Catequesis del Papa Juan Pablo II: Salmo 50

Miserere (ten piedad)

1. Cada semana la Liturgia de los Laudes marca el viernes con el Salmo 50, el «Miserere», el Salmo penitencial más amado, cantado, y meditado, himno al Dios misericordioso elevado por el pecador arrepentido. Tuvimos ya la oportunidad en una catequesis anterior de presentar el marco general de esta gran oración. Ante todo, se entra en la región tenebrosa del pecado para llevar la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (Cf. versículos 3-11). Se pasa después a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido: es una región luminosa, llena de esperanza y confianza (Cf. versículo 12-21).

En nuestra reflexión de hoy, nos detendremos a hacer algunas consideraciones sobre la primera parte del Salmo 50 profundizando alguno de sus aspectos. Para comenzar, sin embargo, propondremos la estupenda proclamación divina del Sinaí, que supone casi el retrato del Dios cantado por el «Miserere»: «el Señor es el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación» (Éxodo 34, 6-7).

2. La invocación inicial se eleva a Dios para alcanzar el don de la purificación de modo que, como decía el profeta Isaías, haga los pecados --que en sí mismos son semejantes a «la grana» o «rojos como el carmesí»--, «blancos como la nieve» y «como la lana» (Cf. Isaías 1, 18). El Salmista confiesa su pecado de manera clara y sin dudas: «Reconozco mi culpa... contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Salmo 50, 5-6).

Entra, por tanto, en escena la conciencia personal del pecador, que se abre a percibir claramente su mal. Es una experiencia que involucra la libertad y la responsabilidad, y lleva a admitir que ha roto un lazo para construir una opción de vida alternativa a la Palabra divina. La consecuencia es una decisión radical de cambio. Todo esto está comprendido en ese «reconocer», un verbo que en hebreo no comprende sólo una adhesión intelectual, sino una opción de vida.

Es el paso que, por desgracia, no dan muchos, como advierte Orígenes: «Hay algunos que, después de haber pecado, se quedan totalmente tranquilos y no se preocupan por su pecado ni les pasa por la conciencia el mal cometido; por el contrario viven como si no hubiera pasado nada. Éstos no podrían decir: " tengo siempre presente mi pecado". Sin embargo, cuando tras el pecado uno se aflige por su pecado, es atormentado por el remordimiento, se angustia sin tregua y experimenta los asaltos en su interior que se levanta para rebatirlo, y exclama: "no hay paz para mis huesos ante el aspecto de mis pecados"... Cuando, por tanto, ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados cometidos, los miramos uno por uno, los reconocemos, sonrojamos y nos arrepentimos por lo que hemos hecho, entonces, conmovidos y aterrados decimos que "no hay paz en nuestros huesos frente al aspecto de nuestros pecados"» («Homilías sobre los Salmos» --Omelie sui Salmi--, Florencia 1991, pp. 277-279). El reconocimiento y la conciencia del pecado es, por tanto, fruto de una sensibilidad alcanzada gracias a la luz de la Palabra de Dios.

3. En la confesión del «Miserere» se subraya un aspecto particular: el pecado no es concebido sólo en su dimensión personal y «psicológica», sino que es delineado sobre todo en su calidad teológica. «Contra ti, contra ti sólo pequé» (Samo 50, 6), exclama el pecador, a quien la tradición le dio el rostro de David, consciente de su adulterio con Betsabé, y de la denuncia del profeta Natán contra este crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (Cf. v. 2; 2 Samuel 11-12).

El pecado no es, por tanto, una mera cuestión psicológica o social, sino un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la jerarquía de valores, «cambiando la oscuridad por la luz y la luz por la oscuridad» es decir, llamando «al mal bien, y al bien mal» (Cf. Isaías 5, 20). Antes de ser una posible injuria contra el hombre, el pecado es ante todo traición de Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: «Padre, he pecado contra el cielo --es decir contra Dios-- y contra ti» (Lucas 15, 21).

4. En este momento, el Salmista introduce otro aspecto, ligado más directamente a la realidad humana. Es la frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que ha sido relacionada con la doctrina del pecado original: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Salmo 50, 7). El que reza quiere indicar la presencia del mal en el interior de nuestro ser, como es evidente en la mención de la concepción y del nacimiento, una manera de hacer referencia a toda la existencia, comenzando desde su origen. El Salmista, sin embargo, no relaciona formalmente esta situación con el pecado de Adán y Eva, es decir, no habla explícitamente de pecado original.

De todos modos, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal se anida en las profundidades mismas del hombre, es inherente a su realidad histórica y por este motivo es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. La potencia del amor de Dios es superior a la del pecado, el río destructor del mal tiene menos fuerza que el agua fecundante del perdón: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Romanos 5, 20).

5. De este modo, se evocan indirectamente la teología del pecado original y a toda la visión bíblica del hombre pecador con palabras que dejan al mismo tiempo entrever la luz de la gracia y de la salvación.

Como tendremos la oportunidad de descubrir en el futuro al volver a meditar sobre este Salmo y sus versículos sucesivos, la confesión de la culpa y la conciencia de la propia misericordia no acaban en el terror o en la pesadilla del juicio, sino más bien en la esperanza de la purificación, de la liberación, de la nueva creación.

De hecho, Dios nos salva «no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tito 3, 5-6).

Audiencia del Miércoles 8 de mayo 2002

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