Catequesis del Papa Juan Pablo II por la Cuaresma 1999

La cuaresma, tiempo de auténtica renovación interior y comunitaria

1. Comienza hoy, con la austera ceremonia de la imposición de la ceniza, el itinerario penitencial de la Cuaresma. Este año está marcado particularmente por la meditación en la misericordia divina. En efecto, estamos en el año del Padre, que nos prepara inmediatamente para el gran jubileo del 2000. «Padre, he pecado contra ti» (Lc 15, 18). Estas palabras, en el periodo de Cuaresma, suscitan una emoción singular, dado que se trata de un tiempo en el que la comunidad eclesial está invitada a una profunda conversión.

Es verdad que el pecado cierra al hombre a Dios; pero la confesión sincera de los pecados vuelve a abrir la conciencia a la acción regeneradora de su gracia. En efecto, el hombre sólo recupera la amistad con Dios cuando brotan de sus labios y de su corazón las palabras: «Padre, he pecado». Su esfuerzo, entonces, resulta eficaz por el encuentro de salvación que tiene lugar gracias a la muerte y a la resurrección de Cristo. En el misterio pascual, centro de la Iglesia, es donde el penitente recibe como don el perdón de las culpas y la alegría de renacer a la vida inmortal.

2. A la luz de esta extraordinaria realidad espiritual, cobra una elocuencia inmediata la parábola del hijo pródigo, con la que Jesús quiso hablarnos de la ternura y la misericordia del Padre celestial. Son tres los momentos clave en la historia de este joven, con el que cada uno de nosotros, en cierto sentido, nos identificamos cuando cedemos ante la tentación y caemos en el pecado.

El primer momento es el alejamiento. Nos alejamos de Dios, como ese hijo de su padre, cuando, olvidando que Dios nos ha dado como una tarea los bienes y los talentos que poseemos, los dilapidamos con gran ligereza. El pecado es siempre un despilfarro de nuestra humanidad, despilfarro de valores muy preciosos, como la dignidad de la persona y la herencia de la gracia divina. El segundo momento es el proceso de conversión. El hombre, que con el pecado se ha alejado voluntariamente de la casa paterna, al comprobar lo que ha perdido, madura el paso decisivo de volver en sí: «Me levantaré e iré a mi padre» (Lc 15, 18). La certeza de que Dios «es bueno y me ama» es más fuerte que la vergüenza y que el desaliento: ilumina con una luz nueva el sentido de la culpa y de la propia indignidad. Por último, el tercer momento es el regreso. Para el padre el hecho más importante es que ha recuperado a su hijo. El abrazo entre el padre y el hijo pródigo se convierte en la fiesta del perdón y de la alegría. Es conmovedora esta escena evangélica, que manifiesta con numerosos detalles la actitud del Padre celestial, «rico en misericordia» (Ef 2, 4).

3. ¡Cuántos hombres de todo tiempo han reconocido en esta parábola los rasgos fundamentales de su historia personal! El camino que, después de la amarga experiencia del pecado, lleva de nuevo a la casa del Padre, pasa a través del examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito firme de conversión. Es un proceso interior que cambia el modo de valorar la realidad hace comprobar la propia fragilidad e impulsa al creyente a abandonarse en los brazos de Dios.

Cuando el hombre, sostenido por la gracia, recorre dentro de su espíritu estas etapas, surge en él la necesidad apremiante de reencontrarse a sí mismo y su propia dignidad de hijo en el abrazo del Padre. Así, de modo sencillo y profundo, esta parábola, tan querida en la tradición de la Iglesia, describe la realidad de la conversión, ofreciendo la expresión más concreta de la obra de la misericordia divina en el mundo humano. El amor misericordioso de Dios «revalida, promueve y extrae el bien de todas las formas de mal existentes en el mundo y en el hombre. (...) Constituye el contenido fundamental del mensaje mesiánico de Cristo y la fuerza constitutiva de su misión» (Dives in misericordia, 6).

4. Al inicio de la Cuaresma es importante preparar nuestro espíritu para recibir en abundancia el don de la misericordia divina. La palabra de Dios nos invita a convertirnos y a creer en el Evangelio, y la Iglesia nos indica los medios a través de los cuales podemos entrar en el clima de la auténtica renovación interior y comunitaria: la oración, la penitencia y el ayuno, así como la ayuda generosa a los hermanos. De este modo podemos experimentar la sobreabundancia del amor del Padre celestial dado en plenitud a la humanidad entera en el misterio pascual. Podríamos decir que la Cuaresma es el tiempo de una particular solicitud de Dios por perdonar y borrar nuestros pecados: es el tiempo de la reconciliación. Por esto, es un período muy propicio para acercarnos con fruto al sacramento de la penitencia. Amadísimos hermanos y hermanas, conscientes de que nuestra reconciliación con Dios se realiza gracias a una auténtica conversión, recorramos la peregrinación cuaresmal con la mirada fija en Cristo, nuestro único redentor.

La Cuaresma nos ayudará a volver a entrar en nosotros mismos, a abandonar con valentía cuanto nos impide seguir fielmente el Evangelio. Contemplemos, especialmente en estos días, la imagen del abrazo entre el Padre y el hijo que vuelve a la casa paterna símbolo admirable del tema de este ano que nos introduce en el gran jubileo del 2000. El abrazo de la reconciliación entre el Padre y toda la humanidad pecadora se dio en el Calvario. Que el crucifijo, signo del amor de Cristo que se inmoló por nuestra salvación, suscite en el corazón de cada hombre y de cada mujer de nuestro tiempo la misma confianza que impulsó al hijo pródigo a decir: «Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado». Recibió como don el perdón y la alegría.

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