"Yo sobreviví a un Aborto": Sarah Smith (Fragmento)

Una lápida sin cuerpo

El cementerio de Irvine, en el estado norteamericano de California, es famoso no sólo por su belleza y su ambiente radiante y apacible, sino también porque algunas estrellas de Hollywood, como John Wayne, están enterradas allí.

Entre los imponentes bultos funerarios y las lápidas de hombres famosos, muy pocos de los esporádicos visitantes reparan en una sencilla placa de metal que, para quien no la busca deliberadamente, podría pasar desapercibida. La pequeña plancha opaca está colocada a ras de la tierra, rodeada por el extenso y verde pasto que alfombra todo el campo santo y lleva un texto que dice:

ANDREW JAMES SMITH
Hermano mellizo de Sarah
"En nuestros corazones tú siempre estarás vivo"
NOVIEMBRE 1970

Pero no sólo es la escueta sencillez de la frase lo que distingue a la pequeña placa metálica de las demás lápidas de piedra. En efecto, a diferencia de todos los demás bultos, debajo de ella no hay nada más que tierra, pues nadie sabe dónde fue a parar el diminuto cuerpo sin vida de Andrew James Smith en Noviembre 1970, la fecha en que Betty Smith, madre de cinco hijos, decidió recurrir a un aborto para acabar con su sexto embarazo.

Betty no sabía que en el vientre llevaba dos niños –un varón y una mujer- y que el procedimiento sólo acabaría con uno –Andrew James-, dejando con vida -y más tarde, dando a luz a quien hoy es una de las más elocuentes sobrevivientes del aborto: Sarah Ruth Smith.

Una ficha y una historia

La enfermera de aquel frío e impersonal hospital californiano pasó mecánicamente la ficha médica con los datos de la paciente a un doctor no menos indiferente. En la ficha era posible leer:

Noviembre 1970

Datos: Sexo Femenino, edad 35, madre de 5 niños de 16, 14, 12, 10 y 9 años.

Ocupación: empleada del Hospital Ward. Casada hace 17 años.

Ocupación del esposo: Pastor evangélico

Problema: Irregularidad/ ausencia de período menstrual

El doctor, que conocía a la paciente y a su familia, no necesitó mucha más información para llegar a una conclusión sobre el "caso" que tenía al frente. Así que, tras apenas un rápido auscultar del vientre de la paciente y unas cuantas preguntas, pronunció la frase que nunca dejaba de decir en aquellas circunstancias: "¡Felicitaciones, Betty, el sexto está en camino!"

Pero la respuesta de la paciente embarazada, esta vez, no fue la misma que en anteriores ocasiones.

- "Yo quiero un aborto", dijo Betty, hablando como una autómata y a pesar que el aborto aún era ilegal en Estados Unidos.

- "No hay problema, Betty" respondió el doctor, sin variar un ápice la misma voz zalamera con la que segundos antes la había felicitado por la nueva vida en camino.

Con el paso del tiempo, Betty se ha hecho la misma pregunta que muchos le harían en las numerosas conferencias y presentaciones públicas a las que acompaña casi siempre a su hija Sarah: ¿Cómo la esposa de un Ministro protestante podía recurrir a un aborto sin casi dudarlo?

La misma pregunta se la hizo algunos años atrás la revista pro-vida "Life Advocate" en el marco de un reportaje a ella y a su hija. Betty explicó allí cómo la ignorancia y la presión social se confabularon en su vida para inducirla a tomar la terrible decisión que más le pesaría en su vida.

En aquel momento crítico del embarazo, con una nueva vida en camino, Betty, en vez de considerar esta circunstancia como una bendición, tal como le decía su formación cristiana, veía en su fecundidad un motivo de vergüenza y hasta de profunda irritación. A este sentimiento contribuía no poco la presión de su entorno, que paradójicamente, incluía a las esposas de algunos pastores y otras personas vinculadas a la vida de la comunidad cristiana.

"Con frecuencia me llamaban ‘coneja’", cuenta Betty. "El sobrenombre me lo habían puesto cristianos; pastores amigos y sus esposas y miembros del templo; creyentes", añade, no con tono de censura, sino de pena. "Yo me sentía avergonzada y culpable, tanto así, que en algún momento llegué a pensar que había hecho algo malo al dar a luz a mis niños".

En efecto, cada embarazo para Betty había sido un verdadero suplicio. Después del segundo hijo, cada vez que el vientre volvía a abultarse con una nueva criatura en camino, los amigos y vecinos la miraban con ojos entre compasivos y socarrones.

Pero aún más que las burlas y los comentarios irónicos indirectos a media voz, a Betty le aterrorizaba la idea de morir dando a luz; un temor que ella adjudicaba a un trauma de infancia: "Mi madre murió al darme a luz –relata Betty a Life Advocate- y, esa pequeña niña que es parte de mí, siempre creyó que yo era una asesina por matarla". "Subconscientemente, en retrospectiva, yo creo que estaba atemorizada porque creía que iba a morir al dar a luz, igual que mi madre", recuerda.

Betty había tenido cinco hijos en un lapso de siete años, pero ya habían pasado casi 10 años desde su último embarazo –el mayor de sus hijos tenía 17 años- y hacía pocos meses finalmente había logrado encontrar un buen empleo como asistente de enfermería en el Hospital Ward. El nuevo trabajo había caído como una verdadera bendición para la extensa familia que debía sostenerse con los magros ingresos del ministro protestante de una comunidad no muy extensa.

Por eso, cuando los indicios de su inesperado sexto embarazo comenzaron a hacerse evidentes, y sus colegas en el hospital comenzaron con las bromas respecto de su "ritmo imparable" de dar a luz, Betty no dudó un segundo en prometer con una firmeza furiosa: "yo NO voy a tener otro hijo".

Recordando aquel momento de frustración, miedo y enceguecimiento, Betty no puede sino compararse a una situación desesperada. "Te sientes que estás en un elevador que de pronto se atraca y, en la desesperación, buscas una salida. Y la única que te señalan es una que tiene un gran letrero rojo que dice ‘aborto’", dice.

No se presentaban, entonces, muchas opciones, o por lo menos, así le parecía a Betty en aquel estado de ánimo y sintiéndose sometida a la presión de su entorno. Una presión enemiga de la vida que Betty y Sarah ven repetirse con igual o mayor intensidad hoy no sólo alrededor de las jóvenes solteras embarazadas sino incluso frente a las madres que cometen el "pecado" cultural de señalar que les gustaría tener una familia numerosa.

Además, la convencida decisión de Betty de hacerse un aborto no sólo venía de la rabia frente a las burlas y al repetido apodo de "coneja" que volvía a flotar en el ambiente en torno suyo. Se remontaba también a una lúgubre promesa que se había hecho casi diez años atrás, cuando tenía ocho meses y medio de embarazo de su quinto hijo.

"Otra Navidad estaba transcurriendo conmigo en cinta, embarazada, incapaz de trabajar fuera de casa", recuerda Betty. "Viviendo de un salario reducido de pastor protestante, éramos incapaces de tener medios para hacer frente a muchas cosas, y yo temía que Dios no quisiera satisfacer nuestras necesidades. Fue entonces que hice la promesa de que mis hijos nunca más volverían a verse privados o frustrados a causa de mi embarazo", cuenta hoy.

La promesa, en principio, se refería a no salir nuevamente embarazada. Pero con el nuevo embarazo, confundida y presionada, decidió mantener la palabra de entonces, incluso al costo de abortar.

Así, un jueves, aprovechando el feriado del día de Acción de Gracias que celebran en Estados Unidos a fines noviembre -paradójicamente, para dar gracias a Dios por la abundancia y la fecundidad de la tierra norteamericana-, el esposo de Betty explicó a sus hijos que mamá tenía que ir a la clínica para una "pequeña intervención", y luego, después de comer, condujo a Betty al hospital donde, con toda naturalidad, realizaban un acto que era entonces ilegal. Casi sin darse cuenta, Betty se descubrió a sí misma sola, de pie en la fría sala de recibo de la clínica, con una pequeña y vetusta maleta que contenía sus artículos personales.

Betty entró a la habitación que le asignaron, se puso el camisón de hospital que trajeron las enfermeras y, con ansiedad, buscó tres pequeñas cruces entre sus artículos personales, que luego pegó firmemente en el camisón. "Las enfermeras me prometieron que podría llevarlas puesta durante la cirugía y yo sentí que ya estaba lista".

Betty recuerda que camino a la sala de cirugía, "alguien me contó que dos mujeres habían dado marcha atrás y se habían ido a casa". El testimonio de las "arrepentidas" tocó cuerdas dolorosas en el fondo de su alma, y no ayudó en nada a tranquilizar su conciencia sobre la decisión que estaba tomando…pero ella no estaba dispuesta a dar el paso atrás. Aunque algo le decía por dentro que estaba mal lo que hacía, que no se trataba "simplemente de eliminar un tejido" como le repetían una y otra vez quienes la alentaban al aborto, Betty no estaba dispuesta a cambiar de decisión respecto del destino de la vida que estaba en camino en su vientre. Ella se lo había prometido a sí misma y de alguna forma, se lo había prometido también a quienes se burlaban de ella, a quienes la llamaban coneja... Y ella estaba dispuesta a pagar el alto precio de "demostrar" que no era una coneja, que era también una mujer "moderna".

Hace algunos años, hablando con el periodista de Life Advocate, Betty quedó pensativa, al contar su historia, y reflexionó sobre el significado que, de pronto, tenían para ella las tres cruces que adhirió a su camisón. "Tres cruces, igual que en el Calvario", reflexionó. "Otras dos mujeres rescataron a sus bebés diciendo ‘no’, y yo, pude haber sido la tercera. ¡Ay! tal vez Dios estaba tratando de decirme algo con aquellas cruces", decía en la entrevista, evidenciando el dolor que aún le producía en la memoria aquel momento de decisiones y oportunidades perdidas.

Pero Betty recuerda que en el momento en que se enteró de las dos "acobardadas", como queriendo evitar nuevas deserciones o mayores dudas entre sus pacientes -o habría que decir más bien clientes-, los médicos y enfermeras del establecimiento se apuraron en hablar insistentemente en jerga médica, de tal manera que el acontecimiento del aborto, con su verdadero significado, quedara silenciado por la sordina de lo leve.

Betty recuerda, en efecto, que los médicos hablaban de un "feto", de un "tejido sin valor" que sólo podía ser considerado como "viable" cuando cumpliera los cinco meses en el vientre. "Se referían a ello como si se tratara nada más que de un ‘pedazo de carne’", recuerda Betty. Y es que ella no había visto nunca ecografías, no se había hecho registros de ultrasonido, en suma, no había contado con las pruebas científicas que hoy evidencian la verdad: que un no-nacido es un ser independiente desde el momento mismo de su concepción.

Pese a las explicaciones, la conciencia de Betty no se quedaba tranquila con el cuento de que el aborto no era más que una cirugía "cosmética", algo así como la extracción de una protuberancia incómoda y fea. Pero Betty, igual, cruzó el umbral de la sala de operaciones… y las puertas se cerraron detrás de ella para llevar a cabo aquella decisión sin vuelta atrás.

Tras la operación, cuyas características han quedado como borrosas en la memoria, Betty recuerda haber sostenido una extraña conversación, que se produjo cuando se encontraba aún bajo los efectos del sedante. "Ahora recuerdo, años después del nacimiento de Sarah, la voz suave pero clara de una mujer que me habló, desde la profunda oscuridad y el vacío del cuarto de recuperación, momentos después del aborto", dice Betty.

Se trataba de una voz que quería ser cálida y cordial, de una mujer que parecía buscar en la conversación un vehículo para hacer pasar ese momento de extraña tristeza. "¿Tiene usted otros niños?" preguntó la voz.

"Me acuerdo –continúa Betty- que le respondí con balbuceos, casi incoherentemente, tratando de contarle a esa voz femenina sin rostro, cuán maravillosos eran cada uno de mis cinco niños en casa".

No fue hasta mucho tiempo después que Betty, repitiéndose las inolvidables palabras de aquella mujer, que sólo podía ser una enfermera –las únicas autorizadas a ingresar a la sala de recuperación- se quedó atónita. "las palabras ‘otros niños’ me indicaron que ella y el doctor sabían que habían sacado a una criatura fuera de mí". Betty, en el simple desliz de la enfermera de preguntar por "otros niños", y no simplemente por "niños", comprendió el abismo de diferencia que existía entre lo que había hecho -eliminar la vida de un hijo- y lo que los médicos y enfermeras decían antes del aborto, que se trataba simplemente de un "tejido" sin valor.

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