Me he extendido en este análisis sombrío precisamente porque es en ese contexto donde los roles de la cultura y de la universidad brillan mejor. La universidad es, en efecto, como indica el mismo nombre, el lugar donde el pensamiento nace, crece y madura abierto y sinfónico. Es el "templo" donde el conocimiento está llamado a liberarse de los límites estrechos del tener y del poseer para convertirse en cultura, es decir, en "cultivo" del hombre y de sus relaciones fundamentales: con el trascendente, con la sociedad, con la historia, con la creación. A este respecto, afirma el Concilio Vaticano II: «La cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse y ser capaces de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social» (Const. past. Gaudium et spes, 59). En esta perspectiva, he apreciado mucho sus palabras. Las suyas, señor Rector, cuando ha dicho que «en todo verdadero científico hay algo de escriba, de sacerdote, de profeta y de místico»; y también que «con la ayuda de la ciencia no queremos sólo entender, queremos también hacer lo correcto, es decir, construir una civilización humana y solidaria, una cultura y un ambiente sostenibles. Es con el corazón humilde que podemos subir no sólo al monte del Señor, sino también al monte de la ciencia».
Es verdad, los grandes intelectuales, de hecho, son humildes. Por otra parte, el misterio de la vida se revela a quien sabe introducirse en las pequeñas cosas. A este respecto, es hermoso lo que nos ha dicho Dorottya: "Descubriendo detalles cada vez más pequeños nos sumergimos en la complejidad de la obra de Dios". La cultura así entendida representa verdaderamente la salvaguardia de lo humano. Ahonda en la contemplación y moldea personas que no están a merced de las modas del momento, sino bien arraigadas en la realidad de las cosas. Y que, humildes discípulas del saber, sienten que deben ser abiertas y comunicativas, nunca rígidas y combativas. De hecho, quien ama la cultura no se siente nunca satisfecho, sino que lleva en sí una sana inquietud. Busca, interroga, arriesga y explora; sabe salir de sus propias certezas para aventurarse con humildad en el misterio de la vida, que se armoniza con la inquietud, no con la costumbre; que se abre a las otras culturas y advierte la necesidad de compartir el saber. Este es el espíritu de la universidad, y les agradezco porque lo viven así, como nos ha dicho el profesor Major, que ha explicado la belleza de cooperar con otras realidades educativas, por medio de programas de investigación compartidos y también acogiendo a estudiantes provenientes de otras regiones del mundo, como Oriente Medio, en particular de la martirizada Siria. Abriéndonos a los demás nos conocemos mejor a nosotros mismos.
La cultura nos acompaña en el conocimiento de nosotros mismos. Lo recuerda el pensamiento clásico, que nunca debe desaparecer. Vienen a la mente las célebres palabras del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Es una de las dos frases que quisiera dejarles como conclusión. Pero, ¿qué significa conócete a ti mismo? Quiere decir saber reconocer los propios límites y, en consecuencia, frenar la propia presunción de autosuficiencia. Nos hace bien, porque es sobre todo reconociéndonos criaturas cuando nos volvemos creativos, sumergiéndonos en el mundo, en vez de dominarlo. Y mientras que el pensamiento tecnocrático persigue un progreso que no admite límites, el hombre real está hecho también de fragilidad, y es a menudo justamente ahí cuando comprende que depende de Dios y que está conectado con los otros y con la creación. Por tanto, la frase del oráculo de Delfos invita a un conocimiento que, partiendo de la humildad del límite, descubre sus maravillosas potencialidades, que van más allá de las de la técnica. En otras palabras, conocerse a sí mismo requiere mantener unidas, en una dialéctica virtuosa, la fragilidad y la grandeza del hombre. Del asombro de este contraste surge la cultura; nunca satisfecha y siempre en búsqueda, inquieta y comunitaria, disciplinada en su finitud y abierta al absoluto. Me gustaría que cultiven este apasionante descubrimiento de la verdad.
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