Discurso del Papa Juan Pablo II al Maestro General saliente de la Orden de Dominicos con motivo del capítulo general de la Orden

Al Reverendísimo Timothy Radcliffe
Maestro General de la Orden de los Predicadores:

"Dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz" (Col 1, 11-12), os saludo a vosotros y a la Orden de los Predicadores con ocasión del inicio de su Capítulo General Electivo en Rhode Island el 10 de julio del 2001. Mientras se reúnen en el primer Capítulo del milenio a elegir al octogésimo quinto sucesor de vuestro santo fundador, Santo Domingo, invoco la luz del Espíritu Santo sobre los miembros del Capítulo, de manera que todo lo que piensen, digan y hagan traiga fortaleza a la orden y paz a la Iglesia, y de esta manera pueda dar gloria a Dios.

Desde el principio, uno de los primeros asuntos asignados a vuestra orden fue la proclamación de la verdad de Cristo en respuesta a la herejía albigense, una nueva forma recurrente de la herejía maniquea contra la cual, el cristianismo ha tenido que combatir desde el principio. Su eje descansa en la negación de la Encarnación, un rechazo a aceptar que "la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad" (Jn 1, 14). Para responder a esta nueva forma de herejía antigua, el Espíritu Santo iluminó a la Orden de los Predicadores, hombres que destacarían por su pobreza y por su disposición al servicio del Evangelio, quienes contemplarían incesantemente la verdad del Verbo Encarnado a través de la oración y el estudio, y mediante su predicación y enseñanza pasarían a otros los frutos de esa contemplación. Contemplata aliis tradere: el lema de la orden se convirtió en su gran llamado a la acción, y se mantiene así hasta el día de hoy.

En vuestro Capítulo, reflexionarán acerca de la "Predicación del Evangelio en el mundo globalizado" y "La renovación de la vida contemplativa", temas que están íntimamente relacionados. La historia de vuestra orden indica que el Evangelio será predicado de forma renovada y efectiva en un mundo rápidamente cambiante sólo si los cristianos siguen el camino de la contemplación que lleva a una relación más profunda con Cristo, "contemplado en sus coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino" (Novo Millennio Ineunte, 15).

Está claro que las antiguas aflicciones del alma humana y las grandes falsedades nunca mueren sino que permanecen escondidas durante algún tiempo, para reaparecer más tarde bajo otras formas. Es por eso que siempre existe la necesidad de una nueva evangelización como la que el Espíritu Santo está impulsando actualmente a toda la Iglesia. Vivimos en una época caracterizada de forma propia por una negación de la Encarnación. Por primera vez desde el nacimiento de Cristo hace 2000 años, es como si Él no tuviera ya cabida en un mundo cada vez más secularizado. No se le niega explícitamente; al contrario, muchos proclaman que admiran a Jesús y que valoran los elementos de su enseñanza. No obstante, permanece distante. No es verdaderamente entendido, amado y obedecido, sino hacinado a un pasado distante o a un cielo distante.

La nuestra es una época que niega la Encarnación de numerosas formas prácticas, y las consecuencias de esta negación son claras e inquietantes. En primer lugar, la relación individual con Dios se considera puramente personal y privada, así Dios se elimina del proceso que gobierna la actividad social, política y económica. Esto a su vez se traduce en una gran merma del sentido de la capacidad humana, ya que sólo Cristo revela plenamente las grandiosas posibilidades de la vida humana, quien verdaderamente "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre" (Gaudium et Spes, 22). Cuando se excluye o se niega a Cristo nuestra visión de los objetivos humanos se tambalea; y a medida que nuestras aspiraciones disminuyen la esperanza cede el paso a la desesperación, la alegría a la depresión. Aparece también una profunda desconfianza en la razón y en la capacidad humana de llegar a la verdad, mientras que el concepto mismo de la verdad se pone en duda. Para su mutuo empobrecimiento, la fe y la razón se han separado, degenerándose en fideísmo por un lado y racionalismo por el otro (cf. Fides et Ratio, 48). No se valora ni se ama la vida, de ahí el avance de una determinada cultura de la muerte, que produce los sombríos frutos del aborto y la eutanasia. Tampoco se valoran ni se aman con propiedad la sexualidad y el cuerpo humano; de ahí la degradación del sexo que se traduce en una marea de confusión moral, de infidelidad y la violencia de la pornografía. La creación en sí misma no es valorada ni amada; de ahí el espectro del egoísmo destructivo en el mal uso y explotación del ambiente.

En esa situación la Iglesia y el Sucesor del Apóstol Pedro miran a la Orden de Predicadores con esperanza y confianza no menores que las de la época de vuestra fundación. Las exigencias de la nueva evangelización son grandes, y es seguro que vuestra Orden, con sus numerosas vocaciones y su prominente herencia, debe jugar un papel vital en la misión de la Iglesia para vencer las antiguas falsedades y proclamar el mensaje de Cristo de manera efectiva en el amanecer del nuevo milenio. Como dijo Santo Domingo en su lecho de muerte a sus afligidos hermanos: "No lloréis, puesto que seré más útil para vosotros luego de mi muerte, y les ayudaré de manera más efectiva entonces que durante mi vida." Pido fervientemente que la intervención de vuestro fundador los fortalecerá para las tareas pendientes, y que la gran cantidad de santos dominicos que han adornado el pasado de vuestra orden iluminen su camino en el futuro. Confiando la Orden de los Predicadores al cuidado maternal de Nuestra Señora del Rosario, les imparto con alegría mi bendición apostólica a ustedes, miembros del Capítulo y a todos los frailes como prenda de gracia y paz infinita en Jesucristo, "Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación" (Col 1:15).

Del Vaticano, 28 de junio del 2001

S.S. JUAN PABLO II