Cómo animar a los jóvenes a descubrir el libro

A pesar de lo que podía parecer, el continuo crecimiento escolar en Europa no ha traído consigo un "boom" de lectores. Se supone que quien estudia en la universidad leerá más. No es así en Francia: entre la población de 20 a 24 años, las compras de libros tienden, año tras año, a decrecer. Quizá es que el libro está muy caro -en realidad, no más caro que otros muchos productos-, pero no es eso. Tampoco se va mucho a las bibliotecas para solicitar libros en préstamo. Casi todos los bibliotecarios dicen lo mismo: la gente, sobre todo la gente joven, acude a las bibliotecas, pero para estudiar los propios libros de texto o los apuntes.

Una obligación desagradable

Hay quienes no pueden creerse todos esto. Sobre todo algunos padres. ¿Acaso no están los colegios mejor que nunca y los educadores muy concientizados de la conveniencia de la lectura? Punto importante, que conviene aclarar: no es que no exijan la lectura en los centros de enseñanza. Al contrario: se hace más que nunca. Pero esa exigencia, en lugar de convertir el leer en algo agradable, lo hace molesto. Consecuencia: cada vez encuentran los estudiantes más dificultades para entender cualquier libro. Por no hablar de manejar la bibliografía, de acudir a las fuentes. De eso, casi nada. Se lee el libro que hay que leer, utilitariamente para el examen. Queda como de otro planeta eso de encontrar placer en la lectura, de enfrascarse en el libro, de no poderlo dejar... Según un estudio realizado para el Ministerio de Cultura (15.000 entrevistas a ciudadanos mayores de 18 años), el 63% de los españoles no compra ningún libro al año. En el 17% de los hogares no hay ni un solo libro. La media, por hogar, es de 145. Dedica algún tiempo a la lectura el 56% de la población. El 42 no lee jamás, ni por una urgencia, ni una vez al año.

Quejas de las bibliotecas

Para que se vea que la homogeneidad de la cultura es hoy un hecho -de la cultura en sentido antropológico- compárese el dato anterior con el que ha hecho público la industria editorial norteamericana, según refiere The Economist: el 60% de los hogares norteamericanos no compra ni siguiera un libro al año. Un estudio de 1894 descubrió que un tercio de los adultos norteamericanos es incapaz de leer por encima del nivel de un alumno de 14 años. Y el porcentaje de quienes pueden leer, pero -de hecho- no leen nunca, llega al 40%. Esta crisis de lectura se nota también en las bibliotecas, según señala The Economist (7-III-92) a propósito del Reino Unido. Había sido siempre un país de bibliotecas públicas, y aún existen 4.783, con un préstamo de diez libros al año por persona. Pero la gente empieza a leer menos. Vista la menor eficacia, reciben menos financiación. Lo cual repercute en una oferta peor. Que incrementa el número de los que dejan la complicada tarea de leer. Un caso más del círculo vicioso. El mal es general y el diagnóstico casi siempre el mismo: una especie de desgano, como de incapacidad para mantener el hábito de recorrer con los ojos un texto impreso. La escolaridad ha aumentado en todas partes. En muchos países está escolarizado el cien por cien de la población hasta los 16 años. Por lo menos diez años del mejor tiempo de la vida para poder aficionarse a leer. Y, sin embargo, no.

La influencia familiar

No hay más remedio que preguntarse por las causas. Nunca, como desde hace treinta o veinte años, según los países, los sistemas escolares han hecho hincapié en la lectura. Nunca como hoy la lectura ha sido tan obligatoria. Pero ahí está ya parte del problema: nunca ha sido más teórica. El libro se hace cosa escolar, tarea. Al mismo tiempo el niño o la niña no ven leer a sus padres. Los mayores, se sabe, ven más de lo que leen; ven televisión. Una vez más, la familia es el principal lugar para el aprendizaje de hábitos. Aprender a leer es, antes que nada, ver leer. El niño imita siempre. El aprendizaje, sobre todo en los primeros años, es imitación. No es extraño que cuando la familia, por lo que sea, no funciona, fallen también los hábitos de lectura, después de otras muchas cosas importantes. En el Reino Unido, la fundación Nacional para la Investigación Educativa realizó entre 1987 y 1991 una encuesta a 2.170 niños de siete y ocho años, en 61 escuelas. "Los resultados apoyaron la conclusión de que se ha producido un descenso en el rendimiento general". Ese descenso se nota más, añade, en las familias que están a cargo de uno solo de los padres. Ese es uno de los factores. Otro, ya muy conocido, es el exceso de televisión. Aunque no se tenga habitualmente en cuenta, leer es también un asunto manual; hay formas mejores que otras de tener el libro entre las manos, de cuidarlo, de guardarlo. Al ver televisión, las manos se acostumbran a no hacer nada, salvo alimentar, mediante el zapping, la propia cantera de imágenes, Un buen lector de libros, llega a tener al lado lápiz y papel, la televisión hace innecesario todo esto.

Inteligencia en la escuela

En algunos colegios se está enfocando el aprendizaje de la lectura de un modo menos escolar y más inteligente. No se trata de que los alumnos lean -y menos de que simulen que han leído- sino de que lleguen a descubrir por su cuenta el libro. Por su cuenta, después de una callada orientación.

En la historia de la humanidad, antes del libro está la narración oral, el contador de historias. Poca gente, si hay alguna, es insensible a la narración de historias. El cuento, antes que impreso, está en los labios. Muchos libros pueden ser empezados por los maestros y, cuando la atención ha prendido, continuados por los alumnos, ya en la lectura. Y no sólo en la enseñanza primaria. Lo mismo puede y quizá debe hacerse en el bachillerato.

No es buen síntoma tampoco hacer en el aula un elogio cultural del libro. Estos elogios, realizados con la mejor intención, suelen ser contraproducentes en la mayoría de los alumnos. El libro tiene que entrar casi como un juego, como un tesoro escondido. Nadie va pregonando un tesoro escondido. Hay que señalar pistas, como quien no quiere la cosa, para que cada uno lo encuentre. Como en la isla del tesoro, de Stevenson, que no en vano es siempre uno de los preferidos.

La propia lista

Tampoco parece un buen sistema elaborar listas de libros imprescindibles. Y por la misma razón: parece algo ajeno, impuesto. Sin duda alguna, es posible hacer listas de los mejores libros, pero cada uno de ellos ha de ser encontrado como si se acabase de escribir. Los niños y los jóvenes, por lo general, reaccionan en contra de la pedantería cultural, incluso cuando no saben lo que eso es. No se trata de leer a ultranza o de leer por leer, sino de redescubrir lo valioso que ha sido hecho por alguien.

Por eso no importa que a veces se empiece por libros que estén de moda o que sean triviales, con tal que no se trate de pura basura ortográfica, sintáctica o moral. Se empieza por lo trivial, se adquiere el hábito de leer y luego se continúa, quizá, hasta llegar a disfrutar de la Ilíada, y no en versión adaptada.

En la lectura ha mucho de hábito, y de hábito corporal, que no hay que espantar con discursos pseudoculturales. El lector de libros, hasta los 100 años, es un descubridor, un aventurero.

Un libro medianamente bueno implica, en su autor, muchos años de lectura; el uso de una tradición lingüística y cultural que es objetiva, que se hereda, no se fabrica. El lector habitual va almacenando mucho más de lo que él se imagina. La metáfora del tesoro de la memoria, por gatada que esté, se refiere a algo real.

Más importancia en la lectura

Si esto es así, y parece que sí, el gusto por e libro sólo puede ser transmitido por verdaderos gustadores de libros. Y no es eso lo que ocurre en muchas familias -a juzgar por lo que gastan en libros- ni, lo que tal vez es más grave, en algunos profesores. No sería tan difícil poner ejemplos de profesores que no leen más que el libro de texto. O de profesores que piensan que lo de transmitir el gusto por la lectura es algo específico de los profesores de lengua y literatura, pero no de ellos, que son de matemáticas o dibujo.

El libro no es un asunto de letras. El libro ha sido hasta ahora, y desde hace muchos siglos, el vehículo de la transmisión cultural. Una cosa es no hacer una apología superficial y en el fondo perjudicial del libro y otra es dejar esa labor indirecta e inteligente sólo a los encargados de enseñar la ortografía y la sintaxis.

Es un poco hipócrita quejarse de la disminución de los hábitos de lectura y a la vez reducir cada vez más la importancia de las humanidades en la enseñanza. Reducir en la práctica, porque hay un discurso teórico que reconoce la validez de esa tradición humanística pero que, a la hora de destinar fondos, se decanta por potenciar los idiomas modernos o la informática. El gusto por el lenguaje propio acaba naturalmente en el gusto por su literatura, no es un asunto de letras, es la misma espina dorsal de cualquier instrucción.

Como dice el viejo proverbio, el valle se defiende en el bosque. Si no se cuida el bosque, la erosión alcanzará finalmente a todo. El libro, el gusto por la lectura, se defiende en un atento y cuidadoso esmero en el leguaje. En definitiva, hablar y escribir de cualquier manera son incomparables con leer. Esa es la clave esencial.


Por Rafael Gómez Pérez
Tomado de Nueva Lectura