Que la aparición de los conflictos no haga perder de vista las tragedias latentes de la humanidad, como la catástrofe de las desigualdades, por la que la mayor parte de las personas que pueblan la tierra experimenta una injusticia sin precedentes, la vergonzosa plaga del hambre y la calamidad de los cambios climáticos, signo de la falta de cuidado hacia la casa común. Sobre dichos temas, que se han discutido en estos días, los líderes religiosos no podemos dejar de comprometernos y de dar buen ejemplo. Tenemos un papel específico y este Foro nos ofrece una nueva oportunidad en este sentido. Nuestra tarea es animar y ayudar a la humanidad, tan interdependiente como desconectada, a navegar conjuntamente. Quisiera, por tanto, delinear tres desafíos que se desprenden del Documento sobre la Fraternidad humana y de la Declaración del Reino de Baréin,sobre los que se ha reflexionado en estos días. Estos desafíos se refieren a la oración, la educación y la acción.
En primer lugar, la oración, que toca el corazón del hombre. En realidad, los dramas que sufrimos y las peligrosas laceraciones que experimentamos, «los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano» (Gaudium et spes, 10). Allí está la raíz. Y, por lo tanto, el mayor peligro no reside en las cosas, en las realidades materiales, en las organizaciones, sino en la inclinación del ser humano a cerrarse en la inmanencia del propio yo, del propio grupo, de los propios intereses mezquinos. No es un defecto de nuestra época, existe desde que el hombre es hombre, pero con la ayuda de Dios es posible dominarlo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 166).
Es por eso que la oración, la apertura del corazón al Altísimo es fundamental para purificarnos del egoísmo, de la cerrazón y de la autorreferencialidad, de las falsedades y de la injusticia. El que reza, recibe la paz en el corazón y no puede sino ser su testigo y mensajero; e invitar, principalmente por medio del ejemplo, a sus semejantes, a no convertirse en rehenes de un paganismo que reduce al ser humano a aquello que vende, que compra o con lo que se divierte, sino a redescubrir la dignidad infinita que cada uno lleva grabada. El hombre religioso, el hombre de paz es aquel que, caminando con los otros en el mundo, los invita, con dulzura y respeto, a elevar la mirada al cielo. Y lleva en su oración, como incienso que sube hacia el Altísimo (cf. Sal 141,2), las fatigas y las pruebas de todos.
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