacerdotal o episcopal, es la de mantener este vínculo dinámico del misterio de la Redención con todo hombre.

Si somos conscientes de esta incumbencia, entonces nos parece comprender mejor lo que significa decir que la Iglesia es madre y más aún lo que significa que la Iglesia, siempre y en especial en nuestros tiempos, tiene necesidad de una Madre. Debemos una gratitud particular a los Padres del Concilio Vaticano II, que han expresado esta verdad en la Constitución Lumen Gentium con la rica doctrina mariológica contenida en ella. Dado que Pablo VI, inspirado por esta doctrina, proclamó a la Madre de Cristo «Madre de la Iglesia» y dado que tal denominación ha encontrado una gran resonancia, sea permitido también a su indigno Sucesor dirigirse a María, como Madre de la Iglesia, al final de las presentes consideraciones, que era oportuno exponer al comienzo de su ministerio pontifical. María es Madre de la Iglesia, porque en virtud de la inefable elección del mismo Padre Eterno y bajo la acción particular del Espíritu de Amor, ella ha dado la vida humana al Hijo de Dios,«por el cual y en el cual son todas las cosas» y del cual todo el Pueblo de Dios recibe la gracia y la dignidad de la elección. Su propio Hijo quiso explícitamente extender la maternidad de su Madre -y extenderla de manera fácilmente accesible a todas las almas y corazones- confiando a ella desde lo alto de la Cruz a su discípulo predilecto como hijo. El Espíritu Santo le sugirió que se quedase también ella, después de la Ascensión de Nuestro Señor, en el Cenáculo, recogida en oración y en espera junto con los Apóstoles hasta el día de Pentecostés, en que debía casi visiblemente nacer la Iglesia, saliendo de la oscuridad. Posteriormente todas las generaciones de discípulos y de cuantos confiesan y aman a Cristo -al igual que el apóstol Juan- acogieron espiritualmente en su casa a esta Madre, que así, desde los mismos comienzos, es decir, desde el momento de la Anunciación, quedó inserida en la historia de la salvación y en la misión de la Iglesia. Así pues todos nosotros que formamos la generación contemporánea de los discípulos de Cristo, deseamos unirnos a ella de manera particular. Lo hacemos con toda adhesión a la tradición antigua y, al mismo tiempo, con pleno respeto y amor para con todos los miembros de todas las Comunidades cristianas.

Lo hacemos impulsados por la profunda necesidad de la fe, de la esperanza y de la caridad. En efecto, si en esta difícil y responsable fase de la historia de la Iglesia y de la humanidad advertimos una especial necesidad de dirigirnos a Cristo, que es Señor de su Iglesia y Señor de la historia del hombre en virtud del misterio de la Redención, creemos que ningún otro sabrá introducirnos como María en la dimensión divina y humana de este misterio. Nadie como María ha sido introducido en él por Dios mismo. En esto consiste el carácter excepcional de la gracia de la Maternidad divina. No sólo es única e irrepetible la dignidad de esta Maternidad en la historia del género humano, sino también única por su profundidad y por su radio de acción es la participación de María, imagen de la misma Maternidad, en el designio divino de la salvación del hombre, a través del misterio de la Redención.

Este misterio se ha formado, podemos decirlo, bajo el corazón de la Virgen de Nazaret, cuando pronunció su «fiat». Desde aquel momento este corazón virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acción particular del Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor inextinguible. Y por ello, este corazón debe ser también maternalmente inagotable. La característica de este amor materno que la Madre de Dios infunde en el misterio de la Redención y en la vida de la Iglesia, encuentra su expresión en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes. En esto consiste el misterio de la Madre. La Iglesia, que la mira con amor y esperanza particularísima, desea apropiarse de este misterio de manera cada vez más profunda. En efecto, también en esto la Iglesia reconoce la vía de su vida cotidiana, que es todo hombre.

El eterno amor del Padre, manifestado en la historia de la humanidad mediante el Hijo que el Padre dio «para que quien cree en él no muera, sino que tenga la vida eterna», este amor se acerca a cada uno de nosotros por medio de esta Madre y adquiere de tal modo signos más comprensibles y accesibles a cada hombre. Consiguientemente, María debe encontrarse en todas las vías de la vida cotidiana de la Iglesia. Mediante su presencia materna la Iglesia se cerciora de que vive verdaderamente la vida de su Maestro y Señor, que vive el misterio de la Redención en toda su profundidad y plenitud vivificante. De igual manera la misma Iglesia, que tiene sus raíces en numerosos y variados campos de la vida de toda la humanidad contemporánea, adquiere también la certeza y, se puede decir, la experiencia de estar cercana al hombre, a todo hombre, de ser «su» Iglesia: Iglesia del Pueblo de Dios.

Frente a tales cometidos, que surgen a lo largo de las vías de la Iglesia, a lo largo de la vías que el Papa Pablo VI nos ha indicado claramente en la primera Encíclica de su pontificado, nosotros, conscientes de la absoluta necesidad de todas estas vías, y al mismo tiempo de las dificultades que se acumulan sobre ellas, sentimos tanto más la necesidad de una profunda vinculación con Cristo. Resuenan como un eco sonoro las palabras dichas por él:«sin mí nada podéis hacer». No sólo sentimos la necesidad, sino también un imperativo categórico por una grande, intensa, creciente oración de toda la Iglesia. Solamente la oración puede lograr que todos estos grandes cometidos y dificultades que se suceden no se conviertan en fuente de crisis, sino en ocasión y como fundamento de conquistas cada vez más maduras en el camino del Pueblo de Dios hacia la Tierra Prometida, en esta etapa de la historia que se está acercando al final del segundo Milenio. Por tanto, al terminar esta meditación con una calurosa y humilde invitación a la oración, deseo que se persevere en ella unidos con María, Madre de Jesús, al igual que perseveraban los Apóstoles y los discípulos del Señor, después de la Ascensión, en el Cenáculo de Jerusalén. Suplico sobre todo a María, la celestial Madre de la Iglesia, que se digne, en esta oración del nuevo Adviento de la humanidad, perseverar con nosotros que formamos la Iglesia, es decir, el Cuerpo Místico de su Hijo unigénito. Espero que, gracias a esta oración, podamos recibir el Espíritu Santo que desciende sobre nosotros y convertirnos de este modo en testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra», como aquellos que salieron del Cenáculo de Jerusalén el día de Pentecostés.

Con la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 4 de marzo, primer domingo de cuaresma del año 1979, primero de mi Pontificado.

Joannes Paulus PP. II