Mensaje de su Santidad Juan Pablo II para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz

Ofrece el perdón, recibe la paz

1. Sólo faltan tres años para la aurora de un nuevo milenio, y la espera nos invita a la reflexión, sugiriendo como un balance del camino recorrido por la humanidad bajo la mirada de Dios, Señor de la historia. Si se considera el milenio transcurrido, y especialmente el último siglo, se debe reconocer que se han encendido muchas luces en el camino de los hombres desde el punto de vista sociocultural, económico, científico y tecnológico. Lamentablemente, estas luces contrastan con graves sombras, particularmente en lo que se refiere a la moralidad y la solidaridad. Además, la violencia es un verdadero escándalo que, bajo formas antiguas o nuevas, afecta todavía a muchas vidas humanas y hiere a familias y comunidades.

Es hora de decidirse a emprender juntos y con ánimo resuelto una verdadera peregrinación de paz, cada uno desde su propia situación. Las dificultades son a veces muy grandes: el origen étnico, la lengua, la cultura y el credo religioso son, con frecuencia, obstáculos. Caminar juntos, cuando se arrastran experiencias traumáticas o incluso divisiones seculares, no es fácil. Surge entonces la pregunta: ¿qué camino seguir?, ¿cómo orientarse?

Ciertamente, son muchos los factores que pueden favorecer el restablecimiento de la paz, salvaguardando las exigencias de la justicia y de la dignidad humana. Pero no podrá emprenderse nunca un proceso de paz si no madura en los hombres una actitud de perdón sincero. Sin este perdón las heridas continuarán sangrando, alimentando en las generaciones futuras un hastío sin fin, que es fuente de venganza y causa de nuevas ruinas. El perdón ofrecido y aceptado es premisa indispensable para caminar hacia una paz auténtica y estable.

Quiero, pues, dirigir con profunda convicción una llamada a todos, para que se busque la paz por los caminos del perdón. Soy plenamente consciente de que el perdón puede parecer contrario a la lógica humana, que obedece con frecuencia a la dinámica de la contestación y de la revancha. Sin embargo, el perdón se inspira en la lógica del amor, del amor que Dios tiene a cada hombre y mujer, a cada pueblo y nación, así como a toda la familia humana. Pero si la Iglesia se atreve a proclamar lo que, humanamente hablando, puede parecer una locura, es debido precisamente a su firme confianza en el amor infinito de Dios. Como testimonia la Escritura, Dios es rico en misericordia y perdona siempre a cuantos vuelven a él (cf. Ez 18, 23; Sal 32, 5; 103, 3. 8-14; Ef 2, 4-5; 2 Co, 1, 3). El perdón de Dios se convierte también en nuestros corazones en fuente inagotable de perdón en las relaciones entre nosotros, ayudándonos a vivirlas bajo el signo de una verdadera fraternidad.

El mundo herido anhela la curación


2. Como indicaba antes, el mundo moderno, a pesar de las numerosas metas alcanzadas, continúa estando marcado por no pocas contradicciones. El progreso en el campo de la industria y de la agricultura ha comportado para millones de personas un mejor nivel de vida y ofrece buenas perspectivas para otras muchas; la tecnología permite ya superar las distancias; la información ya es instantánea y ha ampliado las posibilidades del conocimiento humano; el respeto del medio ambiente va creciendo y tiende a hacerse un estilo de vida. Una multitud de voluntarios, con una generosidad que a menudo es desconocida, actúa incansablemente en todas las partes del mundo al servicio de la humanidad, prodigándose sobre todo para aliviar las necesidades de los pobres y de los que sufren.
¿Cómo no reconocer con satisfacción estos elementos positivos de nuestro tiempo? Por desgracia, la realidad de este mundo contemporáneo presenta también no pocos fenómenos de signo contrario. Estos son, por ejemplo, el materialismo y el creciente desprecio de la vida humana, que están asumiendo dimensiones preocupantes. Son muchos los que se plantean su vida siguiendo como únicas leyes el provecho, el prestigio y el poder.

El resultado es que numerosas personas se encuentran encerradas en su soledad interior; otras siguen siendo discriminadas intencionadamente por su raza, nacionalidad o sexo, mientras la pobreza arrastra a masas enormes al margen de la sociedad o, incluso, hacia el aniquilamiento. Para muchos, además, la guerra se ha convertido en la dura realidad de la vida cotidiana. Una sociedad que busca sólo bienes materiales o efímeros tiende a marginar a quien no sirve para tal objetivo. Ante estas situaciones, que a veces son auténticas tragedias humanas, algunos prefieren cerrar simplemente los ojos, escudándose en su indiferencia. Se repite en ellos la actitud de Caín: «¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?» (Gn 4, 9). Es deber de la Iglesia recordar a cada uno las severas palabras de Dios: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo» (Gn 4, 10).

El sufrimiento de tantos hermanos y hermanas no nos puede dejar indiferentes. Su pena clama a nuestra conciencia, santuario interior en el que nos encontramos cara a cara con nosotros mismos y con Dios. Y, ¿cómo no reconocer que, de diversas maneras, todos estamos implicados en esta revisión de vida a la que Dios nos llama? Todos tenemos necesidad del perdón de Dios y del prójimo. Por tanto, todos debemos estar dispuestos a perdonar y a pedir perdón.

El peso de la historia

3. La dificultad del perdón no depende sólo de las vicisitudes del presente. La historia lleva consigo una pesada carga de violencias y de conflictos, de los cuales no es fácil desentenderse. Abusos, opresiones y guerras han hecho sufrir a innumerables seres humanos y, aunque las causas de aquellos fenómenos dolorosos se remontan a tiempos remotos, sus efectos permanecen vivos e hirientes, alimentando miedos, sospechas, odios y rupturas entre familias, grupos étnicos y poblaciones enteras. Son datos de hecho que ponen en duda la buena voluntad de quien quisiera escapar de su condicionamiento. Sin embargo, es verdad que no se puede permanecer prisioneros del pasado: es necesaria, para cada uno y para los pueblos, una especie de «purificación de la memoria», a fin de que los males del pasado no vuelvan a producirse más. No se trata de olvidar todo lo que ha sucedido, sino de releerlo con sentimientos nuevos, aprendiendo, precisamente de las experiencias sufridas, que sólo el amor construye, mientras el odio produce destrucción y ruina. La novedad liberadora del perdón debe sustituir a la insistencia inquietante de la venganza.

Para ello es indispensable aprender a leer la historia de los otros pueblos, evitando juicios sumarios y parciales, y haciendo un esfuerzo para comprender el punto de vista de quienes pertenecen a aquellos pueblos. Este es un verdadero desafío, incluso de orden pedagógico y cultural. ¡Un desafío de comportamiento civilizado! Si se acepta emprender este camino, se descubrirá que los errores nunca están sólo en una parte; se verá cómo la presentación de la historia a veces ha sido deformada e incluso manipulada con trágicas consecuencias.
Una revisión correcta de la historia favorecerá la aceptación y el aprecio de las diferencias -sociales, culturales y religiosas- existentes entre personas, grupos y pueblos. Este es el primer paso hacia la reconciliación, porque el respeto de las diversidades es una condición necesaria y una dimensión cualificadora de auténticas relaciones entre los individuos y entre las colectividades. La represión de las diversidades puede dar origen a una paz aparente pero engendra una situación precaria que de hecho precede a nuevas explosiones de violencia.

Modos concretos de reconciliación

4. Las guerras, incluso cuando «resuelven» los problemas que las han originado, lo hacen siempre dejando a su paso víctimas y destrucción, que pesan sobre las sucesivas negociaciones de paz. Esta idea debe mover a los pueblos, las naciones y los Estados a superar decididamente la «cultura de la guerra», no sólo en su expresión más detestable del poderío bélico como instrumento de opresión, sino también en la menos odiosa, pero no menos dañina, del recurso a las armas como medio rápido para afrontar los problemas. Especialmente en un tiempo como el nuestro, que conoce las más sofisticadas tecnologías destructivas, es urgente desarrollar una sólida «cultura de la paz», que prevenga y evite el desencadenamiento imparable de la violencia armada, estableciendo incluso intervenciones con miras a impedir el crecimiento de la industria y del comercio de armas.

Pero antes aún, es preciso que el deseo sincero de paz se traduzca en la firme decisión de superar cualquier obstáculo que se interponga en su consecución. En este esfuerzo las diversas religiones pueden dar una aportación importante, en la línea de cuanto han hecho con frecuencia, levantando su propia voz contra la guerra y afrontando con valor los riesgos consiguientes. Sin embargo, ¿no estamos, quizá, todos llamados a hacer aún más, siguiendo el genuino patrimonio de nuestras tradiciones religiosas?

En todo caso, es esencial en esta materia la tarea de los gobiernos y de la comunidad internacional, a los que corresponde contribuir a la construcción de la paz mediante la creación de estructuras sólidas, capaces de resistir los vaivenes de la política, de modo que puedan garantizar la libertad y la seguridad de todos en cada circunstancia. Algunas de estas estructuras existen ya, pero necesitan ser reforzadas. La Organización de las Naciones Unidas, por ejemplo, siguiendo el objetivo para el que fue fundada ha asumido recientemente una responsabilidad cada vez mayor en el mantenimiento o restablecimiento de la paz. Precisamente en esta perspectiva, a los cincuenta años de su creación, es de desear una conveniente adaptación de los medios a su disposición, para que pueda afrontar con eficacia los nuevos desafíos de nuestro tiempo.

Otros organismos a nivel continental o regional tienen también gran importancia como instrumentos de promoción de la paz. Es motivo de esperanza verlos comprometidos en el desarrollo de mecanismos concretos de reconciliación, ayudando activamente a poblaciones divididas por la guerra para que vuelvan a encontrar los motivos de una convivencia pacífica y solidaria. Son formas de mediación que dan esperanza a pueblos que se hallan aparentemente sin salida. Tampoco se debe subestimar la acción de los organismos locales que, insertos en los ambientes donde se siembran los gérmenes del conflicto, pueden llegar de manera directa a los individuos, mediando entre las facciones opuestas y promoviendo la confianza recíproca.
Sin embargo, la paz duradera no es sólo una cuestión de estructuras y procedimientos. Se apoya ante todo en la adopción de un estilo de convivencia humana inspirada en la acogida recíproca y capaz de un perdón cordial. Todos tenemos necesidad de ser perdonados por nuestros hermanos y, por tanto, todos debemos estar dispuestos a perdonar. Pedir y ofrecer perdón es una vía profundamente digna del hombre y, a veces, la única para salir de situaciones marcadas por odios antiguos y violentos.

El perdón, ciertamente, no surge en el hombre de manera espontánea y natural. Perdonar sinceramente, en ocasiones puede resultar incluso heroico. El dolor por la pérdida de un hijo, de un hermano, de los propios padres o de la familia entera por causa de la guerra, del terrorismo o de acciones criminales, puede llevar a la cerrazón total hacia el otro. Aquellos que se han quedado sin nada porque han sido despojados de la tierra y de la casa, los prófugos y cuantos han soportado el ultraje de la violencia, no pueden dejar de sentir la tentación del odio y de la venganza. Sólo el calor de las relaciones humanas caracterizadas por el respeto, comprensión y acogida pueden ayudarles a superar tales sentimientos. La experiencia liberadora del perdón, aunque llena de dificultades, puede ser vivida también por un corazón herido, gracias al poder curativo del amor, que tiene su primer origen en Dios-Amor.

Verdad y Justicia, presupuestos del perdón

5. El perdón, en su forma más alta y verdadera, es un acto de amor gratuito. Pero, precisamente como acto de amor, tiene también sus propias exigencias: la primera es el respeto a la verdad. Sólo Dios es la verdad absoluta. Él, sin embargo, ha abierto el corazón humano al deseo de la verdad, que después ha revelado plenamente en su Hijo encarnado. Todos, pues, están llamados a vivir la verdad. Donde se siembra la mentira y la falsedad, florecen la sospecha y las divisiones. También la corrupción y la manipulación política o ideológica son esencialmente contrarias a la verdad, atacan los fundamentos mismos de la convivencia civil y socavan las posibilidades de relaciones sociales pacíficas.
El perdón, lejos de excluir la búsqueda de la verdad, la exige. El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado. Precisamente esta exigencia ha llevado a establecer en varias partes del mundo, ante los abusos entre grupos étnicos o naciones, procedimientos oportunos de búsqueda de la verdad, como primer paso hacia la reconciliación. No es necesario subrayar la gran cautela a la que, en este proceso ciertamente necesario, todos deben atenerse para no aumentar los antagonismos, haciendo la reconciliación más difícil aún. No es raro, además, el caso de países cuyos gobernantes, ante el bien primordial de la pacificación, han tomado el acuerdo de conceder una amnistía a quienes han reconocido públicamente los delitos cometidos durante un período de inestabilidad. Esta iniciativa puede considerarse positiva, por ser un esfuerzo encaminado a promover el establecimiento de buenas relaciones entre grupos anteriormente contrapuestos.

Otro presupuesto esencial del perdón y de la reconciliación es la justicia, que tiene su fundamento último en la ley de Dios y en su designio de amor y de misericordia sobre la humanidad (cf. Dives in misericordia, 14). Entendida así, la justicia no se limita a establecer lo que es recto entre las partes en conflicto, sino que tiende sobre todo a restablecer las relaciones auténticas con Dios, consigo mismo y con los demás. Por tanto, no hay contradicción alguna entre perdón y justicia. En efecto, el perdón no elimina ni disminuye la exigencia de la reparación, que es propia de la justicia, sino que trata de reintegrar tanto a las personas y los grupos en la sociedad, como a los Estados en la comunidad de las naciones. Ningún castigo debe ofender la dignidad inalienable de quien ha obrado mal. La puerta hacia el arrepentimiento y la rehabilitación debe quedar siempre abierta.

Jesucristo, nuestra reconciliación

6. ¡Cuántas situaciones necesitan hoy de reconciliación! Ante este desafío, del cual depende en buena parte la paz, dirijo mi llamada a todos los creyentes y, de modo particular, a los miembros de la Iglesia católica, para que se dediquen activa y concretamente a la obra de la reconciliación.

El creyente sabe que la reconciliación proviene de Dios, el cual esta dispuesto siempre a perdonar a cuantos acuden a Él, y a cargar sobre las espaldas todos sus pecados (cf. Is 38, 17). La inmensidad del amor de Dios va mucho más allá de la comprensión humana, como recuerda la sagrada Escritura: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15).

El amor divino es el fundamento de la reconciliación, a la que estamos llamados. «Él, que todas tus culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura. (...) No nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas» (Sal 103, 3-4. 10).

Dios, en su amorosa disposición al perdón, ha llegado a darse a sí mismo al mundo en la Persona de su Hijo, el cual vino a traer la redención a cada individuo y a la humanidad entera. Ante las ofensas de los hombres, que culminan en su condena a la muerte de cruz, Jesús ruega: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

El perdón de Dios es expresión de su ternura como Padre. En la parábola evangélica del «hijo pródigo» (cf. Lc 15, 11-32), el padre sale corriendo al encuentro de su hijo apenas lo ve que vuelve a casa. No le deja siquiera presentar sus disculpas: todo está perdonado (cf. Lc 15, 20-22). La inmensa alegría del perdón, ofrecido y acogido, sana heridas incurables, restablece nuevamente las relaciones y tiene sus raíces en el inagotable amor de Dios.

Jesús proclamó durante toda su vida el perdón de Dios, pero, al mismo tiempo, añadió la exigencia del perdón recíproco como condición para obtenerlo. En el «Padrenuestro» nos invita a orar así: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Con este «como», pone en nuestras manos la medida con que seremos juzgados por Dios. La parábola del siervo sin entrañas, castigado por su dureza de corazón para con su semejante (cf. Mt 18, 23-35), nos enseña que, quienes no están dispuestos a perdonar, por eso mismo se excluyen del perdón divino: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano» (Mt 18, 35).

Ni siquiera nuestra oración podrá ser agradable a Dios si no ha sido precedida, y en cierto sentido «garantizada» en su autenticidad, por la iniciativa sincera de la reconciliación con el hermano que tiene «algo contra nosotros»: solamente entonces nos será posible presentar una ofrenda agradable a Dios (cf. Mt 5, 23-24).

Al servicio de la reconciliación

7. Jesús no sólo enseñó a sus discípulos el deber del perdón, sino que quiso que su Iglesia fuera signo e instrumento de su designio de reconciliación, haciéndola sacramento «de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). En virtud de esta misión, Pablo consideraba el ministerio apostólico como «ministerio de la reconciliación» (cf. 2 Co 5, 18-20). Pero en cierto sentido todo bautizado debe sentirse «ministro de la reconciliación», ya que, reconciliado con Dios y con los hermanos, está llamado a construir la paz con la fuerza de la verdad y de la justicia.

Como he tenido oportunidad de recordar en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, los cristianos, mientras se preparan a cruzar el umbral de un nuevo milenio, están invitados a renovar el arrepentimiento por «todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo» (n. 33).

Entre éstas tienen particular importancia las divisiones que hieren la unidad de los cristianos. Preparándonos a celebrar el gran jubileo del año 2000, debemos buscar juntos el perdón de Cristo, implorando del Esp_edritu Santo la gracia de la plena unidad. «La unidad, en definitiva, es un don del Espíritu Santo. A nosotros se nos pide secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la verdad» (ib., 34). Poniendo la mirada en Jesucristo, nuestra reconciliación, este primer año de preparación al jubileo, hagamos todo lo posible, mediante la oración, el testimonio y la acción, para progresar en el camino hacia una mayor unidad. Todo ello ejercerá ciertamente un influjo positivo incluso sobre los procesos de pacificación en curso en diversas partes del mundo

En junio de 1997, las Iglesias de Europa tendrán en Graz su segunda Asamblea ecuménica europea sobre el tema «Reconciliación, don de Dios y fuente de vida nueva». Como preparación a este encuentro, los presidentes de la Conferencia de las Iglesias de Europa y del Consejo de las Conferencias episcopales europeas han lanzado un mensaje común, pidiendo un renovado compromiso por la reconciliación, «don de Dios para nosotros y para la creación entera». Ellos han indicado algunas de las múltiples tareas que atañen a las comunidades eclesiales: la búsqueda de una unidad más visible y el compromiso por la reconciliación de los pueblos. Que la oración de todos los cristianos apoye la preparación de este encuentro en las Iglesias locales y promueva gestos concretos de reconciliación en todo el continente europeo, abriendo, además, el camino a esfuerzos análogos en otros continentes.

En la citada carta apostólica he expresado el vivo deseo de que, en este itinerario hacia el año 2000, los cristianos tengan como guía y punto de referencia la sagrada Escritura (cf. n. 40). Un tema muy actual para guiar esta peregrinación podría ser el del perdón y la reconciliación, que se ha de meditar y vivir en las situaciones concretas de cada persona y de cada comunidad.

Un llamamiento a cada persona de buena voluntad

8. Quisiera concluir este Mensaje, que envío a los creyentes y a todas las personas de buena voluntad con ocasión de la próxima Jornada mundial de la paz, con un llamamiento a cada uno para que se haga instrumento de paz y reconciliación.

Me dirijo en primer lugar a vosotros, mis hermanos obispos y sacerdotes: sed espejo del amor misericordioso de Dios, no solamente en la comunidad eclesial, sino también en el ámbito de la sociedad civil, especialmente allí donde arrecian luchas nacionalistas o étnicas. A pesar de los eventuales sufrimientos que habéis de soportar, no dejéis penetrar el odio en vuestro corazón, sino anunciad con alegría el evangelio de Cristo, dispensando el perdón de Dios mediante el sacramento de la reconciliación.

A vosotros, padres y madres, primeros educadores de la fe de vuestros hijos, os pido que les ayudéis a considerar a todos como hermanos y hermanas, saliendo al encuentro del prójimo sin prejuicios, con sentimientos de confianza y de acogida. Sed para vuestros hijos reflejo del amor y del perdón de Dios, haciendo todos los esfuerzos por construir una familia unida y solidaria.

Y vosotros, educadores, llamados a enseñar a los jóvenes los auténticos valores de la vida, acercándoles a la complejidad de la historia y de la cultura humana ayudadles a vivir, en todos los niveles la virtud de la tolerancia, de la comprensión y del respeto, presentándoles como modelo a quienes han sido artífices de paz y de reconciliación.

Vosotros, jóvenes, que alimentáis en el corazón grandes aspiraciones, aprended a vivir juntos unos con otros en paz, sin interponer barreras que os impidan compartir las riquezas de otras culturas y de otras tradiciones. Responded a la violencia con acciones de paz, para construir un mundo reconciliado y rico en humanidad.

Vosotros, políticos, llamados a servir al bien común, no excluyáis a nadie de vuestras preocupaciones, cuidando particularmente los sectores más débiles de la sociedad. No pongáis en primer lugar el interés personal, cediendo a la seducción de la corrupción y, sobre todo, afrontad incluso las situaciones más difíciles con las armas de la paz y de la reconciliación.

A vosotros, que trabajáis en el campo de los medios de comunicación social, os pido que consideréis las grandes responsabilidades que vuestra profesión comporta, y no ofrezcáis jamás mensajes inspirados en el odio, la violencia y la mentira. Tened siempre como objetivo la verdad y el bien de la persona, a cuyo servicio han de ponerse los poderosos medios de comunicación.

A todos vosotros, en fin, creyentes en Cristo, os invito a caminar fielmente por la senda del perdón y de la reconciliación, uniéndoos a él en la oración al Padre para que todos sean uno (cf. Jn 17, 21). Os exhorto también a acompañar esta incesante invocación de paz con gestos de fraternidad y de acogida recíproca.

A cada persona de buena voluntad, deseosa de trabajar incansablemente para la edificación de la nueva civilización del amor, repito: ¡Ofrece el perdón, recibe la paz!

Vaticano, 8 de diciembre de 1996