"Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: '¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros'. Pero el otro, respondiéndole e increpándole, le decía: '¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo'. Y decía: 'Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino'. Jesús le dijo: 'En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso''' (Lc 23, 39-43).
Nunca es tarde
Es claro que San Dimas, el buen ladrón, reconoció, en un acto de fe verdadera, al Hijo de Dios. Haberlo hecho lo condujo en seguida a admitir con humildad su pecado, y pedir misericordia.
Dimas había quedado transformado por la presencia de Dios, haciéndose testigo irrefutable de la inocencia de Cristo. Se sabe manchado por sus culpas, mientras ve que en Jesús no hay falta alguna. Al mismo tiempo, deja de pensar en la "salvación" que ofrece el mundo -no pide que lo bajen de la cruz-; no, ciertamente. Lo que quiere ahora es ir al cielo: en el final de su existencia ha puesto la mirada en lo trascendente.