Catequesis del Papa Juan Pablo II: Salmo 45

1. Acabamos de escuchar el primero de los seis himnos a Sión que contiene el Salterio (Cf. Salmo 47; 75; 83; 86; 121). El Salmo 45, al igual que otras composiciones análogas, es una celebración de la ciudad santa de Jerusalén, «la ciudad de Dios», donde «el Altísimo consagra su morada» (versículo 5), pero expresa sobre todo una confianza inquebrantable en Dios que «es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro» (versículo 2; Cf. versículo 8 y 12).

El Salmo evoca las más tremendas catástrofes para afirmar la fuerza de la intervención victoriosa de Dios, que da plena seguridad. A causa de la presencia de Dios, Jerusalén «no vacila; Dios le socorre» (versículo 6).

Recuerda al oráculo del profeta Sofonías que se dirige a Jerusalén y le dice: «¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión, lanza clamores, Israel, alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén! [...] El Señor tu Dios está en medio de ti, ¡un poderoso salvador! Él exulta de gozo por ti, te renueva por su amor; danza por ti con gritos de júbilo, como en los días de fiesta (Sofonías 3, 14. 17-18).

2. El Salmo 45 está dividido en dos grandes partes por una especie de antífona, que resuena en los versículos 8 y 12: «El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob». El título «Señor de los ejércitos» es típico del culto hebreo en el templo de Sión y, a pesar de su aspecto marcial, ligado al arca de la alianza, hace referencia al Señorío de Dios en el cosmos y en la historia.

Este título es, por tanto, manantial de confianza, porque el mundo entero y todas su vicisitudes están bajo el supremo gobierno del Señor. Este Señor está, por tanto, «con nosotros», como sigue dice la antífona, con una implícita referencia al Emmanuel, el «Dios-con-nosotros» (Cf. Isaías 7,14; Mateo 1, 23).

3. La primera parte del himno (Cf. Salmo 45, 2-7) se centra en el símbolo del agua y tiene un doble significado contrastante. Por un lado, de hecho, se desencadenan las aguas tempestuosas que en el lenguaje bíblico son símbolo de las devastaciones del caos y del mal. Hacen temblar las estructuras del ser y del universo, simbolizadas por montes, azotados por una especie de diluvio destructor (Cf. versículos 3-4).

Por otro lado, sin embargo, aparecen las aguas refrescantes de Sión, ciudad colocada sobre áridos montes, pero regada por «acequias» (versículo 5). El salmista, si bien alude a las fuentes de Jerusalén, como la de Siloé (Cf. Isaías 8, 6-7), ve en ella un signo de la vida que prospera en la ciudad santa, de su fecundidad espiritual, de su fuerza regeneradora.

Por este motivo, a pesar de las zozobras de la historia que hacen temblar a los pueblos y que sacuden a los reinos (Cf. Salmo 45, 7), el fiel encuentra en Sión la paz y la serenidad que proceden de la comunión con Dios.

4. La segunda parte del Salmo (Cf. versículos 9-11) esboza de este modo un mundo transformado. El mismo Señor desde su trono en Sión interviene con el máximo vigor contra las guerras y establece la paz que todos anhelan. El versículo 10 de nuestro himno --«Pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe, rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos»-- recuerda espontáneamente a Isaías.

También el profeta cantó el final de la carrera de armamentos y la transformación de los instrumentos bélicos de muerte en medios para el desarrollo de los pueblos: «Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en la guerra» (Isaías 2, 4).

5. La tradición cristiana ha ensalzado con este Salmo a Cristo, «nuestra paz» (Cf. Efesios 2, 14) y nuestro liberador del mal a través de su muerte y resurrección. Es sugerente el comentario cristológico de san Ambrosio al versículo 6 del Salmo 45, que describe el «auxilio» ofrecido a la ciudad del Señor «al despuntar la aurora». El célebre Padre de la Iglesia percibe en él una alusión profética a la resurrección.

De hecho, explica, «la resurrección matutina nos procura la ayuda celeste. Habiendo rechazado la noche, nos ha traído el día, como dice la Escritura: «Despierta, álzate y sal de entre los muertos! Y resplandecerá en ti la luz de Cristo». ¡Observa el sentido místico! En el atardecer tuvo lugar la pasión de Cristo... En la aurora la resurrección... En el atardecer del mundo es asesinado, cuando fenece la luz, pues este mundo yacía en tinieblas y hubiera quedado sumergido en el horror de tinieblas todavía más oscuras si no hubiera venido del cielo Cristo, luz de eternidad, para volver a traer la edad de la inocencia al género humano. El Señor Jesús sufrió, por tanto, y con su sangre perdonó nuestros pecados, refulgió la luz con la conciencia más limpia y brilló el día de una gracia espiritual» («Comentario a doce salmos» --«Commento a dodici Salmi»--: Saemo, VIII, Milán-Roma 1980, p. 213).

Audiencia del Miércoles 16 de Junio del 2004