HOMILÍA DE SAN JUAN PABLO II EN LA MISA DE BEATIFICACIÓN DE MARÍA TERESA SCHERER.

Oct 29, 1995

María Teresa Scherer libró el buen combate. A través de su vida y su obra nos recuerda el aspecto esencial del misterio de la cruz, con la cual Dios manifiesta su vida y concede la salvación al mundo. Mediante la fe, la esperanza y el amor, el hombre participa, con la totalidad de su existencia, en el misterio de la cruz del Salvador, y así logra participar también en el misterio de la resurrección. Además, la cruz tiene un aspecto cósmico: eleva todo el universo a Cristo, el Señor de la historia.

María Teresa mostró desde muy niña una disposición interior a la gracia, y, tomando a veces decisiones difíciles, se comprometió a responder a la llamada que el Señor le hacía a través de su Iglesia. Sin embargo, la naturaleza de su personalidad y de su vida no estaba en contradicción con su profunda fe y sus exigencias morales, en que se fundaba su actividad. Por el contrario, puso a disposición todos sus talentos para desarrollarlos plenamente y permitir que dieran fruto, tanto en su vida personal como en la misión que se sintió llamada a realizar en favor de sus hermanas y hermanos. Así descubrimos el misterio de la unión de todo hombre con Dios: la respuesta a la llamada de Cristo y su seguimiento nos hacen libres de un modo admirable, para que desarrollemos nuestros talentos plenamente.

Después de haber comprendido el dolor y el destino de los enfermos, se decidió a consagrar su vida al Señor como religiosa, en la congregación de las Religiosas de la Caridad de la Santa Cruz de Ingenbohl, que había fundado, ante todo, para servir a la juventud, decidiéndose luego a servir a los más pobres y marginados, de modo que, al final, mereció el apelativo de «Madre de los pobres». Abandonó su actividad docente, que le había granjeado tantos amigos, para seguir la voluntad de Dios. María Teresa supo que la obediencia «es el camino más rápido para alcanzar la cumbre de la perfección» (Teresa de Ávila, El libro de las fundaciones, n. 5). En ella encontró la verdadera felicidad, porque hizo de su vida un don de amor al Señor y a los pobres, a los que él ama con amor preferencial.

María Teresa es un ejemplo para nosotros. Su fuerza interior brotaba de su vida espiritual: dedicaba muchas horas ante el Santísimo, donde el Señor comunica su amor a todos los que viven profundamente unidos a él. Aunque no vivió el amor en el corazón de un hombre, no dejó de desarrollar todas las virtudes que hay en él. Cuanto más crecía su vida interior, tanto más sensible se hacía María Teresa ante las necesidades del mundo de su tiempo. En las difíciles circunstancias que vivía la Europa del siglo XIX, llegó a los pueblos de Europa central a través de sus numerosas fundaciones caritativas. En medio de sus múltiples actividades, no dudó en afirmar que hay que tener «la mano en el trabajo y el corazón en Dios». Una preocupación particular la impulsó a ser fiel a su compromiso bautismal y a sus votos religiosos. El compromiso de imitar a Cristo es el triunfo del amor de Dios, que se adueña del hombre y le pide que se esfuerce por servir a este amor, conociendo la debilidad humana. María Teresa supo claramente que la garantía de su fidelidad consistía en ser consciente de la limitación de sus propias fuerzas y en abandonarse constantemente a la oración contemplativa y a la vida sacramental.

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