DISCURSO PRONUNCIADO POR EL SUBSECRETARIO DEL PONTIFICIO CONSEJO PARA LOS LAICOS DE LA SANTA SEDE, GUZMÁN CARRIQUIRY LECOUR

Aug 27, 2008

A 60 años de la Declaración de los Derechos del Hombre. La cuestión de los fundamentos: entre la tradición jusnaturalista y el relativismo cultural

 

Palabras introductorias

Me siento muy agradecido por el “Doctorado Honoris Causa” con el que la Universidad FASTA de Mar de Plata ha querido honrarme. Mi saludo se dirige ante todo al Ilustre Rector de esta Universidad, a todo su cuerpo académico y a su estudiantado. Saludo y agradezco también a las autoridades civiles, militares y eclesiásticas que han querido estar presentes en este acto.

 

El alto reconocimiento que se me ha conferido me llega muy hondo al corazón. Y ello, por tres motivos fundamentales. El primero es que siempre me he definido y presentado como uruguayo-argentino, rioplatense, sudamericano, latinoamericano, que, por desproporcionados designios de la Providencia, trabaja desde hace más de 30 años en la Santa Sede, centro de la catolicidad. En segundo lugar, porque no obstante las muy absorbentes y delicadas responsabilidades en el servicio de la Santa Sede nunca he querido abandonar tareas docentes y de investigación como “profesor invitado” en muy diversas Universidades de varios países. En tercer lugar, porque me une una profunda amistad con FASTA, asociación internacional de fieles reconocida por la Santa Sede, y, en primer lugar, con su fundador, el Reverendo y querido Padre, Fr. Dr. Aníbal Fósbery, forjada en una inquebrantable comunión eclesial.

 

El tema que he escogido para esta disertación tiene presente que dentro de sólo cuatro meses se conmemorará el 60 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, votada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 19 de diciembre de 1948, documento altamente expresivo de la conciencia ética de la humanidad contemporánea. 60 años después, la cuestión de los fundamentos de los derechos humanos, entre la tradición jusnaturalista y el actual relativismo cultural, nos introduce en temas fundamentales destacado spor el magisterio de S.S. Benedicto XVI y, a la vez, congeniales a los horizontes de reflexión y acción de la Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino.  

 

La primera batalla por la justicia en el Nuevo Mundo

  

La conciencia de la dignidad de la persona, que es la raíz de los derechos humanos, está inscrita dramáticamente en la gestación de los nuevos pueblos indo-ibero-americanos, al alba de la modernidad, en una dialéctica contradictoria entre evangelización y conquista, dominación y fraternidad.

 

Sólo 12años después del desembarco de Cristóbal Colón en la isla de Guahananí, el testamento de la reina Isabel, la Católica, suplicaba que no se admita ni permita “que los indígenas de las islas y de tierra firme, conquistadas o por conquistar, sufran el menor daño en sus personas y en sus bienes y, por contrario, mando que sean tratados con justicia y humanidad, y que sean reparados todos los daños que hayan podido sufrir”, aboliendo en todo caso su esclavitud1. Apenas7 años más tarde, en la Navidad de 1511, interpelando proféticamente a los primeros colonos españoles asentados en la isla La Española, se levantaba el clamor de la primera predicación documentada en tierras del Nuevo Mundo, la del dominico Fray Antonio de Montesinos: “(...) Todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes (...). Éstos, ¿no son hombres?, ¿no tienen ánimas racionales?, ¿no sois obligados a amarlos como vosotros mismos?”2. Ante la lógica de hierro de la conquista y de la explotación de la mano de obra indígena, se desatará entonces lo que el historiador Lewis Hancke llama “la primera gran batalla por la justicia en América”3. Sus “adelantados” y protagonistas serán, sobre todo, multitudes de misioneros, entre los que descollará la gesta infatigable y apasionada de Fray Bartolomé de las Casas.

 

Esa legión de misioneros recibió de la “primera escolástica”, la de San Anselmo, San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, y del tomismo renacentista ibérico, o “segunda escolástica”, la de Cayetano, Vitoria, Soto, Fonseca y Cano, especialmente por medio de la “escuela de Salamanca”, un legado fecundo y una teorización académica muy profunda sobre el derecho natural, apoyado teológicamente en la ley eterna de Dios y configurado como “derecho de gentes” en tiempos del primer salto de globalización ecuménica, que los mismos misioneros aplicaron proféticamente a la situación histórica de los indios americanos. Es la “escuela de Salamanca”, al desatar la vasta polémica de los “justos títulos”, que pone en cuestión la legitimidad de la conquista, conmoviendo a la Corona española. Cuando la conquista se convierte en hecho consumado, es esa batalla teórica y práctica por la justicia que impone el reconocimiento de los indios en su condición humana de seres racionales y libres, en su dignidad de personas, creadas a imagen y semejanza de Dios, llamadas a ser hijos de Dios por el bautismo y libres vasallos de la Corona en el territorio del Nuevo Mundo. Fueron considerados, pues, sujetos de derechos inherentes a toda persona humana, como el derecho a la vida, a la libertad de conciencia, a la libertad de residencia, a la propiedad de sus bienes, dominios y señoríos, a la convivencia pacífica, ala libertad de trabajo y al justo salario, a la administración de la justicia conforme a la ley, a la libre organización de sus comunidades y autoridades políticas. No podía imponérseles la fe cristiana por la fuerza, ni cabía el derecho de hacerles la guerra o convertirlos en esclavos por rebelión, rescate, idolatría, ni por cualquier otro motivo4. La Bula del papa Pablo III, Sublimis Deus, del 15375 y las “leyes nuevas de Indias” del 15426son dos cartas magnas de derechos humanos.

 

Si bien la dura realidad de la conquista y la explotación de los indígenas prevaleció sobre las disposiciones de la ley – que, como afirmaban los colonizadores, “se acata pero no se cumple” – y sobre las persistentes denuncias y reivindicaciones de los misioneros, esa conciencia de dignidad de la persona y de sus derechos naturales quedará sembrada en el ethos de los pueblos iberoamericanos y re-emergerá periódicamente como tremenda crítica de toda reducción de la persona a cosa, instrumento, fuerza bruta de trabajo, mercancía, partícula de la naturaleza o elemento anónimo de la sociedad.

 

La genealogía de los derechos humanos

    

Es fundamental recordar ese debate que conmovió a los mejores hombres de España y América porque se trató de un tiempo denso y privilegiado, propulsor del proceso de gestación de los derechos humanos en América Latina, que confluirá luego en la formación del pensamiento jurídico europeo y universal. 

 

“La idea del derecho natural – escribe Jacques Maritain en su estudio sobre Los derechos humanos y la ley natural7 – es una herencia del pensamiento cristiano y del pensamiento clásico. Ella no proviene de la filosofía del siglo XVIII que más o menos la deformó; procede antes de Grocius, y antes de él, de Suárez y Francisco de Vitoria y, más lejos, de S. Tomás de Aquino, de S: Agustín y de los Padres de la Iglesia, y de San Pablo; y, más lejos todavía, de Cicerón, de los Estoicos, de los grandes moralistas de la antigüedad y de sus grandes poetas, de Sófocles en particular. Antífona es la heroína eterna del derecho natural, la que los Antiguos llamaban ‘ley no escrita’, nombre éste que mejor le conviene”.

 

A la luz de esa tradición, la “segunda escolástica” fue el pensamiento rector de las numerosas universidades fundadas en las colonias hispano-americanas desde las primeras décadas del “siglo de oro” español8. En ella se formaron generaciones de los patriciados hispano-americanos, si bien comienza a languidecer a partir de la segunda mitad del siglo XVII. Francisco Suárez fue la culminación barroca de la segunda escolástica ejerciendo, junto con Gabriel Vázquez, la mayor influencia entre maestros y estudiantes, sobre todo en el virreinato del Río de la Plata9.La filosofía política de Suárez consideraba el pueblo como depositario del poder por disposición divina: omnis potestas a Deo, per populum. De tal modo, cuando la monarquía española se vuelve acéfala por la invasión de España por las tropas napoleónicas, los juristas y próceres de las Juntas de auto-gobierno americano, con las que comienza el proceso de independencia, recurren a las teorías de Suárez para legitimar la reasunción de la soberanía por parte de los pueblos americanos.

 

Un honesto iluminista contemporáneo, como Jürgen Habermas, reconoce esta tradición, discutiéndola juntamente con Joseph Ratzinger. En un momento del diálogo que los dos intelectuales tuvieron en Munich (Baviera), a principios de 2004, Habermas habla del liberalismo político y de los fundamentos normativos del Estado democrático, observando que “la historia de la teología cristiana en el Medioevo, especialmente la tardía escolástica española, se encuadra ciertamente en la genealogía de los derechos humanos”. Ratzinger le responden hablando de la gestación del jusgentium, desde la tradición del derecho natural, precisamente en el tiempo en que el mundo europeo-cristiano traspasa sus propias fronteras y encuentra otros pueblos10. Ha sido, además, muy significativo que el Papa Benedicto XVI haya querido recordar explícitamente a Francisco de Vitoria en su muy reciente discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, como “precursor de la idea de las Naciones Unidas” a la luz “de la razón natural compartida por todas las naciones (...)”11. Habermas, que representa la más alta tradición iluminista en el mundo contemporáneo, reconoce la importancia del derecho natural en la definición de los derechos humanos yen la gestación de la democracia y, por lo tanto, legitima una posible concordia con la tradición cristiana.

 

En la continuidad de la tradición jusnaturalista

 

Los próceres del proceso de emancipación y de la formación de los nuevos Estados independientes en América Latina no tuvieron mayores dificultades en pasar de la tradición jusnaturalista - que venía de Santo Tomás, pasaba por Francisco de Vitoria y culminaba en Francisco Suárez -, a John Locke, Puffendorf, Montesquieu y Rousseau, bajo la difusión de estas corrientes de pensamiento en el “siglo de las luces”.

 

La revolución francesa tuvo en tierras ibero-americanas fuertes influjos intelectuales (despojada de su jacobinismo) y la revolución americana fuerte atracción e influencias políticas12. La ilustración católica, que tiene vigencia en los mundos hispano-americanos desde 1750 a 1840 y que intentó ser un movimiento de actualización histórica y de reformas modernizadoras del rezagado Imperio español, facilitó ese pasaje13. El gramático y constitucionalista Andrés Bello, chileno, venezolano, americano, autor de los “Principios de Derecho Internacional” que entre 1837 y 1844 fue publicado en Caracas, Bogotá, Lima y Valparaíso, entre otros centros, es la personificación más ilustrativa de ese pasaje, con las ambigüedades de un pensamiento ecléctico, oscilante entre cierta filiación a la concepción jusnaturalista del derecho y una cierta apertura a las corrientes racionalistas y positivistas de la época.

 

En efecto, desde el nacimiento del constitucionalismo moderno, en el siglo XVIII, fue común comenzar con una Declaración de Derechos (parte dogmática), como documento solemne antepuesto a la parte de las Constituciones escritas que regulan la actividad de los órganos estatales (parte orgánica). Así es desde la primera Constitución, la de Virginia (1776), de la federal norteamericana de1787 con las enmiendas de 1791, y de la francesa, con su célebre declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Estas fuentes confluyen en la Constitución española de Cádiz de 1812, que será la matriz principal de las Constituciones latinoamericanas a la hora de la independencia. Ahora bien, esa parte dogmática, de declaración de derechos, que existe en todas las constituciones modernas, con variantes, es calificada por el más eminente jurista positivista de nuestro tiempo, el neokantiano Kelsen, como “específica ideología jusnaturalista”. Reconoce él también que el jusnaturalismo es el progenitor de facto y de jure de las Declaraciones de derechos humanos. Sin el uno, no hay el otro. Reafirma Kelsen con exactitud: “Es la idea de los derechos innatos e indestructibles, y de los derechos adquiridos por el individuo, idea que siempre ha surgido con la pretensión de señalar límites absolutos al Derecho positivo”14. Nada más claro al respecto que las “verdades evidentes por si mismas” de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “todos los hombres han sido creados iguales; dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; entre estos derechos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. También es clara la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, del 26 de agosto de 1789, cuando se refiere a “los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre”.

 

No hay que olvidar que el clero no tuvo dificultades para votar la declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en la asamblea constituyente en Francia; fue la Constitución civil del clero, o sea la tendencia de sujeción de la Iglesia al Estado, según la tradición “regalista”, jansenista y galicana,  lo que produjo una ruptura insalvable con el proceso de la revolución francesa. Mucho menos dificultades tuvieron los católicos en Estados Unidos en aceptar, incluso con entusiasmo, los principios de la declaración de independencia y la Constitución federal de los Estados Unidos. Tanto en Francia como en Estados Unidos, tales declaraciones de derechos comenzaron con la invocación de Dios, su fundamento, el Logos en el que participa la razón natural. En ambas, el iluminismo deísta cimentó los derechos humanos en Dios.

 

Desgarramiento y contraposición

 

Es significativo que la primera obra que se escribe con el título de “Los derechos humanos” es de Thomas Paine, en 1791, en el que se unifican las revoluciones norteamericana y francesa, ambas con Dios como fundamento, pero, a la vez, Paine es enemigo radical de todas las iglesias y religiones históricas, y cree estar en la “edad de la razón”. Por efectos de las divisiones de múltiples confesiones cristianas y de sus guerras de religión, los filósofos (deístas) separaron y contrapusieron, por una parte la teología natural y, por otra, la revelación de Dios y la fe eclesial, negando lo que entendían como contingente, histórico y conflictivo. Si las Iglesias se separaban entre sí, entonces era la razón lo que podía y debía ser factor soberano de unión. Es el breve paso por el deísmo, que termina considerando a Dios, conforme al pensamiento kantiano, sólo como postulado de la razón. De allí el ecumenismo de la religión natural oracional, que encarnó ejemplarmente en la Masonería, como intento de síntesis universal, tomando como base el mínimo común  denominador del Supremo Arquitecto, y acogiendo en su seno a todas las particularidades religiosas como particularidades secundarias, no esenciales15.

 

El breve pasaje histórico-cultural de la Ilustración católica muestra pronto toda la fragilidad y ambigüedad de su pensamiento ecléctico, mezclando una escolástica empobrecida y desgastada con las nuevas vigencias intelectuales racionalistas. Se nuestra incapaz de una nueva síntesis, y queda bajo la hegemonía de la tradición niluminista inglesa y francesa, hostiles a la Iglesia católica. Coincide con tiempos de la máxima invertebración histórica de la Iglesia, abatido su centro unificador y totalmente sujetas las Iglesias locales por los Estados.

 

Si la tradición del jusnaturalismo se representaba esquemáticamente por el Derecho entres escalones – Derecho Divino, o el mismo Dios en el que coinciden absolutamente ser y deber, y su revelación bíblica, Derecho Natural que es la impresión de la Ley de Dios en la conciencia del hombre y Derecho positivo, histórico, que se mide por los dos escalones superiores -, la tradición iluminista europea, radicalizando su racionalismo en el curso del siglo XIX, pierde su referencia a Dios en amplios sectores, se vuelve irreligiosa o anti-religiosa, y en consecuencia abandona el fundamento sobre los que se asentaban los derechos humanos. La tradición iluminista norteamericana, en vez, que no es ideología de combate contra un “Antien Regime” inexistente en tierras del Nuevo Mundo, mantiene la referencia a Dios como fundamento, pero a alto nivel de abstracción. En modo reactivo, y también contaminado por las arraigadas inercias anacrónicas de alianza entre el trono y el altar, el pensamiento católico decimonónico se vuelve crítico, sospechoso y resistente contra las declaraciones de los derechos humanos y los paradigmas democráticos, sin la capacidad de advertir que esos mismos derechos resultan inexplicables, en su origen, sin la referencia a la “revolución copernicana” del cristianismo respecto a la persona y que proceden de la tradición cristiana bajo forma jusnaturalistas

 

La universalización de los derechos humanos

 

El renacimiento tomista de finales del siglo XIX alimenta lo que puede llamarse la “tercera escolástica”. Por medio de ella se fue reconstituyendo la historia anterior al jusnaturalismo del siglo XVIII. Se descubrió que detrás de Grocio yde Locke – antes imaginados como puros iniciadores – está la gran escolástica del “siglo de oro”. Sin Suárez no se comprende Locke. Sin Gabriel Vázquez no se comprende Puffendorf. Desde la década de 1920 esta tercera escolástica se convirtió en pensamiento mayoritario en la Iglesia católica con Rommen (El eterno retorno del derecho natural), Renard, Delos y muchos otros, pero será sobretodo Jacques Maritain que sabrá reasumir a Santo Tomás en manera notablemente creativa, cuya filosofía política se expresará en su “Humanismo Integral” demediados de los años ’3016.

 

Guerras mundiales y totalitarismos del siglo XX – que fueron devastación de lo humano y hecatombe de su dignidad y derechos -acercaron a católicos y protestantes, junto con liberales y socialdemócratas, en diálogo también con otras corrientes ideológicas y religiosas, bajando el nivel de contraposiciones entre ellos e incrementando redes de cooperación en la reconstrucción democrática y la reafirmación de los derechos humanos. No en vano en plena guerra mundial, en su Radio-Mensaje de Navidad de 1942, Pío II ya había reasumido toda su política de paz y reconstrucción sobre la base del respeto de la dignidad y de los derechos del hombre: “El que desee que la paz reine  otra vez en el mundo debe hacer todo lo posible para devolver a la persona la dignidad que le confirió Dios en el comienzo; debe resistir la regimentación de los seres humanos como si fueran una masa sin alma; debe promover la observancia e implementar prácticamente los derechos de la persona”17. Y en la Navidad de 1944 expresaba:“La tendencia hacia la democracia penetra cada vez más a los pueblos”18.De tal modo, el magisterio eclesial comenzaba la asunción explícita y la transfiguración de una de las herencias más preciosas de la Ilustración: los derechos humanos. Pío XII será así el impulsor de las “democracias cristianas” en Europa y en América Latina.

 

La mayor irradiación del pensamiento católico democrático fue la de Jacques Maritain, combatiente contra el fascismo y el nazismo, que, en 1942, aún incierto el destino de la guerra mundial, en su célebre obra Los derechos humanos y la ley natural l9, escribió: “En la medida en que sea posible producir una reconstrucción auténtica a partir de la prueba mortal por la que el mundo atraviesa hoy será sobre la afirmación, el reconocimiento y la victoria de todas las libertades, espirituales, políticas, sociales y obreras sobre las que deberá establecerse”. Es bien notorio el papel fundamental que Maritain jugó en el largo y denso proceso de preparación de la Declaración universal de los Derechos humanos. Fue una de las grandes personalidades, los “sabios”, –junto con Bassin, Carr, Huxley, Teilhard de Chardin, Russell, Salvador de Madariaga, Tagore, Ghandi y otros – a las que la UNESCO solicitó contribuciones para la preparación de esa Declaración. El mismo Maritain fue el encargado de elaborar la síntesis de todas las respuestas recibidas20.Junto con su aporte, también hay que recordar los importantes aportes cristianos, destacados por los estudios de Mary Ann Glendom, como los de Charles Malik, filosofo libanés y griego-ortodoxo, miembro de la Comisión de redacción presidida por Eleanor Roosevelt, en la que insistió para que el término de “individuo” fuera cambiado por aquél de “persona, del mismo Theillard y de algunas Organizaciones No Gubernamentales, como la Confederación de los Sindicatos Cristianos, el Consejo Mundial de Iglesias y el Movimiento Internacional de Intelectuales Católicos (Pax Romana)21.   

 

Con la Carta de las Naciones Unidas aprobada en San Francisco el 26 de junio de 1945 – que en su “preámbulo” y en sus seis artículos considera a los derechos del hombre junto con la paz, como fines esenciales de la nueva organización – y, sobre todo, con Declaración universal de los Derechos del Hombre, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, con la Resolución 217, del 10 de diciembre de 194822, el camino abierto por las constituciones escritas norteamericanas y francesa llegaba a su universalidad. Ésta se desplegará aún, bajo el impacto de la emergencia de los países del llamado “Tercer Mundo”, complementando los derechos de la persona y los cuerpos intermedios, con los derechos de las naciones, tal como se establecen posteriormente en los dos Pactos internacionales aprobados por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1966: el de los derechos civiles y políticos y el de los derechos económicos, sociales y culturales, seguido después con los “Derechos al desarrollo” de1986. Declaraciones sobre derechos del niño, de la mujer y otras completarán ese itinerario, que será relanzado y concretado en los “Objetivos del Milenio”23.Cabría agregar, además, el hecho significativo de la Conferencia de Helsinki sobre la paz y la seguridad en Europa, en 1985, donde el bloque liderado por la Unión Soviética adhirió formalmente a los pactos internacionales sobre los derechos humanos, lo que trajo como consecuencia una mayor movilización del “disenso” en seno de los regímenes del “socialismo real”.

 

La reasunción católica contemporánea de los derechos humanos

 

Se preparaba, a la vez, la universalización de los derechos humanos propia de la Iglesia católica. En efecto, desde el renacimiento católico en tiempos de la segunda pos-guerra mundial, la tercera escolástica involucra pensadores como Przywara, Maritain, Rahner, Baltasar, Lonergan, conjugada con otras corrientes de pensamiento de origen no tomista como Blondel, Guardini, Guitton y el mismo Ratzinger, ya en diálogo abierto entre la Iglesia y la modernidad, corrientes intelectuales que pueden ser retrospectivamente consideradas entre los cauces de preparación del Concilio Vaticano II.

 

El Concilio Ecuménico Vaticano II es, desde esta perspectiva histórico-cultural, un gran evento católico de ajuste de cuentas, de la más profunda crítica y discernimiento, de asunción, transfiguración y superación de las dos mayores vigencias que caracterizan el reto de la modernidad a la Iglesia: la reforma protestante y el iluminismo. El Concilio recoge, desde la tradición católica “aggiornata” y reformulada y no como algo exterior a sí, lo mejor del iluminismo: la fe no desconoce la autonomía de lo secular, no confunde ni disocia los diversos grados del saber, aporta nuevas razones al progreso humano, mientras funda la importancia de la libertad religiosa y de los derechos humanos24.Al mismo tiempo, deja atrás y trasciende sus elementos inaceptables, sus callejones sin salida y sus círculos viciosos: la modernidad sin Dios se vuelve contra el hombre, los derechos humanos sin fundamento quedan a la merced del poder, de la arbitrariedad; “donde se ofusca la fe en Dios creador del hombre y hecho hombre entra en crisis el más profundo motivo de reconocimiento de la dignidad originaria de todo ser humano”25. Hubo muchos que confundieron este “aggiornamento” como mera adaptación de la Iglesia a lo moderno, disolviéndose en sus vigencias dominantes. No fue ésa la obra portentosa del Concilio Vaticano II, sino la de haber sabido trasmitir íntegramente la tradición católica desde una renovada conciencia y formulación adecuadas a las exigencias de los tiempos y, por eso, capaz de asimilar y transfigurar lo mejor de la tradición iluminista; así recrea la tradición de los derechos humanos, salvándolos de la bancarrota intelectual y moral de la Ilustración.

 

Estaban creadas, pues, las condiciones para que la encíclica Pacem in Terris(1963) de Juan XXIII planteara la universalidad propia de la Iglesia sobre los derechos humanos, retomando la tradición jusnaturalista a la altura de nuestro tiempo26,y que así lo confirmara, como recreación de un “nuevo iluminismo”, el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et Spes y en la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis Humanae27.

 

El pontificado de Juan Pablo II será despliegue católico, ecuménico, como dimensión esencial de la misión de la Iglesia, de la “salvaguardia de la dignidad trascendente de la persona humana”28 y de defensa y promoción de sus derechos y libertades, a la luz de la cristología. En efecto, su primera encíclica “Redemptor hominis” señala que el cristianismo es “profundo estupor respecto al valor de la dignidad del hombre”29, que es esclarece solamente a la luz del misterio del Verbo encarnado30. El tema de los derechos humanos acompaña con incisividad magisterial y práctica todo supontificado31. Su paso por Polonia, Filipinas, Haití, Chile, El Salvador, Nicaragua, Guatemala, México, Cuba, entre tantos otros viajes apostólicos, son ráfagas potentes de libertad y de reafirmación de los derechos humanos, que se despliegan también como derechos de los pueblos y naciones32.

 

Esta misma defensa de la dignidad y de los derechos humanos prosigue en el pontificado de Benedicto XVI, teniendo presente especialmente las enormes innovaciones científico-tecnológicas contemporáneas, sobre todo en la revolución del “bios”, de las comunicaciones y de la energía, en tiempos en que el relativismo cultural y antropologías reductoras ofuscan la exigencia de un gobierno ético de los desarrollos tecnológicos para ponerlos efectivamente al servicio de la persona humana. La dignidad trascendente de la persona queda amenazada cuando se la tiende a reducir a mero eslabón de la cadena biológica, a productor o consumidor dentro de una lógica economicista o a la sola condición de ciudadano bajo el poder del Estado. Más aún: el hombre mismo ya no viene al mundo como don del Creador sino como producto de la incrementada capacidad de manipulaciones humanas, sometido a meros criterios de factibilidad tecnológica33.

 

“Nuestra sociedad ha incluido justamente la grandeza y la dignidad de la persona humana en las diversas declaraciones de derechos – ha afirmado recientemente S.S. Benedicto XVI -, que han sido formuladas a partir de la Declaración universal de derechos humanos, adoptada hace 60 años (...). La Santa Sede, por su parte, no dejará de reafirmar estos principios y estos derechos fundados en lo que es esencial y permanente en la persona humana. Es un servicio que la Iglesia desea prestar a la verdadera dignidad del hombre, creado a imagen de Dios”34.

 

    

Influjos católicos y participación latinoamericana en la declaración universal de los derechos humanos

 

El pensamiento cristiano tuvo mucha influencia para predisponer a los Estados en América Latina a ser protagonistas en la elaboración y votación, sea de la Carta de las Naciones Unidas que de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pocos meses antes de ésta última, los países americanos habían aprobado en Bogotá la Carta de los Derechos y Deberes del Hombre35, en ocasión de la novena Conferencia panamericana que,  ya en tiempos de hegemonía norteamericana, crea la Organización de los Estados americanos, en marzo de 1948. Esta Carta americana fue usada como subsidio en la redacción de la Declaración Universal, con fuertes influjos sobre ella. En efecto, la Declaración universal de 1948 se basa en la dignidad de la persona y tiene una arquitectura general de inspiración personalista. Ecos del pensamiento cristiano, ya presentes en la Carta americana, se dejan sentir en conceptos básicos como “la dignidad innata” de la persona humana, cuando se afirma que está “dotada de razón y conciencia”(formulación tomada de la Declaración de Bogotá), cuando se afirma la igualdad de los hombres basada en esa común dignidad, cuando se habla de “derechos imprescriptibles”, cuando se reconocen no sólo aquéllos individuales sino también los derechos sociales de cuerpos intermedios como la familia, consideraba “base fundamental” de la sociedad y en el que los padres tienen el derecho primario de poder elegir la educación de sus hijos, así cuando se reconoce el derecho al trabajo y a una justa remuneración. La Declaración universal de derechos del Hombre acoge ciertamente la tradición iluminista-liberal que pone énfasis en las libertades políticas esenciales, pero no olvida los derechos económico-sociales, cuyos promotores más celosos – afirma la estudiosa Mary Ann Glendom – “no fueron los representantes soviéticos sino los delegados de los países latinoamericanos”, que representaban 21 de los 55 países que dieron vida a la O.N.U.36.

    

Algunos nuevos factores históricos y culturales pueden agregarse para explicar estos influjos del pensamiento católico a través del protagonismo latinoamericano. En primer lugar, hay que tener en cuenta que se había de hecho clausurado el tiempo de las vigencias políticas y culturales del liberalismo anticlerical de finales del siglo XIX, de corte oligárquico y encandilado por el “progreso” metropolitano, según la dialéctica “civilización contra barbarie”, “barbarie” en la que se incluían las razas indígenas, el mestizaje, la herencia española y el oscurantismo católico37. Ya se había procedido, en general, a la separación de la Iglesia y del Estado, y la Iglesia no aparecía más, en general, como enemigo a combatir (salvo que durante la persecución religiosa en México)38. El fin de la “polis oligárquica”, con el crecimiento de la urbanización y de las clases medias, y el surgimiento de movimientos democráticos, da lugar, desde las décadas de 1920y 1930, a una nueva generación de intelectuales latinoamericanos, con posiciones sumamente variadas entre ellos, a veces incluso opuestas, pero mancomunados en repensar América Latina desde sus orígenes,  abandonando los paradigmas de la “leyenda negra”, en la búsqueda de una nueva comprensión de la identidad cultural latinoamericana y. por eso, reevaluando con diversos acentos la tradición de los pueblos.  Si bien de posturas diversas, algunos de ellos católicos, esa generación, llamada “romántica”, que está en cierta continuidad con el sustrato cultural barroco de los pueblos latinoamericanos, incluye a Manuel Ugarte, Vasconcelos, Reyes, Caso, S. Ramos, Haya de la Torre, Mariátegui, Belaúnde, Tristán de Ataide, Gilberto Freire, López de Mesa, Picón Salas, Henríquez Ureña, Zum Felde, Jaime Eyzaguirre y los revisionistas argentinos39.Están, por lo general, vinculados, a la fase de emergencia de grandes movimientos populares y nacionales del siglo XX en los diversos países latinoamericanos, que incorporaban grandes masas de pueblo católico en la vida pública de las naciones; no contaron con aportes católicos importantes nitematizaron sus influjos, pero el ethos católico de la tradición popular y el desarrollo orgánico de la doctrina social de la Iglesia, con las encíclicas Rerum Novarum (1891) y Quadragesimo Annus (1931),sobre todo en lo que respecta a los derechos sociales y del trabajo, les fueroncongeniales40.

 

En segundo lugar, es de relevar que en todos los países de América Latina, allá por la década de 1930 y sobre todo después de la segunda guerra mundial, se advierten los fermentos de un catolicismo latinoamericano más vigoroso. Son tiempos de gran crecimiento institucional de la Iglesia en los diferentes países latinoamericanos, de la estructuración sistemática de la Acción Católica, del desarrollo de corrientes, obras y estudios del “catolicismo social” que provienen de las encíclicas RerumNovarum y Quadragesimo Anno, de la fundación de numerosas Universidades Católicas y de la difusión de los ecos de procesos de renovación del pensamiento y de la pastoral en la Iglesia católica que tenían sus fuentes de incubación e irradiación en las Iglesias locales europeas del llamado “eje renano”41.Hay quienes señalan para entonces, como línea de tendencia, el paso del “romanticismo católico hispanoamericanista al social cristianismo desarrollista” entre las elites intelectuales católicas  en América Latina42.En especial, Jacques Maritain tuvo una importante influencia benéfica en América Latina, fundamentalmente a partir de Humanismo integral de 1936,cuya primera edición fue española, en Madrid, en 1935, bajo el título Problemas espirituales y temporales de una nueva cristiandad,  y cuya temprana difusión implicó una polémica intensa con sectores conservadores e integristaslatinoamericanos43. Desde los años treinta abundan los escritos de Maritain en diversas revistas católicas de los países latinoamericanos, como“ Criterio” en Argentina, “Política y Espíritu” en Chile, “A Orden” en Brasil y otras. El más alto exponente “maritainiano” en América Latina fue Alceu AmorosoLima (Tristán de Athaide). El nacimiento y expansión de la cultura social-cristiana,  y de los primeros brotes de los  nuevos partidos políticos de paradigmas humanistas, personalistas, comunitarios y de inspiración cristiana, fue un salto de cualidad a favor del compromiso cristiano por la democracia, la justicia social y la defensa y promoción de los derechos humanos. Una nueva generación de personalidades social-cristianas asoma su protagonismo histórico en América Latina: los chilenos Jaime Castillo, Eduardo Frei Montalva, Bernardo Leighton, Gabriel Valdés y Radomiro Tomic, los venezolanos Arístides Calvani y Rafael Caldera, los brasileños Alceu AmorosoLima y Franco Montoro, etc.44 Serán contemporáneos de los constructores de la Europa unita - Schuman, Adenauer, De Gasperi, Monnet -, que algunos llamaban entonces, bajo el aliento profético de Pío XII, la “Europa vaticana”. En los congresos de Montevideo de 1947 y 1948, confluyen muchos movimientos y partidos demócrata-cristianos, se funda un Secretariado Latinoamericano y se crean las bases de acción a escala latinoamericana.

 

Por diversas vías, pues, la tradición jusnaturalista de Santo Tomás, Vitoria y Suárez se retomaba y reformulaba, en diálogo con la modernidad, y alimentaba la contribución latinoamericana en la formulación de los Derechos humanos, apuntando hacia la formación de un nuevo jus gentium. La Convención americana sobre los Derechos Humanos (Pacto de San José), de noviembre de 1969, confirma y actualiza esa tradición45.

    

Poco tiempo después, bajo los dinamismos de renovación suscitados por el ConcilioVaticano II, animada por grandes documentos pontificios de magisterio social, la Iglesia católica en América Latina asume más decididamente los sufrimientos y esperanzas de sus gentes, levanta su clamor evangélico ante situaciones de opresión e injusticia y se convierte en abogada de los derechos de la persona humana y de los pueblos, y especialmente de los derechos de los pobres, de aquéllos cuyos derechos son más vulnerables y atropellados, abrazados por el amor preferencial que tiene hondas raíces y exigencias cristianas. Las sucesivas Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano en Medellín (1968), Puebla de los Ángeles (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007) son clara ilustración de este compromiso46. Por eso mismo, la presencia de la Iglesia católica ha sido,¡y lo es!, custodia y garantía de libertad en la construcción de las naciones, mediadora y propulsora de democratización y cimiento de paz y unidad entre pueblos hermanos.

 

60 años después

 

Entre 1945y 1950 se abrió una nueva época histórica y se institucionalizó su arquitectura básica. La Declaración universal de los derechos humanos se inscribe dentro de la época de la emergencia mundial de las dos superpotencias, los Estados Unidos y la Unión Soviética, del mundo bipolar de Yalta, de la creación de las Naciones Unidas, de los acuerdos de Breton Woods, de la unidad europea, de los procesos de descolonización del “tercer mundo”. Esa época histórica concluye, en gran medida, en los años 1989-1991, sobre todo con el derrumbe del “socialismo real”, que es signo de un tremendo giro histórico. ¿Cuál es, pues, la vigencia de la Declaración universal de los Derechos Humanos en los nuevos escenarios históricos contemporáneos? Respondo, planteando muy breve y esquemáticamente cinco puntos de reflexión.

 

1) Se ha ya esfumada la ilusión, presente al inicio de la década de 1990, de universalización de los principios de democracias liberales, en conjugación con la legitimación mundial de la economía del mercado, lo que habría llevado a una era de paz y prosperidad para todos. El final de la historia dejaba paso a inéditos escenarios geopolíticos y económicos a nivel mundial, a los beneficios y a las víctimas de la globalización, al fenómeno del terrorismo global, a la elevación de niveles y formas de guerra y violencias, a sucesivas crisis financieras y alarmas ecológicas, que dan un cuadro de dramática fluidez e indeterminación. Sin embargo, se puede afirmar que estamos por primera vez en la historia de la humanidad en que la que la mayoría de los países del planeta tienen gobiernos democráticamente elegidos. Se calcula que 118 de los 193 países del mundo actual tienen regímenes democráticos, no obstante muchas variantes y límites, con un sensible aumento en los últimos veinte años. ¿Quién puede dudar de aquel famoso dicho de que la democracia, fundada en los derechos y libertades humanas, es el menos malo de los regímenes políticos conocidos, a la luz de un siglo de ideologías y sistemas totalitarios, de guerras mundiales, de la shoa, de campos de concentración y gulags, de políticas genocidas? ¿Quién puede dudarlo en América Latina después de un muy sufrido legado de persecuciones liberticidas, tiranías represivas, “guerras sucias”, prácticas de torturas y “desapariciones”, violencias guerrilleras, métodos terroristas, situaciones generalizadas de conculcación de derechos humanos?  Sin embargo, sabemos también de las fragilidades y corrupciones de las democracias, cuyos valores, normas e instituciones hay siempre que custodiar y perfeccionar.

 

2) ¿No es acaso posible relevar desde la actualidad que los procesos de democratización tienen una especial fuerza de arraigo y de re-emergencia en ámbitos civilizatorios de sustrato cultural judeo-cristiano, mientras encuentran graves dificultades en otros ámbitos civilizatorios, religiosos e ideológicos? Ya fueron muy significativas las abstenciones de voto, en la Asamblea general de Naciones Unidas de 1948, acerca de la Declaración universal de los Derechos Humanos: los representantes de la Unión Soviética y sus recientes “democracias populares” se abstuvieron - la ideología marxista-leninista  está en contradicción con la tradición de los derechos humanos –, así lo hizo también el régimen entonces racista de Sud-Africa a causa del igualitarismo racial, mientras que la abstención de Arabia Saudita se debió a la afirmación de que sólo hay derechos de Dios, no del hombre.  Es fácil advertir que quedan actualmente muchas “democracias incompletas” y grandes y diversos bolsones negros en vastas áreas geopolíticas y culturales, en espera de  procesos de democratización que, por cierto, no se fraguan desde dialécticas de violencia, que son políticas de muerte y la muerte de toda política. En todo caso, la originaria distinción entre Dios y el Cesar, entre comunidad religiosa y comunidad política, con sus respectivas finalidades y autonomías, sigue verificándose como dinamismo fundamental de desacralización ndel poder, de crítica de sus formas idolátricas de concentración y ejercicio, por la que la libertad religiosa “es piedra angular del edificio de los derechos humanos”47, histórica y antológicamente a la base de todas las libertades humanas, solidaria con ellas.

 

3) En América Latina la persistencia de procesos de democratización en los últimos 30 años es hecho muy positivo, que hay que custodiar, valorizar y promover. Sin embargo, son notorios sus límites. Hay una larga tradición latinoamericana de divorcio entre constituciones formales y países reales, de ilusión entre ingenua e ideológica que lleva a multiplicar la promulgación de Constituciones como presunto remedio de nuestros males, de ambiciones de poder que usan y abusan de formas democráticas para los intereses políticos coyunturales. El principal dilema de América Latina en este campo está fundado en la contradicción paradójica que se establece al tratar de mantener un orden jurídico y político basado en el principio de igualdad básica entre los ciudadanos y, al mismo tiempo, preservar el mayor nivel mundial de desigualdad en el acceso a la distribución de la riqueza y de los bienes públicos. Situaciones de pobreza extrema, marginalidad y exclusión impiden el ejercicio real de derechos humanos fundamentales. En este sentido puede afirmarse que la vigencia real de los derechos humanos está en profunda interdependencia con procesos no sólo de democratización sino también de desarrollo integral y solidario, de justicia social en la consecución del bien común, de integración regional y de auténtica cooperación inter-americana e internacional. Además,  el episcopado latinoamericano en el documento conclusivo de su V Conferencia General, realizada en mayo de 2007, en Aparecida (Brasil), señala la existencia actual de “graves retos y amenazas de desvíos autoritarios”, indicando que “no basta una democracia puramente formal, fundada en la limpieza de los procedimientos electoral, sino que es necesaria una democracia participativa y basada en la promoción y respeto de los derechos humanos”, así como en la “seriedad y credibilidad” en la “continuidad de las instituciones civiles”48.

 

4) La actual apelación universal de los derechos humanos se topa también con la paradoja de que nunca los derechos humanos han estado tan carentes de fundamentación. Ya Maritain lo advertía en el debate preparatorio y en las conclusiones de la Declaración universal de los derechos humanos. Maritain proponía entonces definir los derechos humanos como “principios prácticos” entre representantes políticos provenientes de diferentes tradiciones y corrientes de pensamiento, con la paradoja de dejar de lado las justificaciones teóricas que cada uno habría podido dar de ellos, sobre las cuales no hubiera podido haber acuerdos unánimes. Maritain estaba por cierto convencido de que la verdadera fundación de los derechos humanos proviene de la tradición jusnaturalista, pero proponía sólo una convergencia práctica sobre los derechos humanos por parte de quienes están opuestos por ideologías radicalmente adversas. “Estamos de acuerdo sobre los derechos, con tal de que no se nos pregunte el por qué”, afirmaba entonces Maritain49. El resultado práctico fue óptimo, pero dejar entre paréntesis el “por qué” tendrá un precio que aún se está pagando. En efecto, ¿puede aceptarse una vigencia irracional de los derechos humanos? “Los derechos humanos no pueden ser arbitrarios; requieren para ser una justificación universal, estar bien fundados por y ante la razón. No son obvios ni evidentes por sí mismos. Librados a sí mismos se vuelven afirmación gratuita, sin razón. ¿Puede sostenerse una política durable sin razones?” Si los derechos humanos no se fundan, ¡se desfondan! Quedan así a  la merced del poder, y de las correlaciones ocasionales de fuerza al interior de los Estados, que establecen convenciones consensuales provisorias en el cuadro de democracias meramente “procedimentales”50.

 

Esta situación resulta particularmente grave en tiempos de deriva relativista. Por eso, por una parte, aparecen rechazos de naturaleza ideológica o religiosa que critican las declaraciones de derechos humanos como “occidentales” (sea desde un multiculturalismo radical como de un fundamentalismo religioso) y, por otra parte, se imponen nuevos derechos que responden a la exaltación desordenada de deseos arbitrarios de los individuos. ¿Acaso no somos testigos de campañas de opinión y presión de fuertes poderes transnacionales para inducir las legislaciones nacionales a introducir formas de liberalización de las prácticas abortivas y de manipulaciones bioéticas salvajes, de identificación del matrimonio con las uniones libres, de promoción de prácticas eugenéticas yeutanásicas? Se pretende convertir en derechos individuales lo que son atentados contra derechos fundamentales de la persona humana51. Se manipula al individuo cada vez más hacia deseos momentáneos y fugaces, se limitan las defensas de sus derechos naturales fundamentales y se favorecen nuevos presuntos derechos-deseos individuales, sin referencia a valores fundados, a deberes y responsabilidades. Cada individuo o grupo reivindica “su derecho”, ignorando que todo derecho implica necesariamente un correlativo deber. Más aún, la paradoja de una democracia fundada en el relativismo ético, como ideología adecuada y funcional a sociedades “multiculturales”, es que niega en vía teórica una verdad ontológica sobre el hombre, pero permite al poder dictar a través de las leyes y difundir a través de los medios masivos de comunicación una propia ontología, antropología y ética, incluso contrabandeando como libertades conquistadas lo que no son más que atentados contra la personahumana52. Es lo que el cardenal J. Ratzinger llamó “dictadura del relativismo”53. En particular modo, es paradójico que cuanto más se critique a nivel latinoamericano los límites y fracasos del neoliberalismo económico, más se busque la patente de “progreso” en el ámbito de propuestas y legislaciones caracterizadas por un individualismo salvaje y un ultraliberalismo radical, que atenta contra el primer derecho, que es a la vida54, y arremete y disgrega el temple humano y el tejido familiar, social y cultural de los pueblos.

 

Tal es la paradoja de las sociedades liberal-democráticas de nuestro tiempo: si tienen una ideología oficialmente sancionada por el Estado se vuelven autoritarias o totalitarias; en cambio, si no hacen referencia a una tradición de valores fundamentales, no suscitan ni alimentan fuertes conciencias de pertenencia, ni de convergencias solidarias y constructivas, sino que tienden a caer en ladescomposición55. Sin un horizonte común de juicio y de valor, no hay ningún diálogo inteligente, ninguna democracia bien fundada, ninguna opción razonable sobre el bien común. Por eso mismo, representantes de lo mejor de la tradición iluminista, como Habermas y Böckenförde, reconocen que el Estado liberal, secularizado, no es una societas perfecta, en el sentido de autosuficiente; para su fundamentación y conservación tiene necesidad de referirse a otras fuentes y fuerzas, pues vive de presupuestos que ella misma no puede garantizar; hay una base de verdad que no está sometida al consenso político, que lo precede, lo hace posible, lo preside, lo orienta y lo anima.

 

Si desde la filosofía de la tradición iluminista ya no existe una base racional absoluta sobre la cual fundar los derechos humanos, el vacío actual no puede ni debe ser llenado por los fundamentalismos políticos o religiosos ni por un “anti-fundacionismo” que deja la dignidad humana a nivel de pura y vacua retórica y los derechos humanos a la merced de la voluntad de poder.

 

En su diálogo con Ratzinger, Habermas destaca el papel positivo que la religión cumple en relación a las sociedades pluralistas dotadas de una constitución liberal. En ellas, “el concepto de tolerancia ayuda a los creyentes a comprender, en su relación con los no creyentes o con creyentes de otras religiones, que deben revisar razonablemente su persistente desacuerdo. Pero, por otro lado, en el marco de una política cultura liberal, (...) los no creyentes se esfuerzan por asumir esta misma posibilidad en su relación con los creyentes”. Ratzinger responde, a su vez, citando a Kart Hubner, que “es necesario liberarse de la idea enormemente falsa de que la fe no tiene nada que decir a los hombres de hoy, porque contradice su concepto humanista de razón, de iluminismo y de libertad”56. Se requiere, pues, al decir de Joseph Ratzinger, una purificación de la razón (para que la dignidad humana no quede reducida a una opción, un puro acto de voluntad, irracional) y una purificación de la religión (más allá de sus reducciones entre fundamentalismo y fideísmo) para lograr, desde la debida conjugación de estas dos alas del conocimiento humano, una refundación de la dignidad y de los derechos humanos57. Desde ambos exponentes y de las corrientes que representan - que crecieron en tiempos de totalitarismos y desfonde crítico de la modernidad secularista -, el Estado liberal-democrático pasa a ser un ámbito de vínculos, de legitimaciones, de reconocimientos, de garantías para todos. En esa perspectiva se lee el señalamiento pontificio de la “laicidad positiva” en la tradición de la vida pública en los Estados Unidos.

 

5) No es, pues, de extrañar que hacia finales del pontificado de Juan Pablo II y, más aún, en el actual pontificado, la Iglesia retome la tradición del derecho natural. Es tema que ha sido algo descuidado en el pensamiento católico durante la primera fase del pos-concilio. Hoy día la referencia a la “naturaleza” no es para nada unívoca. No se puede reducirla a concepciones materialistas, biologicistas, pero tampoco a abstractas consideraciones ontológicas que no incorporan los flujos históricos y culturales. La tradición del derecho natural requiere ser reformulada actualmente, sea por un ampliación de los horizontes de la razón – más allá de los estrechos círculos viciosos y reductores de racionalismos positivistas, cientistas – a la luz del Logos eterno, sea por el desarrollo de una ontología de la participación y de la  antropología y ética que de ella se derivan, sea teniendo presente los desarrollos científicos y culturales de nuestro tiempo, sea a la luz del fondo histórico de la sabiduría humana que se expresa, sobre todo, a través de las tradiciones religiosas58. En carta dirigida a 34 centros universitarios de todo el mundo, el entonces Cardenal J. Ratzinger, los invitaba a emprender esa apasionante investigación, reafirmando las dos vías autónomas pero inseparables de la razón natural y de la fe, a la luz de la “preocupación de la Iglesia católica acerca de la dificultad en el mundo moderno de encontrar un denominador común de principios morales compartidos por todos, basados sobre la constitución misma del hombre y de la sociedad, q

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