DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI AL FINAL DEL REZO DEL SANTO ROSARIO EN LA GRUTA DE LOURDES DE LOS JARDINES VATICANOS

May 31, 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra unirme a vosotros al final de este sugestivo encuentro de oración mariana. Así, ante la gruta de Lourdes que se encuentra en los jardines vaticanos, concluimos el mes de mayo, caracterizado este año por la acogida de la imagen de la Virgen de Fátima en la plaza de San Pedro, con motivo del 25° aniversario del atentado contra el amado Juan Pablo II, y marcado también por el viaje apostólico que el Señor me permitió realizar a Polonia, donde pude visitar los lugares queridos por mi gran predecesor.

De esta peregrinación, de la que hablé esta mañana durante la audiencia general, me vuelve ahora a la mente, en particular, la visita al santuario de Jasna Góra, en Czestochowa, donde comprendí más profundamente cómo nuestra Abogada celestial acompaña el camino de sus hijos y no deja de escuchar las súplicas que se le dirigen con humildad y confianza. Deseo darle una vez más las gracias, juntamente con vosotros, por haberme acompañado durante la visita a la querida tierra de Polonia.

También quiero expresar a María mi gratitud porque me sostiene en mi servicio diario a la Iglesia. Sé que puedo contar con su ayuda en toda situación; más aún, sé que ella previene con su intuición materna todas las necesidades de sus hijos e interviene eficazmente para sostenerlos:  esta es la experiencia del pueblo cristiano desde sus primeros pasos en Jerusalén.

Hoy, en la fiesta de la Visitación, como en todas las páginas del Evangelio, vemos a María dócil a los planes divinos y en actitud de amor previsor a los hermanos. La humilde joven de Nazaret, aún sorprendida por lo que el ángel Gabriel le había anunciado —que será la madre del Mesías prometido—, se entera de que también su anciana prima Isabel espera un hijo en su vejez. Sin demora, se pone en camino, como dice el evangelista (cf. Lc 1, 39), para llegar "con prontitud" a la casa de su prima y ponerse a su disposición en un momento de particular necesidad.

¡Cómo no notar que, en el encuentro entre la joven María y la ya anciana Isabel, el protagonista oculto es Jesús! María lo lleva en su seno como en un sagrario y lo ofrece como el mayor don a Zacarías, a su esposa Isabel y también al niño que está creciendo en el seno de ella. "Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo —le dice la madre de Juan Bautista—, saltó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1, 44). Donde llega María, está presente Jesús. Quien abre su corazón a la Madre, encuentra y acoge al Hijo y se llena de su alegría. La verdadera devoción mariana nunca ofusca o menoscaba la fe y el amor a Jesucristo, nuestro Salvador, único mediador entre Dios y los hombres. Al contrario, consagrarse a la Virgen es un camino privilegiado, que han recorrido numerosos santos, para seguir más fielmente al Señor. Así pues, consagrémonos a ella con filial abandono.

Con estos sentimientos os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, y también a vosotros, queridos religiosos y religiosas, amados fieles laicos, que habéis querido participar en esta cita anual del fin del mes de mayo.

Quisiera encomendar a vuestra oración de forma especial la Vigilia que tendrá lugar la noche del sábado próximo en la plaza de San Pedro con los Movimientos y las nuevas comunidades laicales, realidades prometedoras que han florecido en la Iglesia después del concilio Vaticano II. Que la intercesión materna de la Reina de los santos obtenga para todos los discípulos de Cristo el don de una fe firme y de un inquebrantable testimonio evangélico.

Os imparto a todos mi bendición, que extiendo a vuestros seres queridos, especialmente a los enfermos, a los ancianos y a los que se encuentran en dificultades.

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