Incluso San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: "Esas cosas que el ojo no ve, que los oídos no oyen, pero que entraron en el corazón del hombre, Dios lo ha preparado para quienes lo aman. Y a nosotros Dios las ha revelado por medio del Espíritu, el Espíritu de hecho conocer bien cada cosa, incluso la profundidad de Dios" (2,9-10).
Y San Juan Crisóstomo, en una célebre página como comentario del inicio de la Carta a los Efesios, invita a gustar toda la belleza de este "designio de benevolencia" de Dios revelado en Cristo, con estas palabras: "¿Qué cosa te falta? Te has convertido en inmortal, en libre, en hijo, en justo, en hermano, en coheredero, con Cristo reinas, con Cristo eres glorificado. Todo se nos ha dado y – como está escrito – "¿cómo no se nos dará toda cosa junto a él?" (Rm 8,32). Tu primicia (cfr 1 Cor 15,20.23) es adorada por los ángeles […]: ¿qué cosa te falta?" (PG 62,11).
Esta comunión en Cristo, por el Espíritu Santo, ofrecida por Dios a todos los hombres con la luz de la Revelación, no es algo que se superpone a nuestra humanidad, sino el cumplimiento de los más profundos anhelos humanos, de ese deseo de infinito y de plenitud que habita en las profundidades del ser humano, y lo abre a una felicidad que no es temporal ni limitada, sino eterna.
San Buenaventura de Bagnoregio, refiriéndose a Dios que se revela y nos habla a través de las Escrituras para conducirnos a Él, afirma esto: "Las Sagrada Escritura es (…) un libro en el cual están escritas palabras de vida eterna para que, no solo creamos, sino poseamos la vida eterna, en la que veremos, amaremos y serán realizados todos nuestros deseos" (Breviloquium, Prol.; Opera Omnia V, 201s.).