Mensaje a los pueblos de América Latina

Nuestra Palabra: Signo de Compromiso

La Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, a los pueblos de América Latina: «La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo».

Al terminar los trabajos de esta Segunda Conferencia General queremos dirigir un mensaje a los pueblos de nuestro continente.

Nuestra palabra de Pastores quiere ser signo de compromiso.

Como hombres latinoamericanos, compartimos la historia de nuestro pueblo. El pasado nos configura definitivamente como seres latinoamericanos; el presente nos pone en una coyuntura decisiva y el futuro nos exige una tarea creadora en el proceso de desarrollo.

(Medellín, Mensaje 1)

América Latina, una comunidad en transformación

América Latina, además de una realidad geográfica es una comunidad de pueblos con una historia propia, con valores específicos y con problemas semejantes. El enfrentamiento y las soluciones deben responder a esa historia, a esos valores y a esos problemas.

El continente alberga situaciones muy diferentes, pero que exigen solidaridad. América Latina debe ser una y múltiple, rica en su variedad y fuerte en su unidad.

Nuestros países han conservado una riqueza cultural básica, nacida de valores religiosos y étnicos que han florecido en una conciencia común y han fructificado en esfuerzos concretos hacia la integración.

Su potencial humano, más valioso que las riquezas escondidas en su suelo, hacen de América Latina una realidad prometedora y cuajada de esperanzas. Sus angustiosos problemas marcan también esa misma realidad con señales de injusticias que hieren la conciencia cristiana.

La multiplicidad y complejidad de sus problemas desborda este mensaje.

América Latina parece que vive aún bajo el signo trágico del subdesarrollo, que no sólo aparta a nuestros hermanos del goce de los bienes materiales, sino de su misma realización humana. Pese a los esfuerzos que se efectúan, se conjugan el hambre y la miseria, las enfermedades de tipo masivo y la mortalidad infantil, el analfabetismo y la marginalidad, profundas desigualdades en los ingresos y tensiones entre las clases sociales, brotes de violencia y escasa participación del pueblo en la gestión del bien común.

(Medellín, Mensaje 2)

La Iglesia, la historia de América Latina y nuestro aporte

Como cristianos, creemos que esta etapa histórica de América Latina está vinculada íntimamente a la Historia de la Salvación.

Como Pastores, con una responsabilidad común, queremos comprometernos con la vida de todos nuestros pueblos en la búsqueda angustiosa de soluciones adecuadas para sus múltiples problemas. Nuestra misión es contribuir a la promoción integral del hombre y de las comunidades del continente.

Creemos que estamos en una nueva era histórica. Ella exige claridad para ver, lucidez para diagnosticar y solidaridad para actuar.

A la luz de la fe que profesamos como creyentes, hemos realizado un esfuerzo para descubrir el plan de Dios en los «signos de nuestros tiempos». Interpretamos que las aspiraciones y clamores de América Latina son signos que revelan la orientación del plan divino operante en el amor redentor de Cristo que funda estas aspiraciones en la conciencia de una solidaridad fraternal.

Por fidelidad a este plan divino, y para responder a las esperanzas puestas en la Iglesia, queremos ofrecer aquello que tenemos como más propio: una visión global del hombre y de la humanidad, y la visión integral del hombre latinoamericano en el desarrollo.

Por ello nos sentimos solidarios con las responsabilidades que han surgido en esta etapa de transformación de América Latina.

La Iglesia, como parte del ser latinoamericano, a pesar de sus limitaciones, ha vivido con nuestros pueblos el proceso de colonización, liberación y organización.

Nuestro aporte no pretende competir con los intentos de solución de otros organismos nacionales, latinoamericanos y mundiales, ni mucho menos los rechazamos o desconocemos. Nuestro propósito es alentar los esfuerzos, acelerar las realizaciones, ahondar el contenido de ellas, penetrar todo el proceso de cambio con los valores evangélicos.

Quisiéramos ofrecer la colaboración de los cristianos, apremiados por sus responsabilidades bautismales y por la gravedad del momento. De todos nosotros depende hacer patente la fuerza del Evangelio, que es poder de Dios.

No tenemos soluciones técnicas ni remedios infalibles. Queremos sentir los problemas, percibir sus exigencias, compartir las angustias, descubrir los caminos y colaborar en las soluciones.

La imagen nueva del hombre latinoamericano exige un esfuerzo creador: los poderes públicos, promoviendo con energía las exigencias supremas del bien común; los técnicos, planificando los caminos concretos; las familias y educadores, despertando y orientando responsabilidades; los pueblos, incorporándose al esfuerzo de realización; el espíritu del Evangelio, animando con la dinámica de un amor transformante y personalizador.

(Medellín, Mensaje 3)

Desafío del momento: posibilidades, valores, condiciones

Nuestros pueblos aspiran a su liberación y su crecimiento en humanidad, a través de la incorporación y participación de todos en la misma gestión del proceso personalizador.

Por eso, ningún sector debe reservarse en forma exclusiva la conducción política, cultural, económica y espiritual. Los que poseen el poder de decisión han de ejercerlo en comunión con los anhelos y opciones de la comunidad. A fin de que esta integración responda a la índole de los pueblos latinoamericanos, deberá contarse con los valores que le son propios a todos y cada uno, sin excepción. La imposición de valores y criterios extraños constituirá una nueva y grave alienación.

Contamos con elementos y criterios profundamente humanos y esencialmente cristianos: un sentido innato de la dignidad de todos, una inclinación a la fraternidad y a la hospitalidad, un reconocimiento de la mujer en su función irremplazable en la sociedad, un sabio sentido de la vida y de la muerte, una certeza en un Padre común y en el destino trascendente de todos.

Este proceso exige de todas nuestras naciones superar sus desconfianzas, purificar sus nacionalismos exagerados y resolver sus situaciones de conflicto.

Estimamos también irreconciliable con nuestra situación en vías de desarrollo tanto la inversión de recursos en la carrera armamentista, la burocracia excesiva, los gastos de lujo y ostentaciones, como la deficiente administración de la comunidad.

Forma parte de nuestra misión denunciar con firmeza aquellas realidades de América Latina que constituyen una afrenta al espíritu del Evangelio.

También nos corresponde reconocer y estimular todo intento positivo profundo de vencer las grandes dificultades existentes.

(Medellín, Mensaje 4)

La Juventud

En esta transformación, la juventud latinoamericana constituye el grupo de población más numeroso y se presenta como un nuevo cuerpo social con sus propias ideas y valores, deseando crear una sociedad más justa.

Esta presencia juvenil es un aporte positivo que deben recoger la sociedad y la Iglesia.

(Medellín, Mensaje 5)

Compromisos de la Iglesia Latinoamericana

Durante estos días nos hemos congregado en la ciudad de Medellín, movidos por el Espíritu del Señor, para orientar una vez más, las tareas de la Iglesia en un afán de conversión y de servicio.

Hemos visto que nuestro compromiso más urgente es purificarnos en el espíritu del Evangelio todos los miembros e instituciones de la Iglesia Católica. Debe terminar la separación entre la fe y la vida, porque en Cristo Jesús lo único que cuenta es «la fe que obra por medio del amor».

Este compromiso nos exige vivir una verdadera pobreza bíblica que se exprese en manifestaciones auténticas, signos claros para nuestros pueblos. Sólo una pobreza así transparentará a Cristo, Salvador de los hombres, y descubrirá a Cristo, Señor de la historia.

Nuestras reflexiones han clarificado las dimensiones de otros compromisos que, aunque con diversa modalidad, serán asumidos por todo el Pueblo de Dios:

  • Inspirar, alentar y urgir un orden nuevo de justicia, que incorpore a todos los hombres en la gestión de las propias comunidades;

  • Promover la constitución y las virtualidades de la familia, no sólo como comunidad humana sacramental sino también como estructura intermedia en función del cambio social;

  • Dinamizar la educación, para acelerar la capacitación de hombres maduros en sus responsabilidades de la hora presente;

  • Fomentar los organismos profesionales de los trabajadores, elementos decisivos de transformación socio-económica;

  • Alentar una nueva evangelización y catequesis intensivas que lleguen a las élites y a las masas para lograr una fe lúcida y comprometida;

  • Renovar y crear nuevas estructuras en la Iglesia que institucionalicen el diálogo y canalicen la colaboración entre los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos;

  • Colaborar con otras confesiones cristianas, y con todos los hombres de buena voluntad que estén empeñados en una paz auténtica, enraizada en la justicia y el amor.

El resultado concreto de estas deliberaciones y compromisos os lo entregamos de forma detallada y confiada en el Documento Final que sigue a este Mensaje.

(Medellín, Mensaje 6)

Llamamiento Final

Llamamos a todos los hombres de buena voluntad para que colaboren en la verdad, la justicia, el amor y la libertad, en esta tarea transformadora de nuestros pueblos, al alba de una era nueva.

De manera particular nos dirigimos a las Iglesias y comunidades cristianas que participan de una misma fe con nosotros en el Señor Jesús. Durante esta Conferencia, hermanos nuestros de esas confesiones cristianas han estado participando en nuestros trabajos y nuestras esperanzas. Junto con ellos seremos testigos de este espíritu de colaboración.

Queremos también advertir, como un deber de nuestra conciencia, de cara al presente y al futuro de nuestro continente, a aquellos que rigen los destinos del orden público. En sus manos está una gestión administrativa, a la vez liberadora de injusticias y conductora de un orden en función del bien común, que llegue a crear el clima de confianza y acción que los hombres latinoamericanos necesiten para el desarrollo pleno de su vida.

Por su propia vocación, América Latina intentará su liberación a costa de cualquier sacrificio, no para cerrarse sobre sí misma, sino para abrirse a la unión con el resto del mundo, dando y recibiendo en espíritu de solidaridad.

De forma particular juzgamos decisivo en esta tarea el diálogo con los pueblos hermanos de otros continentes que se encuentran en situaciones semejantes a las nuestras. Unidos en los caminos de las dificultades y de las esperanzas, podemos llegar a hacer que nuestra presencia en el mundo sea definitiva para la paz.

A otros pueblos que superaron ya los obstáculos que nosotros encontramos hoy, les recordamos que la paz se fundamenta en el respeto de la justicia internacional. Justicia que, a su vez, tiene su fundamento y su expresión en el reconocimiento de la autonomía política, económica y cultural de nuestros pueblos.

Finalmente, esperamos en el amor de Dios Padre, que se nos manifiesta en el Hijo, y es difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos una y anime siempre la acción por el bien común.

Esperamos así ser fieles a los compromisos que hemos contraído en estos días de reflexión y oración comunitaria, para aportar la plena y efectiva colaboración de la Iglesia en el proceso de transformación que está viviendo nuestra América.

Esperamos también ser escuchados con comprensión y buena voluntad por todos los hombres con los que comulgamos en un mismo destino y en una misma aspiración.

Ponemos bajo la protección de María, Madre de la Iglesia y patrona de las Américas, todo nuestro trabajo y esta misma esperanza, a fin de que se anticipe entre nosotros el Reino de Dios.

Tenemos fe:

en Dios,

en los hombres,

en los valores

y en el futuro de América Latina.

«La gracia del Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros».

Medellín, 6 de septiembre, 1968.

(Medellín, Mensaje 7)

La Iglesia Latinoamericana, reunida en la Segunda Conferencia General de su Episcopado, centró su atención en el hombre de este continente, que vive un momento decisivo de su proceso histórico. De este modo ella no se ha «desviado» sino que se ha «vuelto» hacia el hombre, consciente de que «para conocer a Dios es necesario conocer al hombre».

La Iglesia ha buscado comprender este momento histórico del hombre latinoamericano a la luz de la Palabra, que es Cristo, en quien se manifiesta el misterio del hombre.

(Medellín, Introducción 1)

Esta toma de conciencia del presente se torna hacia el pasado. Al examinarlo, la Iglesia ve con alegría la obra realizada con tanta generosidad y expresa su reconocimiento a cuantos han trazado los surcos del Evangelio en nuestras tierras, aquellos que han estado activa y caritativamente presentes en las diversas culturas, especialmente indígenas, del continente; a quienes vienen prolongando la tarea educadora de la Iglesia en nuestras ciudades y nuestros campos. Reconoce también que no siempre, a lo largo de su historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de Dios. Al mirar al presente comprueba gozosa la entrega de muchos de sus hijos y también la fragilidad de sus propios mensajeros. Acata el juicio de la historia sobre esas luces y sombras, y quiere asumir plenamente la responsabilidad histórica que recae sobre ella en el presente.

(Medellín, Introducción 2)

No basta por cierto reflexionar, lograr mayor clarividencia y hablar; es menester obrar. No ha dejado de ser ésta la hora de la palabra, pero se ha tornado, con dramática urgencia, la hora de la acción. Es el momento de inventar con imaginación creadora la acción que corresponde realizar, que habrá de ser llevada a término con la audacia del Espíritu y el equilibrio de Dios. Esta asamblea fue invitada a «tomar decisiones y a establecer proyectos, solamente si estábamos dispuestos a ejecutarlos como compromiso personal nuestro, aun a costa de sacrificio».

(Medellín, Introducción 3)

«América Latina está evidentemente bajo el signo de la transformación y el desarrollo. Transformación que, además de producirse con una rapidez extraordinaria, llega a tocar y conmover todos los niveles del hombre, desde el económico hasta el religioso.

Esto indica que estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente, llena de un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva. Percibimos aquí los preanuncios en la dolorosa gestación de una nueva civilización. No podemos dejar de interpretar este gigantesco esfuerzo por una rápida transformación y desarrollo como un evidente signo del Espíritu que conduce la historia de los hombres y de los pueblos hacia su vocación. No podemos dejar de descubrir en esta voluntad cada día más tenaz y apresurada de transformación, las huellas de la imagen de Dios en el hombre, como un potente dinamismo. Progresivamente ese dinamismo lo lleva hacia el dominio cada vez mayor de la naturaleza, hacia una más profunda personalización y cohesión fraternal y también hacia un encuentro con Aquel que ratifica, purifica y ahonda los valores logrados por el esfuerzo humano.

(Medellín, Introducción 4)

El hecho de que la transformación a que asiste nuestro continente alcance con su impacto la totalidad del hombre se presenta como un signo y una exigencia.

No podemos, en efecto, los cristianos, dejar de presentir la presencia de Dios, que quiere salvar al hombre entero, alma y cuerpo. En el día definitivo de la salvación Dios resucitará también nuestros cuerpos, por cuya redención gemimos ahora, al tener las primicias del Espíritu. Dios ha resucitado a Cristo y, por consiguiente, a todos los que creen en él. Cristo, activamente presente en nuestra historia, anticipa su gesto escatológico no sólo en el anhelo impaciente del hombre por su total redención, sino también en aquellas conquistas que, como signos pronosticadores, va logrando el hombre a través de una actividad realizada en el amor.

(Medellín, Introducción 5)

Así como otrora Israel, el primer Pueblo, experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión de Egipto, cuando lo hacía pasar el mar y lo conducía hacia la tierra de la promesa, así también nosotros, nuevo Pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da «el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas. Menos humanas: las carencias materiales de los que están privados del mínimum vital y las carencias morales de los que están mutilados por el egoísmo. Menos humanas: las estructuras opresoras, que provienen del abuso del tener y del abuso del poder, de las explotaciones de los trabajadores o de la injusticia de las transacciones. Más humanas: el remontarse de la miseria a la posesión de lo necesario, la victoria sobre las calamidades sociales, la ampliación de los conocimientos, la adquisición de la cultura. Más humanas también: el aumento en la consideración de la dignidad de los demás, la orientación hacia el espíritu de pobreza, la cooperación en el bien común, la voluntad de paz. Más humanas todavía: el reconocimiento, por parte del hombre, de los valores supremos, y de Dios, que de ellos es la fuente y el fin. Más humanas, por fin, y especialmente, la fe, don de Dios acogido por la buena voluntad de los hombres, y la unidad en la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar como hijos, en la vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres».

(Medellín, Introducción 6)

En esta transformación, detrás de la cual se expresa el anhelo de integrar toda la escala de valores temporales en la visión global de la fe cristiana, tomamos conciencia de la «vocación original» de América Latina: «vocación a aunar en una síntesis nueva y genial, lo antiguo y lo moderno, lo espiritual y lo temporal, lo que otros nos entregaron y nuestra propia originalidad».

(Medellín, Introducción 7)

En esta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano se ha renovado el misterio de Pentecostés. En torno a María, Madre de la Iglesia, que con su patrocinio asiste a este continente desde su primera evangelización, hemos implorado las luces del Espíritu Santo y, perseverando en la oración, nos hemos alimentado del pan de la Palabra y de la Eucaristía. Esa Palabra ha sido intensamente meditada.

Nuestra reflexión se encaminó hacia la búsqueda de una nueva y más intensa presencia de la Iglesia en la actual transformación de América Latina, a la luz del Concilio Vaticano II, de acuerdo al tema señalado para esta Conferencia.

Tres grandes áreas, sobre las que recae nuestra solicitud pastoral, han sido abordadas en relación con el proceso de transformación del continente.

En primer lugar, el área de la promoción del hombre y de los pueblos hacia los valores de la justicia, la paz, la educación y la familia.

En segundo lugar, se atendió a la necesidad de una adaptada evangelización y maduración en la fe de los pueblos y sus élites, a través de la catequesis y la liturgia.

Finalmente se abordaron los problemas relativos a los miembros de la Iglesia, que requieren intensificar su unidad y acción pastoral a través de estructuras visibles, también adaptadas a las nuevas condiciones del continente.

Las siguientes conclusiones son el resultado de la labor realizada en esta Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en la esperanza de que todo el Pueblo de Dios, alentado por el Espíritu, comprometa sus fuerzas para su plena realización.

(Medellín, Introducción 8)