¿Por qué? Porque no hay espacio para el individualismo en el diálogo con Dios. No hay ostentación de los problemas personales como si fuéramos los únicos en el mundo que sufrieran. No hay oración elevada a Dios que no sea la oración de una comunidad de hermanos y hermanas, el nosotros: estamos en comunidad, somos hermanos y hermanas, somos un pueblo que reza, "nosotros".
Una vez el capellán de una cárcel me preguntó: "Dígame, padre, ¿Cuál es la palabra contraria a yo? Y yo, ingenuo, dije: "Tú". "Este es el principio de la guerra. La palabra opuesta a "yo" es "nosotros", donde está la paz, todos juntos". Es una hermosa enseñanza la que me dio aquel cura.
Un cristiano lleva a la oración todas las dificultades de las personas que están a su lado: cuando cae la noche, le cuenta a Dios los dolores con que se ha cruzado ese día; pone ante Él tantos rostros, amigos e incluso hostiles; no los aleja como distracciones peligrosas. Si uno no se da cuenta de que a su alrededor hay tanta gente que sufre, si no se compadece de las lágrimas de los pobres, si está acostumbrado a todo, significa que su corazón es ¿cómo es? ¿Marchito? No, peor: es de piedra. En este caso, es bueno suplicar al Señor que nos toque con su Espíritu y ablande nuestro corazón. "Ablanda, Señor, mi corazón".
Es una oración hermosa: "Señor, ablanda mi corazón, para que entienda y se haga cargo de todos los problemas, de todos los dolores de los demás". Cristo no pasó inmune al lado de las miserias del mundo: cada vez que percibía una soledad, un dolor del cuerpo o del espíritu, sentía una fuerte compasión, como las entrañas de una madre. Este "sentir compasión" –no olvidemos esta palabra tan cristiana: sentir compasión- es uno de los verbos clave del Evangelio: es lo que empuja al buen samaritano a acercarse al hombre herido al borde del camino, a diferencia de otros que tienen un corazón duro.