Mensaje de su Santidad Juan Pablo II para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz

Creyentes unidos en laconstrucción de la paz

1. El primero de enero próximo se celebrará, como en años anteriores, la Jornada mundial de la paz, que en esa fecha cumplirá el veinticinco aniversario de su institución. Es muy natural que en esta ocasión mi pensamiento se dirija con la admiración y gratitud de siempre a la amada figura de mi venerado predecesor Pablo VI que, con feliz intuición pastoral y pedagógica, quiso invitar a todos "los verdaderos amigos de la paz" a unirse para reflexionar sobre este "bien primario" de la humanidad.

A distancia de un cuarto de siglo, es igualmente natural mirar al pasado en su conjunto, para verificar si verdaderamente ha progresado o no la causa de la paz en el mundo, y si los dolorosos acontecimientos de los últimos meses -algunos, por desgracia, todavía en curso- han representado un retroceso sustancial al mostrar hasta qué punto es real el peligro de que la razón humana se deje dominar por egoísmos destructores o por antiguos odios. Al mismo tiempo, la progresiva consolidación de nuevas democracias ha devuelto las esperanzas a pueblos enteros, despertando la fe en un diálogo internacional más fecundo y abriendo la perspectiva a la deseada pacificación.

En este contexto de luces y sombras, este Mensaje anual no quiere ser ni un balance ni un juicio, sino sólo una nueva y fraterna invitación a reflexionar sobre las vicisitudes humanas del momento, para elevarlas hacia una visið3n ético-religiosa, en la cual los creyentes deben ser los primeros en inspirarse. Estos, precisamente por su fe, están llamados - individual y colectivamente- a ser mensajeros y constructores de paz. Como los demás y más que ellos, están llamados a buscar con humildad y perseverancia las respuestas adecuadas a las expectativas de seguridad y libertad, de solidaridad y participación que unen a los hombres en un mundo, que se está haciendo, por así decir, cada vez más pequeño. Ciertamente, trabajar en favor de la paz atañe a toda persona de buena voluntad; por esto los diversos Mensajes han sido dirigidos a todos los miembros de la familia humana. Sin embargo, este deber es urgente para cuantos profesan la fe en Dios y más aún para los cristianos, que tienen como guía y maestro al «Príncipe de la paz» (cf. Is 9, 5).

Naturaleza moral y religiosa de la paz

2. La aspiración a la paz es inherente a la naturaleza humana y se encuentra en las diversas religiones. Se manifiesta en el deseo de orden y tranquilidad, en la actitud de disponibilidad hacia los demás, en la colaboración y coparticipación basadas en el respeto recíproco. Estos valores, derivados de la ley natural y explicitados por las religiones, exigen para su desarrollo la aportación solidaria de todos: políticos, dirigentes de Organismos internacionales, empresarios y trabajadores, grupos asociados y ciudadanos privados. Se trata de un deber concreto para todos, que obliga aún más si son creyentes, pues testimoniar la paz, trabajar y orar por ella es propio de un comportamiento religioso coherente.

Esto explica el porqué, incluso en los libros sagrados de las diversas religiones, la referencia a la paz ocupa un puesto de relieve en el ámbito de la vida del hombre y de sus relaciones con Dios. En efecto, mientras que para nosotros los cristianos Jesucristo, Hijo de Aquel que tiene «pensamientos de paz, y no de aflicción» (Jr 29, 11), es «nuestra paz» (Ef 2, 14), para los hermanos hebreos la palabra «shalom» expresa augurio y bendición en un estado de armonía del hombre consigo mismo, con la naturaleza y con Dios, y para los fieles musulmanes el término «salam» es tan importante que constituye uno de los nombres divinos más bellos. Se puede decir que una vida religiosa, si se vive auténticamente, debe producir frutos de paz y fraternidad, pues es propio de la religión fortalecer cada vez más la unión con la divinidad y favorecer una relación cada vez más solidaria entre los hombres.

Reavivar el «espíritu de Asís»

3. Convencido del consenso en torno a este valor, hace cinco años me dirigí a los responsables de las Iglesias cristianas y de las grandes religiones del mundo para invitarlos a un encuentro especial de oración por la paz, que se celebró en Asís. El recuerdo de aquel acontecimiento significativo me ha sugerido llamar de nuevo la atención sobre el tema de la solidaridad de los creyentes en esta causa común.

En Asís se congregaron, procedentes de los diversos continentes, los líderes espirituales de las principales religiones. Aquello fue un testimonio concreto de la dimensión universal de la paz, como confirmación de que ésta no es solamente el resultado de hábiles negociaciones político-diplomáticas o de compromisos económicos interesados, sino que depende fundamentalmente de Aquel que conoce el corazón de los hombres y orienta y dirige sus pasos. Como personas comprometidas por el destino de la humanidad, ayunamos juntos, intentando expresar así nuestra comprensión y solidaridad con los millones de personas que son víctimas del hambre en todo el mundo. Como creyentes que siguen con interés las vicisitudes de la historia humana, peregrinamos juntos, meditando en silencio sobre nuestro origen común y sobre nuestro común destino, sobre nuestras limitaciones y responsabilidades, sobre las demandas y aspiraciones de tantos hermanos y hermanas que esperan nuestra ayuda en sus necesidades.

Lo que entonces hicimos orando y mostrando nuestro decidido compromiso por la paz en la tierra, debemos continuar haciéndolo ahora. Debemos mantener vivo el genuino «espíritu de Asís», no sólo por un deber de coherencia y fidelidad, sino también para ofrecer a las generaciones futuras un motivo de fundada esperanza. En la Ciudad del «Poverello» iniciamos juntos un camino que debe proseguir, sin excluir por ello la búsqueda de otras vías y nuevos medios para consolidar la paz sobre fundamentos espirituales.

La fuerza de la oración

4. Sin embargo, antes de recurrir a los medios humanos quiero subrayar la necesidad de una oración intensa y humilde, confiada y perseverante, si se quiere que el mundo se convierta finalmente en una morada de paz, pues la oración es la fuerza por excelencia para implorarla y obtenerla. Ella infunde ánimo y sostiene a quien ama y quiere promover dicho bien según las propias posibilidades y en los variados ambientes en que vive. La oración, mientras impulsa al encuentro con el Altísimo, dispone también al encuentro con nuestro prójimo, ayudando a establecer con todos, sin discriminación alguna, relaciones de respeto, de comprensión, de estima y de amor.

El sentimiento religioso y el espíritu de oración no sólo nos hace crecer interiormente, sino que incluso nos iluminan sobre el verdadero significado de nuestra presencia en el mundo. Se puede decir también que la dimensión religiosa nos impulsa a trabajar con mayor dedicación en la construcción de una sociedad ordenada donde reine la paz.

La oración es el vínculo que nos une de forma más eficaz, pues en ella se realiza el encuentro de los creyentes cuando se superan desigualdades, incomprensiones, rencores y hostilidades; es decir, cuando se encuentran en Dios, Señor y Padre de todos. La oración, como expresión auténtica de la recta relación con Dios y con los demás, es ya una aportación positiva para la paz.

Diálogo ecuménico y relaciones interreligiosas

5. La oración no ha de ser, sin embargo, el único lugar de encuentro sino que debe ir acompañada por otros gestos concretos. Cada religión tiene su visión propia sobre los actos que hay que realizar y los caminos que hay que recorrer para alcanzar la paz. La Iglesia católica, mientras afirma abiertamente su identidad, su doctrina y su misión salvífica para todos los hombres, «no rechaza nada de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (Nostra aetate, 2).

Sin ignorar ni disminuir las diferencias, la Iglesia está convencida de que, para la promoción de la paz, existen algunos elementos o aspectos que puede ser útil desarrollar y poner en práctica en unión con los seguidores de otros credos y confesiones. A esto tienden los contactos interreligiosos y, de manera especial, el diálogo ecuménico. Gracias a estas formas de encuentro y de intercambio las religiones han podido tomar una conciencia más clara de sus responsabilidades, ciertamente no pequeñas, sobre el verdadero bien de la humanidad entera. Las religiones se muestran hoy decididas más firmemente a no dejarse instrumentalizar por intereses particularistas o por fines políticos, y tienden a asumir una actitud más consciente e incisiva en la animación de las realidades sociales y culturales en la comunidad de los pueblos. Esto les permite ser una fuerza activa en el proceso de desarrollo y ofrecer así una esperanza segura a la humanidad. En no pocas ocasiones se ha evidenciado que su acción habría resultado más eficaz si se hubiera llevado a cabo conjuntamente y de manera coordinada. Este modo de proceder de los creyentes puede ser determinante para la pacificación de los pueblos y la superación de las divisiones aún existentes entre «regiones» y «mundos».

Camino a recorrer

6. Para alcanzar esta meta de cooperación activa en la causa de la paz queda aún por recorrer un largo camino: es el camino del mutuo conocimiento, favorecido actualmente por el desarrollo de los medios de comunicación social y facilitado por un diálogo leal y amplio; es el camino del perdón generoso, de la reconciliación fraterna, de la colaboración incluso en sectores restringidos o secundarios, pero que llevan siempre a la misma causa; es el camino de la convivencia cotidiana en compartir esfuerzos y sacrificios para alcanzar el mismo objetivo. En este camino toca quizás a cada creyente, es decir, a las personas que profesan una religión, antes aún que a sus líderes, afrontar el esfuerzo y al mismo tiempo tener la satisfacción de construir juntos la paz.

Los contactos interreligiosos, junto con el diálogo ecuménico, parecen ahora la vía obligada para que las heridas tan dolorosas, producidas a lo largo de los siglos, ya no se repitan o se sanen pronto las que todavía quedan. El creyente debe ser artífice de paz, ante todo con el ejemplo personal de su recta actitud interior, que se proyecta también hacia fuera en acciones coherentes y en comportamientos como la serenidad, el equilibrio, la superación de los instintos, la realización de gestos de comprensión, de perdón, de generosa donación, que tienen una influencia pacificadora entre las personas del propio ambiente y de la propia comunidad religiosa y civil.

Precisamente por esto, en la próxima Jornada, invito a todos los creyentes a realizar un serio examen de conciencia para estar mejor dispuestos a escuchar la voz del «Dios de la paz» (cf. I Co 14, 33) y dedicarse con renovada confianza a esta gran tarea. En efecto, estoy convencido de que los creyentes -y espero también que los hombres de buena voluntad- acogerán este nuevo llamamiento, cuya insistencia se debe a la gravedad del momento.

Construir juntos la paz en la justicia

7. La oración y la acción concorde de los creyentes por la paz deben tener en cuenta los problemas y las legítimas aspiraciones de las personas y de los pueblos.

La paz es un bien fundamental que conlleva el respeto y la promoción de los valores esenciales del hombre: el derecho a la vida en todas las fases de su desarrollo; el derecho a ser debidamente considerados, independientemente de la raza, sexo o convicciones religiosas; el derecho a los bienes materiales necesarios para la vida; el derecho al trabajo y a la justa distribución de sus frutos para una convivencia ordenada y solidaria. Como hombres, como creyentes y más aún como cristianos, debemos sentirnos comprometidos a vivir estos valores de justicia, que encuentran su coronamiento en el precepto supremo de la caridad: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 39).

Una vez más quiero recordar que el riguroso respeto de la libertad religiosa y de su derecho correspondiente es principio y fundamento de la convivencia pacífica. Espero que este respeto sea un compromiso no sólo afirmado teóricamente, sino puesto realmente en práctica por los líderes políticos y religiosos, y por los mismos creyentes; es en base a su reconocimiento como asume importancia la dimensión trascendente de la persona humana.

Sería aberrante que las religiones o grupos de sus seguidores, en la interpretación y práctica de sus respectivas creencias, se dejaran arrastrar hacia formas de fundamentalismo y fanatismo, justificando con motivaciones religiosas las luchas y los conflictos con los demás. Si se da una lucha digna del hombre ésta debe ser la que va contra las propias pasiones desordenadas, contra toda clase de egoísmo, contra los intentos de opresión a los demás, contra todo tipo de odio y violencia; en una palabra, contra todo lo que se opone a la paz y la reconciliación.

Necesario apoyo por parte de los responsables de las naciones

8. Exhorto, finalmente, a los responsables de las naciones y de la comunidad internacional a demostrar siempre el más grande respeto por la conciencia religiosa de cada hombre y por la cualificada aportación de la religión al progreso de la civilización y al desarrollo de los pueblos. Que no caigan en la tentación de servirse de las religiones, instrumentalizándolas como un medio de poder, especialmente cuando se trata de oponerse militarmente al adversario.

Que las mismas autoridades civiles y políticas aseguren a las religiones respeto y garantías jurídicas -a nivel nacional e internacional- evitando que la aportación de las mismas a la construcción de la paz sea marginada o relegada a la esfera privada, o incluso ignorada.

Exhorto nuevamente a las autoridades públicas a esforzarse con vigilante sentido de responsabilidad en prevenir guerras y conflictos, en hacer triunfar el derecho y la justicia, y favorecer al mismo tiempo un desarrollo que redunde en beneficio de todos y, en primer lugar, de quienes están atenazados por las cadenas de la miseria, del hambre y del sufrimiento. Son de apreciar los progresos ya conseguidos en la reducción de armamentos: los recursos económicos y financieros, empleados hasta ahora para la producción y el comercio de tantos instrumentos de muerte, podrán utilizarse en favor del hombre y ya jamás contra el hombre. Estoy convencido de que a este juicio positivo se asocian millones de hombres y mujeres de todo el mundo, que no tienen la posibilidad de hacer oír su voz.

Exhortación especial para los cristianos


9. En este momento deseo dirigir una exhortación particular a todos los cristianos. La misma fe en Jesucristo nos compromete a dar un testimonio concorde del «Evangelio de la paz» (Ef 6, 15). Nos toca a nosotros, en primer lugar, abrirnos a los demás creyentes para emprender unidos a ellos, con valentía y perseverancia, la obra grandiosa de construir aquella paz que el mundo desea pero que en definitiva no sabe darse. «La paz os dejo, mi paz os doy», nos dijo Jesús (Jn 14, 27). Esta promesa divina nos infunde la esperanza, más aún, la certeza de la esperanza divina de que la paz es posible porque nada es imposible para Dios (cf. Lc 1, 37). En efecto, la verdadera paz es siempre un don de Dios; para nosotros cristianos es un don precioso del Señor resucitado (cf. Jn 20, 19, 26).

A los grandes retos del mundo contemporáneo, queridos hermanos y hermanas de la Iglesia católica, conviene responder uniendo las propias fuerzas con las de quienes comparten con nosotros algunos valores fundamentales, empezando por los de orden religioso y moral. Y entre estos retos hay que afrontar aún el de la paz. Construirla junto con los demás creyentes es ya vivir en el espíritu de la bienaventuranza evangélica: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9).

Vaticano, 8 de diciembre de 1991.

JUAN PABLO II